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Paulo Coelho: El Alquimista

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Comenzó a caminar sin rumbo por la ciudad, y llegó hasta el puerto. Había un pequeño edificio, y en él una ventanilla donde la gente compraba pasajes. Egipto estaba en África.

— ¿Quieres algo? — preguntó el hombre de la ventanilla.

— Quizá mañana — contestó el chico alejándose. Sólo con vender una oveja podría cruzar hasta el otro lado del estrecho. Era una idea que le espantaba.

— Otro soñador — dijo el hombre de la ventanilla a su ayudante, mientras el muchacho se alejaba —. No tiene dinero para viajar.

Cuando estaba en la ventanilla el muchacho se había acordado de sus ovejas, y sintió miedo de volver junto a ellas. Había pasado dos años aprendiéndolo todo sobre el arte del pastoreo: sabía esquilar, cuidar a las ovejas preñadas, protegerlas de los lobos. Conocía todos los campos y pastos de Andalucía. Conocía el precio justo de comprar y vender cada uno de sus animales.

Decidió volver al establo de su amigo por el camino más largo. La ciudad también tenía un castillo, y decidió subir la rampa de piedra y sentarse en una de sus murallas. Desde allí arriba se podía ver África. Alguien le había explicado en cierta ocasión que por allí llegaron los moros que ocuparon durante tantos años casi toda España. Y el muchacho detestaba a los moros. Además, habían sido ellos los que trajeron a los gitanos.

Desde allí podía ver también casi toda la ciudad, inclusive la plaza donde había conversado con el viejo.

«Maldita sea la hora en que encontré a ese viejo», pensó. Había ido solamente a buscar a una mujer que interpretase sueños. Ni la mujer ni el viejo concedían importancia al hecho de que él era un pastor. Eran personas solitarias, que ya no confiaban en la vida, y no entendían que los pastores terminaran aficionándose a sus ovejas. Él conocía los detalles de cada una de ellas: sabía cuál cojeaba, cuál tendría cría dentro de dos meses, y cuáles eran las más perezosas. Sabía también cómo esquilarlas y cómo matarlas. Si se decidiera a partir, ellas sufrirían.

Comenzó a soplar el viento. Él conocía aquel viento: la gente lo llamaba Levante, porque con él llegaron también las hordas de infieles. Hasta que conoció Tarifa nunca había imaginado que África estuviera tan cerca. Eso suponía un gran peligro: los moros podían invadirnos nuevamente.

El Levante comenzó a soplar más fuerte. «Estoy entre las ovejas y el tesoro», pensaba el muchacho. Tenía que decidirse entre una cosa a la que se había acostumbrado y una cosa que le gustaría tener. Estaba también la hija del comerciante, pero ella no era tan importante como las ovejas, porque no dependía de él. Hasta era posible que ni se acordara de él. Tuvo la seguridad de que si no aparecía dentro de dos días, la chica ni siquiera lo notaría; para ella todos los días eran iguales y cuando todos los días parecen iguales es porque las personas han dejado de percibir las cosas buenas que aparecen en sus vidas siempre que el sol cruza el cielo.

«Yo abandoné a mi padre, a mi madre y el castillo de mi ciudad. Ellos se acostumbraron y yo me acostumbré. Las ovejas también se acostumbrarán a mi ausencia», pensó el muchacho.

Desde allá arriba contempló la plaza. El vendedor de palomitas continuaba vendiendo sus papelinas. Una joven pareja se sentó en el banco donde él había estado conversando con el viejo y se dio un largo beso.

«El vendedor de palomitas», dijo para sí sin completar la frase. Porque el Levante había comenzado a soplar con más fuerza y él se quedó sintiendo el viento en el rostro. El viento traía a los moros, es verdad, pero también traía el olor del desierto y de las mujeres cubiertas con velo. Traía el sudor y los sueños de los hombres que un día habían partido en busca de lo desconocido, de oro, de aventuras… y de pirámides. El muchacho comenzó a envidiar la libertad del viento, y percibió que podría ser como él. Nada se lo impedía, excepto él mismo. Las ovejas, la hija del comerciante, los campos de Andalucía no eran más que los pasos de su Leyenda Personal.

