Simon Scarrow - Roma Vincit!

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En el verano del año 43 d. C., la invasión romana de Britania se encuentra con un obstáculo inesperado: la desconcertante y salvaje manera que tienen los rudos britanos de enfrentarse a las disciplinadas tropas imperiales. La situación es desesperada, y quizá la inminente llegada del emperador Claudio para ponerse al frente de las tropas en la batalla decisiva sea el revulsivo que unos legionarios aterrados y desmoralizados necesitan.

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– Yo me encargaré de ello entonces, centurión. Puedes retirarte.

El centurión asintió con la cabeza, satisfecho, saludó y regresó a grandes zancadas junto a sus hombres. Vespasiano lo vio desaparecer en la penumbra mientras se reprochaba haber dejado que aquel hombre fuera testigo de su desconsuelo. Debía ser estoico con estas cosas. Por otro lado, existía un asunto mucho más importante que considerar. Mucho más importante que la autocompasión de un legado, se reprochó. La presencia de aquellas espadas y el anterior descubrimiento de proyectiles de honda oficiales del ejército entre la munición que utilizaban los britanos constituían un inquietante cuadro. La presencia de aquella curiosa arma podría explicarse conjeturando el saqueo de los romanos muertos, pero lo que el centurión le había contado demostraba algo más. Alguien estaba abasteciendo al enemigo con armas que habían sido destinadas a las legiones. Alguien con dinero y con una red de agentes que se encargarían del transporte de cargamentos considerables. Pero, ¿quién?

– Aquí mismo estará bien -le dijo Vitelio al decurión-. Descansaremos aquí un momento. Podéis dar de beber a los caballos.

La columna de prisioneros y su guardia montada habían llegado a un punto del camino donde éste se adentraba en un bosquecillo junto a un estrecho arroyo.

– ¿Aquí, señor? -El decurión echó un vistazo alrededor, al oscuro sotobosque que los rodeaba. Con el mayor tacto posible, añadió-: ¿Cree usted que es prudente, señor? -Generalmente, ningún oficial en su sano juicio se plantearía detener una columna de prisioneros en un lugar tan favorable para una fuga. _¿Crees tú que es prudente poner en duda mis órdenes?

– replicó Vitelio de manera cortante.

El decurión se dio rápidamente la vuelta en su silla y se llenó de aire los pulmones.

– ¡Columna… alto! Ordenó a los prisioneros que se sentaran y pidió a los miembros de la escolta que se ocuparan de los caballos con rapidez mientras Vitelio desmontaba y ataba a su animal al tocón de un árbol a la entrada de un sendero que corría junto al arroyo.

– ¡Decurión! -¿Señor? -El decurión volvió al riachuelo. -Tráeme otra vez a ese jefe. Me parece que es hora de que vuelva a hablar tranquilamente con él.

– ¿Señor? -Ya has sido advertido sobre el hecho de cuestionar mis órdenes, decurión -dijo Vitelio con frialdad-. Hazlo una vez más y no lo olvidarás. Ahora tráeme a ese hombre y ocúpate de tus otras obligaciones.

Obligaron a ponerse en pie al britano, que iba ataviado con un charro atuendo, y lo llevaron a empujones junto al tribuno. Se quedó mirando fijamente al oficial romano con una expresión arrogante y desdeñosa. Vitelio le devolvió la mirada y, de repente, le cruzó la cara al britano con el dorso de la mano. Al hombre se le fue la cabeza hacia un lado y, cuando giró el rostro, un oscuro hilo de sangre, negra bajo la luz de la luna, le goteaba de un corte en el labio.

– Romano -dijo entre dientes con un basto acento-, si consigo librarme de estas cadenas…

– No lo harás -dijo Vitelio con sorna--. Considéralas una prolongación de tu cuerpo, para lo que te quede de vida. -Volvió a golpear al prisionero clavándole el puño en el estómago, con lo que lo dejó inclinado y respirando con dificultad. -Dudo mucho que ahora me vaya a causar ningún problema, decurión. Ahora puedes continuar dando de beber a los caballos hasta que regresemos.

– ¿Regresar de…? Sí, señor.

Vitelio agarró las correas de cuero que unían las esposas de hierro que llevaba el britano y tiró de él con brusquedad camino abajo, arrastrándolo salvajemente cuando tropezaba. Una vez dieron la vuelta a una curva y dejaron de ser vistos u oídos por la columna de prisioneros, Vitelio se detuvo y tiró del hombre para que se irguiera.

