Simon Scarrow
Roma Vincit!
Libro II de Quinto Licinio Cato
Un optio en la invasión de Britania
Traducción: Montserrat Batista
Título original: The Eagle's Conquest
Para Carolyn, que todo lo hace posible.
ORGANIZACIÓN DE UNA LEGIÓN ROMANA
La segunda legión, al igual que todas las legiones romanas, constaba de unos cinco mil quinientos hombres. La unidad básica era la centuria de ochenta hombres dirigida por un centurión, auxiliado por un optio, segundo en el mando. La centuria se dividía en secciones de ocho hombres que compartían un cuarto de las barracas, o una tienda si estaban en campaña. Seis centurias componían una cohorte, y diez cohortes, una legión; la primera cohorte era doble. A cada legión la acompañaba una unidad de caballería de ciento veinte hombres, distribuida en cuatro escuadrones, que hacían las funciones de exploradores o mensajeros. En orden descendente, éstos eran los rangos principales:
El legado era un hombre de ascendencia aristocrática. Solía tener unos treinta años y dirigía la legión hasta un máximo de cinco años. Su propósito era hacerse un buen nombre a fin de mejorar su consiguiente carrera política.
El prefecto del campamento era un veterano de edad avanzada que había sido centurión jefe de la legión y se encontraba en la cúspide de la carrera militar. Era una persona experta e íntegra y estaba al mando de la legión cuando el legado se ausentaba o quedaba fuera de combate.
Seis tribunos ejercían de oficiales de Estado Mayor. Eran hombres jóvenes de unos veinte años que servían por primera vez en el ejército para adquirir experiencia en el ámbito administrativo, antes de asumir el cargo de oficial subalterno en la administración civil. El tribuno superior, en cambio, estaba destinado a altos cargos políticos y al posible mando de una legión.
Sesenta centuriones se encargaban de la disciplina e instrucción de la legión. Eran celosamente escogidos por su capacidad de mando y por su buena disposición para luchar hasta la muerte. No es de extrañar, así, que el índice de bajas entre éstos superara con mucho el de otros puestos. El centurión de mayor categoría dirigía la primera centuria de la primera cohorte, y solía ser una persona respetada y laureada.
Los cuatro decuriones de la legión tenían bajo su mando a los escuadrones de caballería y aspiraban a ascender a comandantes de las unidades auxiliares de caballería.
A cada centurión le ayudaba un optio, que desempeñaba la función de ordenanza con servicios de mando menores. Los optios aspiraban a ocupar una vacante en el cargo de centurión.
Por debajo de los optios estaban los legionarios, hombres que se habían alistado para un período de quince años. En principio, sólo se reclutaban ciudadanos romanos, pero, cada vez más, se aceptaba a hombres de otras poblaciones, y se les otorgaba la ciudadanía romana al unirse a las legiones.
Los integrantes de las cohortes auxiliares eran de una categoría inferior a la de los legionarios. Procedían de otras provincias romanas y aportaban al Imperio la caballería, la infantería ligera y otras técnicas especializadas. Se les concedía la ciudadanía romana una vez cumplidos veinticinco años de servicio.
– No creo que el alto tenga muchas posibilidades -refunfuñó el centurión Macro.
– ¿Y eso por qué, señor? -¡Mírale, Cato! Ese hombre está en los huesos. No durará mucho frente a su adversario. -Macro señaló con la cabeza hacia el otro lado de la improvisada arena donde estaban armando a un prisionero bajo y fornido con un escudo y una espada corta. El hombre tomó de mala gana aquellas armas con las que no estaba familiarizado y estudió a su oponente. Cato examinó al alto y delgado britano que no llevaba puesto nada más que un diminuto taparrabos protector hecho de cuero. Uno de los legionarios que estaban de servicio en la arena le puso un largo tridente en las manos. El britano sopesó el tridente a modo de prueba y buscó el punto de agarre que mayor equilibrio le proporcionaba. Parecía ser un hombre que conocía sus armas y se movía con cierto aplomo.
– Apostaré por el alto -decidió Cato. Macro giró sobre sus talones. -¿Estás loco? Mírale. -Ya he mirado, señor. Y respaldaré mi opinión con dinero.
– ¿Tu opinión? -el centurión arqueó las cejas. Cato se había alistado a la legión recientemente, el invierno anterior; era un joven sin experiencia que provenía del servicio imperial en Roma. Hacía menos de un año que era legionario y ya iba expresando sus opiniones por ahí como un veterano.
– Pues haz lo que quieras. -Macro sacudió la cabeza y se acomodó para esperar que empezara la lucha. Era el último combate de los juegos del día ofrecidos por el legado, Vespasiano, en una pequeña hondonada en medio del campamento de marcha de la segunda legión. Al día siguiente las cuatro legiones y sus tropas de apoyo volverían a estar en camino, dirigidas por el general Plautio, que estaba decidido a tomar Camuloduno antes de que llegara el otoño. Si la capital enemiga caía, la coalición de tribus britanas, con Carataco de los catuvelanios al frente, se rompería. Los cuarenta mil hombres a las órdenes de Plautio eran los únicos de los que el emperador Claudio podía prescindir en su audaz invasión de las neblinosas islas situadas a poca distancia de la costa de la Galia. Todos los miembros del ejército eran conscientes de que los britanos les superaban ampliamente en número.
Pero hasta el momento, el enemigo se hallaba disperso. Sólo con que los romanos pudieran atacar con rapidez el centro de la resistencia británica, antes de que el desequilibrio numérico fuera un factor en contra de las legiones, lograrían la victoria. El deseo de avanzar estaba en todos sus corazones, aunque los cansados legionarios agradecían aquel día de descanso y el entretenimiento que proporcionaban las luchas.
Veinte britanos habían sido emparejados uno contra otro, provistos de varias armas. Para hacer las cosas más interesantes, las parejas se habían elegido a suertes extrayendo los nombres del casco de un legionario y algunos de los combates habían resultado poco equilibrados pero entretenidos. Igual que, al parecer, lo iba a ser aquel último.
El portaestandarte del águila de la legión hacía de maestro de ceremonias y salió al centro de la arena dando grandes zancadas al tiempo que agitaba los brazos pidiendo silencio. Los ayudantes del portaestandarte se apresuraron a aceptar las últimas apuestas y Cato volvió a tomar asiento junto a su centurión con unas probabilidades de cinco a uno. No eran buenas, pero se había jugado la paga de un mes y si el hombre ganaba Cato se haría con una considerable suma. Macro había apostado por el musculoso oponente con espada y escudo. Mucho menos dinero con una proporción mucho más ajustada, lo cual reflejaba la opinión general sobre los luchadores.
– ¡Silencio! ¡Vamos, guardad silencio! -bramó el portaestandarte.
A pesar del ambiente festivo' el automático control disciplinario se impuso sobre los legionarios allí reunidos. En unos momentos, más de dos mil soldados que gritaban y gesticulaban cerraron la boca y se sentaron a esperar que empezara la lucha.
– ¡Bien, éste es el último combate! A mi derecha os presento a un mirmillón, un fornido y experto guerrero, o al menos eso dice él.
La multitud estalló en aullidos de burla. Si el britano era tan condenadamente bueno, ¿por qué demonios estaba allí luchando por su vida como prisionero de los romanos? El mirmillón miró con desdén a los espectadores y de repente alzó los brazos y soltó un desafiante grito de guerra. Los legionarios lo abuchearon. El portaestandarte permitió que continuara el griterío unos instantes antes de volver a pedir silencio.
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