Al día siguiente, el muchacho se encontró con el viejo a mediodía. Traía seis ovejas consigo.

— Estoy sorprendido — exclamó —. Mi amigo compró inmediatamente las ovejas. Dijo que toda su vida había soñado con ser pastor, y que aquello era una buena señal.

— Siempre es así — dijo el viejo —. Lo llamamos el Principio Favorable. Si juegas a las cartas por primera vez, verás que casi con seguridad ganas. Es la suerte del principiante.

— ¿Y por qué?

— Porque la vida quiere que vivas tu Leyenda Personal.

Después comenzó a examinar las seis ovejas y descubrió que una de ellas cojeaba. El muchacho le explicó que no tenía importancia porque era la más inteligente y producía bastante lana.

— ¿Dónde está el tesoro? — preguntó.

— El tesoro está en Egipto, cerca de las Pirámides.

El muchacho se asustó. La vieja le había dicho lo mismo, pero no le había cobrado nada.

— Para llegar hasta él tendrás que seguir las señales. Dios escribió en el mundo el camino que cada hombre debe seguir. Sólo hay que leer lo que Él escribió para ti.

Antes de que el muchacho dijera nada, una mariposa comenzó a revolotear entre él y el viejo. Se acordó de su abuelo: cuando era pequeño, su abuelo le había dicho que las mariposas son señal de buena suerte. Como los grillos, las mariquitas, las lagartijas y los tréboles de cuatro hojas.

— Eso es — dijo el viejo, que era capaz de leer sus pensamientos —. Exactamente como tu abuelo te enseñó. Éstas son las señales.

Después el viejo abrió el manto que le cubría el pecho. El muchacho se quedó impresionado con lo que vio, y recordó el brillo que había detectado el día anterior. El viejo llevaba un pectoral de oro macizo, cubierto de piedras preciosas.

Era realmente un rey. Debía de ir disfrazado así para huir de los asaltantes.

— Toma — dijo el viejo sacando una piedra blanca y una piedra negra que llevaba prendidas en el centro del pectoral de oro —. Se llaman Urim y Tumim. La negra quiere decir «sí» y la blanca quiere decir «no». Cuando tengas dificultad para percibir las señales, te serán de utilidad. Hazles siempre una pregunta objetiva, pero en general procura tomar tú las decisiones. El tesoro está en las Pirámides y esto tú ya lo sabías;

pero tuviste que pagar seis ovejas porque yo te ayudé a tomar una decisión.

El muchacho se guardó las piedras en el zurrón. De ahora en adelante, tomaría sus propias decisiones.

— No te olvides de que todo es una sola cosa. Y, sobre todo, no te olvides de llegar hasta el fin de tu Leyenda Personal.

«Antes, sin embargo, me gustaría contarte una pequeña historia:

«Cierto mercader envió a su hijo con el más sabio de todos los hombres para que aprendiera el Secreto de la Felicidad. El joven anduvo durante cuarenta días por el desierto, hasta que llegó a un hermoso castillo, en lo alto de una montaña. Allí vivía el sabio que buscaba.

«Sin embargo, en vez de encontrar a un hombre santo, nuestro héroe entró en una sala y vio una actividad inmensa; mercaderes que entraban y salían, personas conversando en los rincones, una pequeña orquesta que tocaba melodías suaves y una mesa repleta de los más deliciosos manjares de aquella región del mundo. El sabio conversaba con todos, y el joven tuvo que esperar dos horas para que le atendiera.

«El sabio escuchó atentamente el motivo de su visita, pero le dijo que en aquel momento no tenía tiempo de explicarle el Secreto de la Felicidad. Le sugirió que diese un paseo por su palacio y volviese dos horas más tarde.

«Pero quiero pedirte un favor — añadió el sabio entregándole una cucharilla de té en la que dejó caer dos gotas de aceite —. Mientras camines lleva esta cucharilla y cuida de que el aceite no se derrame.

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