Simon Scarrow - Roma Vincit!
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– ¡No te muevas!
– Pero, señor, ya lo ha oído. Es uno de los nuestros. -¡Cierra la boca y no te muevas! -exclamó Macro entre dientes.
– ¿Quién anda ahí? -repitió la voz. Hubo una pausa, seguida de lo que podría haber sido un rápido intercambio de palabras en voz baja. Luego la voz continuó diciendo-: Soy bátavo. ¡Tercera cohorte de caballería! ¡Si sois romanos, identificaos!
No se podía negar que el acento de aquel latín sonaba como el de los bátavos, y Macro sabía que la tercera montada estaba en la zona. Pero aun así, había algo en el tono de voz de aquel hombre que le impedía arriesgarse a dar una respuesta.
Se hizo otro breve silencio antes de que la voz volviera a oírse, en esa ocasión con un dejo tembloroso.
– ¡Por todos los dioses! ¡Si sois romanos, responded! -¡Señor! -protestó Cato. -¡Cállate!
Con un súbito crujido, el brillo de la antorcha se intensificó y las llamas se alzaron por encima de los arbustos de aulaga. Un grito inhumano atravesó la densa y calurosa atmósfera que se cernía sobre el pantano.
– ¿Qué diablos? -El centinela se echó hacia atrás del susto. Macro iba a agarrarlo cuando de pronto una figura en llamas apareció por el recodo del camino y se fue corriendo hacia el claro mientras chillaba e iluminaba el suelo a su alrededor con un refulgente y parpadeante brillo. El aire apestaba a brea y a carne quemada y la figura tropezó y rodó por el suelo sin dejar de gritar.
Macro agarró al centinela y a su optio y los empujó en dirección al resto de la centuria.
– ¡Corred! Justo por detrás de ellos la noche se inundó de unos gritos de guerra salvajes, seguidos por el agudo estruendo de un cuerno de guerra. Más abajo, tras los pasos de su prisionero bátavo, los britanos irrumpieron en el camino, con un aspecto espantoso bajo la resplandeciente luz de la antorcha que sostenía en alto el hombre que encabezaba su ataque. Antes de echar a correr tras su centurión, Cato sólo tuvo tiempo de echar un vistazo, pero fue suficiente para ver que, felizmente, el bátavo yacía inmóvil en el suelo. Atravesaron precipitadamente la línea de legionarios que esperaban más allá de la luz rojiza de la antorcha que se les venía encima y se dieron la vuelta para enfrentarse a los britanos, dispuestos a luchar al instante. Pero sus perseguidores habían hecho un alto momentáneo para arremeterla a hachazos y cuchilladas contra la hilera de cadáveres colocados a lo largo del camino.
– ¿Pero qué demonios hacen? -se preguntó Macro. -¡Creen que somos nosotros, señor! ¡Piensan que nos han pillado durmiendo.
Con un feroz grito de consternación, los britanos se percataron de su error y se volvieron hacia los legionarios alineados en medio del pequeño claro.
– ¡Lanzad las jabalinas a discreción! -rugió Macro. Los oscuros astiles describieron un arco con una baja trayectoria y fueron directos a los primeros britanos. Ocultas por la noche, las jabalinas se hundieron en los cuerpos de sus víctimas antes incluso de que éstas fueran conscientes del peligro; varios atacantes cayeron y fueron pisoteados por sus compañeros en su impaciencia por abalanzarse sobre los romanos. Apenas hubo tiempo para lanzar una segunda serie antes de que tuvieran encima a los britanos que chillaban sus salvajes gritos de guerra. Se oyó el seco chasquear y entrechocar de armas y escudos, acompañado del vocerío, los gruñidos y los gritos de hombres que peleaban como locos en la oscuridad.
– ¡Cerrad filas! ¡Cerrad filas! -gritó Macro por encima del barullo-. ¡Manteneos juntos!
A menos que los legionarios pudieran mantenerse bien diferenciados de sus enemigos, había muchas posibilidades de que un romano atacara a otro romano.
En aquel preciso momento la luna empezó a asomar por detrás de un oscuro banco de nubes y su débil luz grisácea iluminó la escena. Para su alivio, Macro vio que sus hombres estaban consiguiendo mantenerse lo bastante juntos para resistir la oleada de britanos que arremetían contra la pared de escudos a golpes de hacha y espada. Pero en el preciso momento en que volvía la mirada hacia el otro lado, un enorme guerrero se lanzó por entre los escudos de los soldados, estuvo a punto de derribarlos y se arrojó contra el centurión. Macro sólo tuvo un instante para reaccionar y empezó a rodar por el suelo, retrocediendo para amortiguar el impacto que se le venía encima.