– Ahora ya puedes dejarte de teatro, tampoco te pegué tan fuerte.

– Lo suficiente, romano -gruñó el britano-. Y si algún día nos volvemos a encontrar, pagarás por ese golpe.

– Entonces tendré que asegurarme de que no nos volvamos a encontrar -replicó Vitelio, y desenvainó su daga. Levantó la punta de forma que apenas la anchura de un dedo la separaba de la garganta del britano. El britano no demostró ningún miedo, simplemente un frío desprecio por un enemigo que era capaz de hacer algo tan impropio de un hombre como amenazar a un prisionero maniatado. Vitelio ignoró la expresión del otro. Entonces la hoja bajó y cortó brevemente las correas hasta que se rompieron. Se distanció del liberado britano'.

– ¿Estás seguro de que te acuerdas del mensaje? -Sí. -Bien. Te mandaré a alguien cuando esté listo. Bueno pues. -Vitelio le dio la vuelta a la daga, la cogió por la hoja y se la tendió al otro hombre-. Hagámoslo bien.

El britano tomó el cuchillo, esbozó una lenta sonrisa y de pronto le dio una bofetada al tribuno con la mano que le quedaba libre. El tribuno cayó de rodillas con un gruñido sólo para que el britano lo volviera a levantar, le diera la vuelta y le pinchara con la punta de la hoja en la parte baja de la espalda.

– ¡Eh, tranquilo! -susurró Vitelio. -Tiene que ser convincente, ¿recuerdas?

Con un brazo que rodeaba firmemente la garganta del tribuno y el otro sosteniendo la daga contra la espalda de su antiguo captor, el britano lo empujó de vuelta por el sendero hacia la columna. Cuando el decurión se dio cuenta de la difícil situación en la que se encontraba su superior, se puso en pie apresuradamente.

– ¡A las armas! -¡Deteneos! -consiguió decir Vitelio con voz ahogada--. ¡O me matará!

El decurión agitó los brazos hacia los soldados de caballería que se acercaban a toda prisa dispuestos a arrojar sus lanzas.

– ¡Alto! ¡Tiene al tribuno! -¡El caballo! -gritó el jefe britano-. Traedme su caballo.

¡Ahora! o morirá.

Vitelio dio un grito cuando la punta de la daga le pinchó la carne. Al oírlo, el decurión se dirigió a toda prisa hacia el caballo, lo desató y le ofreció las riendas al britano.

Los demás britanos se habían puesto en pie al ver el enfrentamiento y se estaban adelantando en tropel para verlo mejor, algunos profiriendo gritos de ánimo.

– ¡Que vuelvan a sentarse en el suelo! -bramó el decurión y, tras un momento de duda, los soldados de caballería hicieron retroceder a sus prisioneros como si fueran ganado.

el jefe no desaprovechó la oportunidad. Con una patada y un empujón, arrojó a Vitelio encima del decurión, cogió las riendas y subió al caballo de un salto. Se inclinó sobre el lomo del animal y con un feroz puntapié lo hizo volver a bajar por el sendero. Cuando el decurión volvió a tener los pies en el suelo, el britano ya había dado la vuelta a la curva y se había ido, y sólo persistía el sonido de los cascos del caballo apagándose poco a poco. Los demás britanos dieron gritos de entusiasmo.

– ¡Haced callar a ésos! -rugió el decurión antes de girarse para ayudar a Vitelio a ponerse en pie. Parecía estar afectado y asustado pero, aparte de eso, ileso.

– Le ha ido de un pelo, señor. -¿A él o a mí? -respondió Vitelio con amargura. El decurión era lo bastante inteligente como para no contestar.

– ¿Quiere que vaya tras él, señor? -No. No tiene sentido. Probablemente él sepa abrirse camino en la oscuridad mejor que nosotros. Por otro lado, no podemos permitirnos el lujo de mandar a ningún miembro de la escolta a una persecución desesperada. No, me temo que ha conseguido escapar.

– Tal vez se tropezará con algunos de los nuestros -dijo esperanzado el decurión.

– Lo dudo.

– Es una pena lo de su caballo, señor. -Sí, era una de mis mejores monturas. De todos modos, no es necesario que te preocupes por mí, decurión. Tomaré tu caballo hasta que lleguemos al campamento.

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