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Paulo Coelho: El Alquimista

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Pero no era así como Osear Wilde acababa la historia.

El decía que, cuando Narciso murió, llegaron las Oréades — diosas del bosque — y vieron el lago transformado, de un lago de agua dulce que era, en un cántaro de lágrimas saladas.

— ¿Por qué lloras? — le preguntaron las Oréades.

— Lloro por Narciso — repuso el lago.

— ¡Ah, no nos asombra que llores por Narciso! — prosiguieron ellas —. Al fin y al cabo, a pesar de que nosotras siempre corríamos tras él por el bosque, tú eras el único que tenía la oportunidad de contemplar de cerca su belleza.

— ¿Pero Narciso era bello? — preguntó el lago.

— ¿Quién si no tú podría saberlo? — respondieron, sorprendidas, las Oréades —. En definitiva, era en tus márgenes donde él se inclinaba para contemplarse todos los días.

El lago permaneció en silencio unos instantes. Finalmente dijo:

— Yo lloro por Narciso, pero nunca me di cuenta de que Narciso fuera bello.

— Lloro por Narciso porque cada vez que él se inclinaba sobre mi orilla yo podía ver, en el fondo de sus ojos, reflejada mi propia belleza.

— ¡Qué bella historia! — dijo el Alquimista.

PRIMERA PARTE

El muchacho se llamaba Santiago. Comenzaba a oscurecer cuando llegó con su rebaño frente a una vieja iglesia abandonada. El techo se había derrumbado hacía mucho tiempo y un enorme sicómoro había crecido en el lugar que antes ocupaba la sacristía.

Decidió pasar allí la noche. Hizo que todas las ovejas entrasen por la puerta en ruinas y luego colocó algunas tablas de manera que no pudieran huir durante la noche. No había lobos en aquella región, pero cierta vez una se había escapado por la noche y él se había pasado todo el día siguiente buscando a la oveja prófuga.

Extendió su chaqueta en el suelo y se acostó, usando el libro que acababa de leer como almohada. Recordó, antes de dormir, que tenía que comenzar a leer libros más gruesos: se tardaba más en acabarlos y resultaban ser almohadas más confortables durante la noche.

Aún estaba oscuro cuando se despertó. Miró hacia arriba y vio que las estrellas brillaban a través del techo semiderruido.

«Hubiera querido dormir un poco más», pensó. Había tenido el mismo sueño que la semana pasada y otra vez se había despertado antes del final.

Se levantó y tomó un trago de vino. Después cogió el cayado y empezó a despertar a las ovejas que aún dormían. Se había dado cuenta de que, en cuanto él se despertaba, la mayor parte de los animales también lo hacía. Como si hubiera alguna misteriosa energía que uniera su vida a la de aquellas ovejas que desde hacía dos años recorrían con él la tierra, en busca de agua y alimento. «Ya se han acostumbrado tanto a mí que conocen mis horarios», dijo en voz baja. Reflexionó un momento y pensó que también podía ser lo contrario: que fuera él quien se hubiese acostumbrado al horario de las ovejas.

Algunas de ellas, no obstante, tardaban un poco más en levantarse; el muchacho las despertó una por una con su cayado, llamando a cada cual por su nombre. Siempre había creído que las ovejas eran capaces de entender lo que él les decía. Por eso de vez en cuando les leía fragmentos de los libros que le habían impresionado, o les hablaba de la soledad y de la alegría de un pastor en el campo, o les comentaba las últimas novedades que veía en las ciudades por las que solía pasar.

En los dos últimos días, sin embargo, el asunto que le preocupaba no había sido más que uno: la hija del comerciante que vivía en la ciudad adonde llegarían dentro de cuatro días. Sólo había estado allí una vez, el año anterior. El comerciante era dueño de una tienda de tejidos y le gustaba presenciar siempre el esquileo de las ovejas para evitar falsificaciones. Un amigo le había indicado la tienda, y el pastor llevó allí sus ovejas.

— Necesito vender lana — le dijo al comerciante.

La tienda del hombre estaba llena, y el comerciante rogó al pastor que esperase hasta el atardecer. El muchacho se sentó en la acera de enfrente de la tienda y sacó un libro de su zurrón.