– ¡Señor! -gritó Cato desde un lado; concentró el peso de su cuerpo en el escudo y con el tachón golpeó al britano en el costado. Fue suficiente y el hombre cayó al suelo estrepitosamente a los pies de Macro, sin aliento a causa del golpe. Macro echó hacia atrás el brazo con el que sujetaba la espada y le pegó con el pomo en la barbilla al britano. El hombre se vino abajo con un simple gruñido, fuera de combate.
Cato ayudó enseguida a su centurión a ponerse en pie y entonces, con el escudo por delante, hincó su espada en la masa de guerreros que se enfrentaban a él. La punta de la hoja hirió a un hombre, que soltó una maldición, y Cato retiró la hoja y volvió a clavarla de nuevo.
En aquellos momentos la luna estaba despejada de nubes y su melancólica luz caía sobre la agitada refriega, reflejándose débilmente en las chispeantes hojas, en los bruñidos cascos y armaduras. Macro vio que él y sus hombres eran ampliamente superados en número y que por el sendero que había frente al claro aún aparecían más de aquellos fieros guerreros. Con todo aquello en su contra, los legionarios no podían tener esperanzas de aguantar mucho y parecían condenados a correr la misma suerte truculenta que los bátavos.
– ¡Replegaos! ¡Replegaos hacia el extremo del claro! -bramó Macro por encima del estruendo de la salvaje escaramuza--. ¡Conmigo!
Paró un golpe lateral y dio un paso atrás. A ambos lados sus hombres recularon y cedieron terreno mientras se dirigían despacio hacia allí donde el claro se estrechaba. Eso era mejor para ellos, puesto que no hubieran podido defender mucho más tiempo toda la anchura del claro. Lenta, muy lentamente, fueron retrocediendo paso a paso a ambos lados del camino, y formaron en un apretado grupo de tres filas en fondo, y luego cuatro, contra las cuales la mayor fuerza de los britanos dejó de tener un impacto significativo. Ahora se trataba de ese tipo de combate denso, cuerpo a cuerpo, en el que el equipo y entrenamiento romanos sobresalían, y las estocadas de las espadas cortas empezaron a cobrarse más víctimas que las hojas pesadas y difíciles de manejar que preferían los nativos. Aun así, el mero volumen del contingente enemigo al final garantizaría una victoria britana. Macro echó una ojeada con preocupación a sus filas, cada vez más reducidas.
– ¡Seguid retrocediendo! ¡Atrás! Cuando llegaron al borde del claro, el combate se concentraba en un estrecho frente y los romanos supervivientes, de forma instintiva, unieron tres escudos de lado a lado del sendero para que supusieran un sólido obstáculo para sus perseguidores britanos.
– ¡Los cinco hombres de atrás que se queden conmigo! -gritó Macro-. ¡Cato! Llévate a los demás por ese camino tan deprisa como puedas. Dirígete hacia el río y síguelo corriente abajo.
– Sí, señor. Pero, ¿y usted? -le dijo el optio, preocupado-. ¿Señor?
– Os seguiremos después, optio. ¡Ahora vete! Mientras el resto de la centuria bajaba corriendo por el sendero, Macro miró los pálidos rostros de sus compañeros y sonrió. Clavó su espada en la masa que había al otro lado de su escudo.
– ¡De acuerdo, muchachos! Vamos a hacer que esto sirva de algo. No van a olvidarse de la segunda legión fácilmente.
Mientras corría camino abajo, Cato trataba de no pisarle los talones al último soldado. Todos sus instintos le empujaban a escapar tan rápidamente como pudiera de los sonidos del combate que tenía lugar detrás de él. No obstante, ardía de vergüenza, y hubiera dado la vuelta y regresado junto a su centurión si no fuera por la orden expresa de Macro y la responsabilidad que ahora tenía sobre aquellos supervivientes de la sexta centuria. Cuando los sonidos de la batalla se hicieron más débiles, Cato gritó la orden de alto y se abrió paso hacia el frente de la centuria a toda prisa. No podía confiar en que el soldado que iba en cabeza prestara atención a la posición de la luna respecto al río; podría meterse en el pantano de manera atolondrada.
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