Simon Scarrow - Roma Vincit!

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En el verano del año 43 d. C., la invasión romana de Britania se encuentra con un obstáculo inesperado: la desconcertante y salvaje manera que tienen los rudos britanos de enfrentarse a las disciplinadas tropas imperiales. La situación es desesperada, y quizá la inminente llegada del emperador Claudio para ponerse al frente de las tropas en la batalla decisiva sea el revulsivo que unos legionarios aterrados y desmoralizados necesitan.

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Habría un sentimiento de amargura entre los soldados cuando se les explicara el ataque propuesto. Tras la batalla en el Medway, los mortíferos juegos del gato y el ratón del día anterior en el pantano y ahora aquel ataque desesperado contra una nueva ribera defendida, seguro que se despertarían los recuerdos del reciente motín en Gesoriaco. Si no hubiera sido por la inexorable eliminación de los cabecillas del motín por parte de Narciso, no se habría acometido la invasión de Britania y lo que era aún peor, la autoridad del emperador habría disminuido de forma fatídica. Ya era bastante malo tener a gente como los Libertadores confabulando contra el emperador como para que encima los comandantes de un ejército alentaran sin saberlo el malestar de los rangos inferiores. Si la segunda legión se negaba a cumplir sus órdenes más tarde en aquella misma mañana, ¿cuánto tardaría en extenderse la noticia a las otras legiones? No más de dos días como mucho.

Y las órdenes eran claras. No daban ningún margen para la interpretación. Vespasiano tendría que confiar en el criterio de su superior incluso cuando temía las consecuencias de hacerlo. Con un amargo suspiro de resignación miró a su tribuno superior, decidido a recuperar su reputación de comandante de los que no se detienen ante nada con tal de cumplir las órdenes.

– Informa primero a los oficiales del Estado Mayor. Van a estar ocupados durante las próximas horas. Yo hablaré con los centuriones cuando esté listo el plan. Quiero que los hombres coman bien; si el desembarco tiene éxito, puede que pase algún tiempo antes de que puedan volver a comer como es debido. Encárgate de que la cocina de campaña dé raciones dobles; pero no más que eso o hundirán los transportes.

Era un mal chiste pero Vitelio se las arregló para esbozar una breve sonrisa antes de saludar y abandonar la tienda del legado. Vespasiano se dejó caer en su taburete y maldijo a Plautio con toda la vehemencia que su frustración y desesperanza pudieron reunir. Era perfectamente consciente de hasta qué punto su estado de agotamiento condicionaba su estado de ánimo: ¿cuándo fue la última vez que había dormido? Hacía dos días, y sólo fue un breve descanso entre el ataque de las fortificaciones del río y cuando dio las órdenes para esa última fase del avance. Le dolía todo el cuerpo, le escocían los Ojos y le costaba mucho esfuerzo concentrarse. De algún insidioso recoveco de su mente surgió el deseo de cerrar los ojos sólo un momento, no más. Sólo un momento para que desapareciera la sensación de escozor. En cuanto se hizo la sugerencia sus párpados se cerraron y su cuerpo se abandonó a la cálida oleada de relajación que él le permitió. Nada más que un momento, se recordó a sí mismo vagamente.

– ¡Señor! -Alguien le zarandeaba el hombro con suavidad. En sólo un instante Vespasiano se despertó por completo y se dio cuenta de lo que había ocurrido. Desató en silencio su furia contra sí mismo. El ordenanza que lo había despertado retrocedió respetuosamente ante su airada expresión. ¿Cuánto tiempo había dormido? No osó preguntárselo al ordenanza, que sospecharía de una debilidad muy humana en su legado. Al dirigir la mirada más allá de aquel hombre, Vespasiano vio que un pálido resplandor bordeaba la parte inferior de la tienda y se filtraba por las rendijas de los faldones cerrados. Por lo tanto, no hacía mucho que había amanecido. Con eso su vergüenza se mitigó.

– ¿Están reunidos mis oficiales? -Sí, señor. Le están esperando en la tienda de oficiales, Algunos todavía no han regresado del pantano, pero en cuanto lleguen les diré que acudan ante usted, señor.

