Simon Scarrow - Roma Vincit!

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En el verano del año 43 d. C., la invasión romana de Britania se encuentra con un obstáculo inesperado: la desconcertante y salvaje manera que tienen los rudos britanos de enfrentarse a las disciplinadas tropas imperiales. La situación es desesperada, y quizá la inminente llegada del emperador Claudio para ponerse al frente de las tropas en la batalla decisiva sea el revulsivo que unos legionarios aterrados y desmoralizados necesitan.

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CAPÍTULO XXIV

Macro…

Cato había tratado de evitar cualquier pensamiento sobre el destino del centurión. Probablemente Macro estaba muerto. Pírax estaba muerto. Muchos de sus compañeros de la sexta centuria estaban muertos. Pero la idea de Macro yaciendo yerto e inmóvil allí en el pantano era imposible de aceptar. Aunque una parte lógica y fría de su mente le reiteraba que Macro no podía haber escapado a la muerte, Cato se encontró imaginando toda clase de maneras en las que podía haber sobrevivido. Ahora mismo podría estar por ahí, herido o inconsciente, indefenso, esperando a que sus compañeros llegaran y lo encontraran. Incluso podían haberlo hecho prisionero. Pero entonces la imagen de los bátavos masacrados se le apareció de repente. No habría prisioneros, no perdonarían la vida a los heridos.-

El optio se incorporó y apoyó los brazos en las rodillas. Miró a los restantes miembros de la centuria que dormían a su alrededor. De los ochenta hombres que habían desembarcado con la flota invasora, sólo quedaban treinta y seis. Había otra docena de heridos que podía esperarse que volvieran al servicio en el transcurso de las próximas semanas.

Eso significaba que la centuria había perdido a más de treinta soldados en los últimos diez días.

De momento Cato ejercía de centurión, hasta que el personal del cuartel general uniera la centuria con otra, o recibieran reemplazos para recuperar sus efectivos. En cualquier caso, Cato no iba a estar al mando más de unos pocos días. Daba gracias por ello, aunque sentía desprecio por sí mismo por sentirse aliviado ante la perspectiva de renunciar a su autoridad. Si bien creía haber llegado a la madurez durante aquel último año, todavía le quedaban unos vestigios de ansiedad por no haber desarrollado las cualidades especiales que facultaban a un hombre para el mando. Él sería un pobre sustituto de Macro y sabía que los soldados compartirían esa opinión. Hasta que volviera a sus responsabilidades de optio trataría por todos los medios de dirigirlos lo mejor que pudiera, siguiendo los enérgicos y agigantados pasos de Macro.

Aquella misma noche, más temprano, cuando Cato y su pequeña flotilla salieron del río, habían alarmado a los centinelas, que no esperaban que llegara ningún romano por allí. Como preveía esa reacción, Cato había respondido con rapidez y claridad cuando el centinela les dio el alto. Después de que los desaliñados soldados hubieran subido con dificultad desde la embarrada ribera hasta el campamento, por fin a salvo, a Cato lo habían llevado a la tienda del cuartel general para que diera su informe.

Una acumulación considerable de lámparas y pequeñas fogatas señalaba la localización del cuartel general de la segunda legión mientras que a su alrededor se extendían las largas hileras oscuras de soldados que descansaban. A Cato lo hicieron entrar en una gran tienda dentro de la cual los administrativos se hallaban enfrascados en su papeleo sobre largas mesas de caballete. Uno de ellos le hizo una seña y Cato dio un paso adelante.

– ¿Unidad? -El administrativo levantó la vista de su pergamino, con la pluma suspendida sobre el tintero.

– Sexta centuria. Cuarta cohorte. -¡Ah! Los de Macro. -El administrativo mojó su pluma y empezó a escribir-. ¿Y él dónde está?

– No lo sé. Todavía debe de estar en algún lugar del pantano.

– ¿Qué ocurrió? Cato trató de explicarlo de una manera que dejara abierta la cuestión del destino de Macro, pero el administrativo sacudió la cabeza con tristeza mientras contemplaba al joven que tenía de pie ante él. _¿Tú eres su optio?

Cato asintió con la cabeza. -Bueno, pues ya no lo eres más. Vas a ser el centurión hasta nuevo aviso. ¿Cuáles son tus efectivos?

– Quedamos treinta y tantos, creo -respondió Cato. -El número exacto, por favor -dijo el administrativo. Entonces levantó la vista y vio que el joven soldado ya no podía más, estaba ahí de pie con los ojos enrojecidos y la cabeza baja. El administrativo continuó en un tono más amable-. Señor, necesito el número exacto, por favor.