— No sabía que los pastores fueran capaces de leer libros — dijo una voz femenina a su lado.

Era una joven típica de la región de Andalucía, con sus cabellos negros y lisos y unos ojos que recordaban vagamente a los antiguos conquistadores moros.

— Es porque las ovejas enseñan más que los libros — respondió el muchacho.

Se quedaron conversando durante más de dos horas. Ella le contó que era hija del comerciante y le habló de la vida en la aldea, donde cada día era igual que el anterior. El pastor le habló de los campos de Andalucía y sobre las últimas novedades que había visto en las ciudades que había visitado. Estaba contento por no tener que conversar siempre con las ovejas.

— ¿Cómo aprendiste a leer? — le preguntó la moza en un momento dado.

— Como todo el mundo — repuso el chico —. Yendo a la escuela.

— ¿Y si sabes leer, por qué no eres más que un pastor?

El muchacho dio una disculpa cualquiera para no responder a aquella pregunta. Estaba seguro de que la muchacha jamás lo entendería. Siguió contando sus historias de viaje, y los ojillos moros se abrían y se cerraban de espanto y sorpresa. A medida que transcurría el tiempo, el muchacho comenzó a desear que aquel día no se acabase nunca, que el padre de la joven siguiera ocupado durante mucho tiempo y le mandase esperar tres días. Se dio cuenta de que estaba sintiendo algo que nunca antes había sentido: las ganas de quedarse a vivir en una ciudad para siempre. Con la niña de los cabellos negros, los días nunca serían iguales.

Pero el comerciante finalmente llegó y le mandó esquilar cuatro ovejas. Después le pagó lo estipulado y le pidió que volviera al año siguiente.

Ahora faltaban apenas cuatro días para llegar nuevamente a la misma aldea. Estaba excitado y al mismo tiempo se sentía inseguro; tal vez la chica ya lo hubiera olvidado. Por allí pasaban muchos pastores para vender lana.

— No importa — dijo el muchacho a sus ovejas —. Yo también conozco a otras chicas en otras ciudades.

Pero en el fondo de su corazón, sabía que sí importaba. Y que tanto los pastores, como los marineros, como los viajantes de comercio siempre conocían una ciudad donde había alguien capaz de hacerles olvidar la alegría de viajar libres por el mundo.

Comenzó a rayar el día y el pastor colocó a las ovejas en dirección al sol. «Ellas nunca necesitan tomar una decisión — pensó —. Quizá por eso permanecen siempre tan cerca de mí.» La única necesidad que las ovejas sentían era la del agua y la de la comida. Mientras el muchacho conociese los mejores pastos de Andalucía, ellas continuarían siendo sus amigas. Aunque los días fueran todos iguales, con largas horas arrastrándose entre el nacimiento y la puesta del sol; aunque jamás hubieran leído un solo libro en sus cortas vidas y no conocieran la lengua de los hombres que contaban las novedades en las aldeas, ellas estaban contentas con su alimento, y eso bastaba. A cambio, ofrecían generosamente su lana, su compañía y — de vez en cuando — su carne.

«Si hoy me volviera un monstruo y decidiese matarlas, una por una, ellas sólo se darían cuenta cuando casi todo el rebaño hubiese sido exterminado — pensó el muchacho —. Porque confían en mí y se olvidaron de confiar en su propio instinto. Sólo porque las llevo hasta el agua y la comida.»

El muchacho comenzó a extrañarse de sus propios pensamientos. Quizá la iglesia, con aquel sicómoro creciendo dentro, estuviese embrujada. Había hecho que soñase el mismo sueño por segunda vez, y le estaba provocando una sensación de rabia contra sus compañeras, siempre tan fieles. Bebió un nuevo trago del vino que le había sobrado de la cena la noche anterior y apretó contra el cuerpo su chaqueta. Sabía que dentro de unas horas, con el sol alto, el calor sería tan fuerte que no podría conducir a las ovejas por el campo. Era la hora en que toda España dormía en verano. El calor se prolongaba hasta la noche y durante todo ese tiempo él tenía que cargar con la chaqueta. No obstante, cuando pensaba en quejarse de su peso, siempre se acordaba de que gracias a ella no había sentido frío por la mañana.

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