– Muy bien. Ahora déjame solo. El ordenanza saludó y desapareció en silencio por entre los faldones de la tienda. Al instante, Vespasiano se pegó un puñetazo en la pierna y se maldijo con amargo reproche. ¡Mira que quedarse dormido en un momento como aquél! Haber cedido ante tal debilidad cuando su reputación y la de su legión iban a ponerse a prueba de forma extraordinaria. Era algo imperdonable y decidió fervientemente no dejar que volviera a ocurrir.

Se puso en pie, se alisó la túnica y se dirigió hacia el pequeño jarro y el cuenco de bronce que había en una esquina. Se vació el contenido del jarro en la cabeza. Lo habían llenado de agua sacada directamente del río durante la noche y todavía estaba lo bastante fresca para que sus sentidos pudieran volver a un estado más consciente. Se enderezó se secó y se peinó el mojado cabello negro con las manos para ponerlo en su sitio. Una rápida ojeada al espejo de bronce pulido reveló una barba de tres días que le raspó la palma de la mano cuando se la pasó por la mejilla. La barba, los Ojos hundidos y su demacrado semblante se combinaban para darle el aspecto de uno de esos pobres desgraciados de los bajos fondos que mendigaban en el exterior del Circo Máximo de Roma. Pero no había tiempo para un arreglo cosmético y se consoló pensando que sus oficiales del Estado Mayor tendrían un aspecto igual de descuidado.

Cuando levantó el faldón de la portezuela de su tienda, Vespasiano vio que el amanecer ya estaba muy avanzado; el pálido disco de color naranja pendía justo encima del horizonte, ligeramente envuelto en las volutas de humo de las hogueras que se extinguían. Algunos de los soldados ya hablaban y tosían en el frío aire del alba mientras los centuriones y sus optios empezaban a despertar al resto. La renuencia de los hombres a moverse y empezar la rutina diaria de la vida de la legión era palpable y Vespasiano se obligó a saludarlos alegremente al pasar.

Los centuriones y tribunos de la legión allí congregados se pusieron de pie con fría formalidad cuando Vespasiano entró en la tienda del cuartel general. Con un gesto de la mano les indicó que volvieran a sus taburetes. Fue entonces cuando vio a Vitelio, bien afeitado y vestido con una túnica limpia. Aunque al hombre se le veía cansado, el contraste con los otros oficiales y con él mismo llamaba la atención y el antiguo antagonismo hacia Vitelio afloró a su corazón.

– Me temo que no hay tiempo para ceremonias, caballeros -dijo Vespasiano al tiempo que se inclinaba sobre la mesa de mapas y se apoyaba en ella con los dedos extendidos--.

El general ha decidido que la batalla siga adelante y nos ha vuelto a tocar un papel destacado.

Aunque los tribunos ya se imaginaban que habría malas noticias, no pudieron evitar unos gruñidos de consternación ante la perspectiva de más lucha.

– Antes de que nadie lo pregunte, el general es consciente de nuestras condiciones y la orden de ataque prevalece.

– ¿Por qué nosotros, señor? -preguntó el tribuno Plinio. -Porque estamos aquí, Plinio. Tan simple como eso.

– Pero la vigésima apenas tiene ni un rasguño -insistió Plinio en un tono amargo que obviamente reflejaba el estado de ánimo de los demás oficiales, muchos de los cuales asintieron con la cabeza y mascullaron en señal de aprobación. Vespasiano compartía su resentimiento totalmente, sobre todo después de todo por lo que había pasado la segunda legión últimamente y todo lo que habían conseguido. Pero su rango exigía un estoico acatamiento de las órdenes.

– La vigésima quedará de reserva. Plautio quiere mantener a una unidad intacta para hacer frente a posibles contraataques y para que sean la punta de lanza de cualquier avance que podamos realizar. -Eso era muy cierto, reflexionó Vespasiano: no mencionó que utilizarían a la segunda para agotar al enemigo. La guerra de desgaste era una táctica que costaba digerir cuando los efectivos que iban a reducirse eran tus propios soldados.

El tribuno Plinio todavía no se había calmado. -Si es que llevamos a cabo algún avance -dijo enojado-. A este ritmo, señor, estaremos todos muertos antes de que la vigésima pierda un solo hombre.

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