Aquel discreto recordatorio de su nueva responsabilidad hizo que Cato se pusiera derecho y centrara su mente.

– Treinta y seis. Me quedan treinta y seis hombres. Mientras el administrativo tomaba nota de los detalles, se abrió uno de los faldones de la parte de atrás de la tienda y entró el legado. Le tendió un pequeño trozo de pergamino a un oficial del Estado Mayor y se estaba dando la vuelta para irse cuando vio a Cato y se detuvo. _¡Optio! -dijo mientras se acercaba a él-. ¿Cómo va todo? ¿Acabas de reincorporarte?

– Sí, señor.

– Ha sido una noche dura, ¿verdad? -Sí, señor, una noche muy dura. Había algo en el tono del muchacho que iba más allá del cansancio y, al observarlo con más detenimiento, Vespasiano vio que Cato luchaba por controlar sus emociones. Y por soportar el dolor, pensó Vespasiano cuando vio las terribles ampollas que recorrían el brazo del muchacho.

– Ha sido un día muy duro para todos nosotros, optio. Pero todavía estamos aquí.

– Mi centurión no…

– ¿Macro? ¿Macro ha muerto? -No lo sé, señor -respondió Cato lentamente-. Eso creo.

– Es una lástima., Una verdadera lástima. -Vespasiano se movió intranquilo ante la noticia, debatiéndose entre expresar su genuino pesar y mantener la imagen de imperturbabilidad que tanto se esforzaba en proyectar-. Era un buen hombre, un buen soldado. Con el tiempo hubiera sido un buen centurión jefe. Lo siento. Tú lo admirabas, ¿verdad?

– Sí, señor. -Cato sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

– Encárgate de que tus hombres coman algo y descansen. Ahora vete.

El joven saludó y estaba a punto de darse la vuelta para irse cuando Vespasiano añadió en voz baja:

– No dejes que el dolor nuble tu criterio, hijo. Tenemos unos días muy difíciles por delante y no quiero que desperdicies tu vida en una búsqueda de venganza. Ahora tus hombres cuentan contigo.

CAPÍTULO XXV

– ¿Estás seguro de eso?

Vitelio asintió con la cabeza. -¿Y le informaste con detalle sobre nuestra situación? -Sí, señor. Se lo conté todo. Vespasiano volvió a leer el mensaje de Aulo Plautio, no fuera el caso de que hubiera pasado por alto algún matiz que le permitiera tener argumentos para rescindir la orden. Pero no había nada. Por una vez, los administrativos del cuartel general de Plautio habían suprimido toda ambigüedad y habían redactado un conjunto de órdenes con esa clase de escueta elegancia que se podría comparar favorablemente con las crónicas de César. En un breve párrafo se le ordenaba a la segunda legión subir a bordo de unos transportes suministrados por la armada y desembarcar en la otra orilla del Támesis. Un barco de guerra fue todo lo que se consideró necesario para proporcionar apoyo a la operación. La segunda legión tenía que hacerse con el control de la orilla del río y establecer una cabeza de puente. Si tenían éxito, a Vespasiano se le mandarían refuerzos de la novena legión.

– ¡Es una locura! -se quejó el legado, y arrojó el informe sobre su escritorio portátil-. Una completa locura. No estamos en condiciones de llevarlo a cabo. Hay algunos hombres que todavía están ahí fuera en el pantano y los que han regresado al águila… ¿De qué diablos cree Plautio que estamos hechos?

– ¿Quiere que vuelva e intente hacerle cambiar de opinión, señor?

Vespasiano levantó la mirada de pronto. Estaba a punto de lanzar un ataque contra el tribuno por aprovechar cualquier oportunidad para quitarle autoridad cuando se dio cuenta de que Vitelio estaba encorvado a causa del cansancio. El tribuno parecía agotado y no daba la sensación de estar en condiciones de ejercitar su astucia habitual. Aquel hombre necesitaba un descanso y, en cualquier caso, no serviría de nada mandarlo de vuelta para discutir el asunto con el general. Las órdenes habían sido dictadas y Vespasiano tenía la obligación de cumplirlas con los recursos que tuviera disponibles. Cualquier intento de recurrir a evasivas o de retrasarse dañaría su reputación. Podía imaginar perfectamente las críticas de los senadores de Roma si se enteraban de que se había resistido a mandar a sus tropas al otro lado del río. Aquellos que tuvieran experiencia en campaña intercambiarían miradas de complicidad y cuchichearían misteriosamente sobre su falta de determinación; incluso podrían llegar al extremo de atribuirla calladamente a su cobardía. Vespasiano se puso rojo de ira sólo con pensarlo.

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