Simon Scarrow - Roma Vincit!

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En el verano del año 43 d. C., la invasión romana de Britania se encuentra con un obstáculo inesperado: la desconcertante y salvaje manera que tienen los rudos britanos de enfrentarse a las disciplinadas tropas imperiales. La situación es desesperada, y quizá la inminente llegada del emperador Claudio para ponerse al frente de las tropas en la batalla decisiva sea el revulsivo que unos legionarios aterrados y desmoralizados necesitan.

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Era imposible pedirles a los soldados que levantaran un campamento de marcha en su actual estado de agotamiento y Vespasiano tuvo que contentarse con un círculo de centinelas formado por miembros de la escolta del legado. Era necesario dejar descansar a los hombres si la segunda tenía que volver a entrar en acción al día siguiente. Además, había que darles de comer y rearmarlos con jabalinas y otros efectos que hubieran perdido durante los enconados combates en el pantano. Se había mandado a buscar el convoy de bagaje y un destacamento de caballería de la legión lo escoltaba a lo largo del camino. Hacia el otro lado se dirigía una columna de prisioneros vigilados por otro escuadrón de caballería. Vespasiano le había asignado esa tarea a Vitelio con órdenes de dirigirse directamente desde el campamento situado en la ribera del Medway al cuartel general de Aulo Plautio. El general debía ser informado de la situación con toda claridad para que de ese modo pudiera replantearse el ataque previsto para la mañana siguiente. Era una pesada misión para el tribuno y no estaba exenta de peligro pero, sorprendentemente, Vitelio pareció muy dispuesto cuando el legado le dio las órdenes. A Vespasiano se le pasó por la cabeza que bien podía ser que su tribuno superior se alegrara de estar lo más lejos posible de la línea del frente, fueran cuales fueran las molestias que eso conllevara.

Cuando la luna emergió de entre un grupo de nubes bajas, el paisaje quedó bañado de su siniestro resplandor y el legado pudo ver hasta qué punto eran malas las condiciones de la legión. Los exhaustos soldados que yacían dormidos por todos los sectores ofrecían el aspecto de un vasto campo de heridos más que el de un ejército. Por un momento Vespasiano se quedó horrorizado al recordar que aquélla era la misma unidad que hacía muy poco había abrillantado su equipo hasta darle un fulgor propio de un desfile y en la que el entusiasmo por atacar al enemigo irradiaba de todos y cada uno de sus componentes. Aunque todavía podían contarse por miles, era doloroso ver hasta qué punto se habían reducido en las últimas semanas de campaña las tropas de todas las centurias que estaban descansando en aquel momento.

Al final, el chirriante paso de unas ruedas de carro anunció la llegada del convoy de bagaje y el personal del cuartel general se puso en acción con prontitud. Se montaron rápidamente las tiendas del hospital de campaña y se instaló la cocina de campaña para que todos los soldados tuvieran comida caliente en sus estómagos lo antes posible. Alrededor de Vespasiano, los administrativos se apresuraron a montar una tienda de mando, a encender numerosas lámparas de aceite colocadas sobre grandes bases de bronce y a armar los escritorios de campaña. A todas las centurias que llegaban se les ordenaba presentar un informe de efectivos y las solicitudes para reponer las armas inutilizadas y el equipo perdido antes de que sus hombres fueran conducidos a las zonas de reunión asignadas. Desde su escritorio de campaña, el legado miraba cómo pasaban lentamente las oscuras filas de soldados. Ninguno saludó, ninguno levantó la mirada. Como formación ofensiva para un futuro inmediato, la legión estaba acabada. La única compensación era que el enemigo no se encontraba en condiciones de contraatacar, puesto que lo habían hecho retroceder en el lodo del río y lo habían obligado a ocupar apresuradas posiciones defensivas al otro lado del Támesis. Sin embargo, el tiempo que los legionarios necesitarían para recuperar su empuje los britanos lo aprovecharían muy bien para prepararse para la próxima fase sangrienta de la campaña.

aquellos eran factores sobre los cuales el legado no tenía ninguna influencia y lo mejor que podía hacer en las presentes circunstancias era dejar descansar, alimentar y volver a equipar a la segunda cuanto antes. Los soldados merecían que el general los tratara mejor después de su espectacular actuación de hacía dos días. ¿Dos días? Vespasiano frunció el ceño. ¿Eso era todo? Hasta el tiempo parecía haberse tragado aquel pantano infernal que se extendía a su alrededor en la oscuridad…

Vespasiano parpadeó y abrió los ojos justo cuando empezaba a deslizarse por el taburete y recuperó el equilibrio con una súbita sacudida de sorpresa. Se reprendió a sí mismo al instante y luego miró a su alrededor para ver si alguien se había percatado de aquel muy humano fallo de su comandante. Los administrativos estaban inclinados sobre su trabajo bajo el brillo de las lámparas de aceite y sus escoltas se hallaban en rígida posición de firmes. Un instante más de -sueño y se hubiera caído del taburete y terminado despatarrado en el suelo. Esa imagen lo hizo arder de vergüenza y se obligó a ponerse en pie.

– ¡Tráeme algo de comer! -le dijo con brusquedad a un ordenanza--. ¡Y enseguida!

El ordenanza saludó y salió a toda prisa hacia las cocinas. Vespasiano se puso a pensar en otros detalles preocupantes de la campaña. Uno de los centuriones que había salido del pantano le había entregado una espada corta. Eso no tenía nada de extraordinario, pero el centurión se había topado con una gran formación de britanos armados con espadas idénticas a aquélla.

– Mire, señor. -El centurión sostuvo la hoja en alto para que se viera con más claridad bajo la luz de la luna. Vespasiano la miró detenidamente y vio el sello del fabricante.

– Gneo Albino -dijo entre dientes-. Es una firma de la Galia, creo. Esta espada está muy lejos de su tierra.

– Sí, señor. Así es -asintió educadamente el centurión-. Pero eso no es todo, señor. La fragua de Albino es uno de los principales abastecedores de las legiones del Rin.

– Y las contratas para las armas son exclusivas. ¿Qué hace ésta aquí entonces?

– Y no es sólo esta espada. Vi montones como ésa allí en el pantano, señor. Y puesto que somos el primer ejército romano que llega a estas costas desde la época de César, no puede ser que las hayan capturado.

– Así pues, ¿qué es lo que estás sugiriendo, centurión? ¿Qué los Albino no trabajan en exclusiva según el contrato de armamento imperial?

Lo dudo, señor. Las graves penas existentes para un acto como aquél lo hacían muy poco probable. El centurión se encogió de hombros y luego siguió hablando en un tono significativo-. Pero si no son los fabricantes, entonces tiene que ser alguien que se encuentre en otro estadio del proceso.

– Te refieres a alguien del ejército o del servicio civil? -Tal vez.

Vespasiano lo miró. -Supongo que no quieres llevar más lejos este asunto. -Soy un soldado, señor -contestó el centurión con firmeza-. Hago lo que se me ordena y lucharé con quien haga falta. Esto no tiene nada que ver con ser soldado. Apesta a política y conspiraciones, señor.

– Lo cual significa que crees que soy yo quien tendría que investigarlo.

– Va con el rango, señor. La alusión al rango implicaba la clase social además del grado militar y Vespasiano tuvo que contener la dura réplica que habría sido su primera respuesta. El centurión no decía más que la verdad. Aquel hombre había servido la mayor parte de su vida bajo las águilas y sin duda sentía un sensato desdén hacia la artería de la clase política de la que provenían los legados de las legiones. Vespasiano, que se sentía impulsado a ganarse la aceptación y admiración de aquellos que tenía al mando, lo cual era raro, se sintió herido por el desprecio profesional del soldado. A esas alturas esperaba haberse ganado su confianza, pero estaba claro que algunos de los hombres todavía recelaban de él. El fracaso de ese día en el pantano había sido el resultado de las órdenes recibidas del general, pero los soldados culparían primero al legado.

No se podía hacer nada al respecto. Supondría una desmesurada muestra de debilidad personal explicarle a cualquiera de sus subordinados los límites de su autoridad, que él también estaba obligado a obedecer órdenes igual que ellos. El alto mando colocaba a un hombre en el centro de un dilema irresoluble. Para su general, él era el responsable de las acciones de sus hombres. Para sus soldados, él era el responsable de las órdenes que se veía forzado a darles. Ninguno de los dos lados iba a tolerar excusa alguna y cualquier intento por justificarse no haría otra cosa que provocar un desprecio e indignación humillantes tanto en sus superiores como en sus subordinados.

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