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Paulo Coelho: El Alquimista

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El muchacho cavó toda la noche en el lugar marcado sin encontrar nada. Desde lo alto de las Pirámides, los siglos lo contemplaban en silencio. Pero el muchacho no desistía: cavaba y cavaba, luchando contra el viento, que muchas veces volvía a echar la arena en el agujero. Sus manos, cansadas, terminaron lastimadas, pero el muchacho seguía teniendo fe en su corazón. Y su corazón le había dicho que cavara donde hubieran caído sus lágrimas.

De repente, cuando estaba intentando sacar algunas piedras que habían aparecido, el muchacho oyó pasos. Algunas personas se acercaron a él. Estaban contra la luna, y no podía ver sus ojos ni su rostro.

— ¿Qué estás haciendo ahí? — preguntó uno de los bultos.

El muchacho no respondió. Pero tuvo miedo. Ahora tenía un tesoro para desenterrar, y por eso tenía miedo.

— Somos refugiados de la guerra de los clanes — dijo otro bulto —. Tenemos que saber qué escondes ahí. Necesitamos dinero.

— No escondo nada — repuso el muchacho.

Pero uno de los recién llegados lo agarró y lo sacó fuera del agujero. Otro comenzó a revisar sus bolsillos. Y encontraron el pedazo de oro.

— ¡Tiene oro! — exclamó uno de los asaltantes.

La luna iluminó el rostro del asaltante que lo estaba registrando y él pudo ver la muerte en sus ojos.

— Debe de haber más oro escondido en el suelo — dijo otro.

Y obligaron al muchacho a cavar. El muchacho continuó cavando y no encontraba nada. Entonces empezaron a pegarle. Continuaron pegándole hasta que aparecieron los primeros rayos del sol en el cielo. Su ropa quedó hecha jirones, y él sintió que su muerte estaba próxima.

«¿De qué sirve el dinero, si tienes que morir? Pocas veces el dinero es capaz de librar a alguien de la muerte», había dicho el Alquimista.

— ¡Estoy buscando un tesoro! — gritó finalmente el muchacho. E incluso con la boca herida e hinchada a puñetazos, contó a los salteadores que había soñado dos veces con un tesoro escondido junto a las Pirámides de Egipto.

El que parecía el jefe permaneció largo rato en silencio. Después habló con uno de ellos:

— Puedes dejarlo. No tiene nada más. Debe de haber robado este oro.

El muchacho cayó con el rostro en la arena. Dos ojos buscaron los suyos; era el jefe de los salteadores. Pero el muchacho estaba mirando a las Pirámides.

— ¡Vamonos! — dijo el jefe a los demás. Después se dirigió al muchacho —: No vas a morir — aseguró —. Vas a vivir y a aprender que el hombre no puede ser tan estúpido. Aquí mismo, en este lugar donde estás tú ahora, yo también tuve un sueño repetido hace casi dos años. Soñé que debía ir hasta los campos de España y buscar una iglesia en ruinas donde los pastores acostumbraban a dormir con sus ovejas y que tenía un sicómoro dentro de la sacristía. Según el sueño, si cavaba en las raíces de ese sicómoro, encontraría un tesoro escondido. Pero no soy tan estúpido como para cruzar un desierto sólo porque tuve un sueño repetido.

Después se fue.

El muchacho se levantó con dificultad y contempló una vez más las Pirámides. Las Pirámides le sonreían, y él les devolvió la sonrisa, con el corazón repleto de felicidad.

Había encontrado el tesoro.

EPÍLOGO

El muchacho se llamaba Santiago. Llegó a la pequeña iglesia abandonada cuando ya estaba casi anocheciendo. El sicómoro aún continuaba en la sacristía, y aún se podían ver las estrellas a través del techo semiderruido. Recordó que una vez había estado allí con sus ovejas y que había pasado una noche tranquila, aunque tuvo aquel sueño.

Ahora ya no tenía el rebaño. En cambio, llevaba una pala consigo.

Permaneció mucho tiempo contemplando el cielo. Después sacó del zurrón una botella de vino y bebió. Se acordó de la noche en el desierto, cuando también había mirado las estrellas y bebido vino con el Alquimista. Pensó en los numerosos caminos que había recorrido y en la extraña manera que tenía Dios de mostrarle el tesoro. Si no hubiera creído en los sueños repetidos, no habría encontrado a la gitana, ni al rey, ni al ladrón, ni… «bueno, la lista es muy larga. Pero el camino estaba escrito por las señales, y yo no podía equivocarme», dijo para sus adentros.

Se durmió sin darse cuenta y cuando despertó, el sol ya estaba alto. Entonces comenzó a cavar en la raíz del sicómoro.

«Viejo brujo — pensaba el muchacho —, lo sabías todo. Incluso guardaste aquel poco de oro para que yo pudiera volver hasta esta iglesia. El monje se rió cuando me vio regresar con la ropa hecha jirones. ¿No podías haberme ahorrado eso?»

«No — escuchó que respondía el viento. Si te lo hubiese dicho, no habrías visto las Pirámides. Son muy bonitas, ¿no crees?»

Era la voz del Alquimista. El muchacho sonrió y continuó cavando. Media hora después, la pala golpeó algo sólido. Una hora después tenía ante sí un baúl lleno de viejas monedas de oro españolas. También había pedrería, máscaras de oro con plumas blancas y rojas, ídolos de piedra con brillantes incrustados. Piezas de una conquista que el país ya había olvidado mucho tiempo atrás, y que el conquistador olvidó contar a sus hijos.

El muchacho sacó a Urim y Tumim del zurrón, Había utilizado las piedras solamente una vez, una mañana en un mercado. La vida y su camino estuvieron siempre llenos de señales.

Guardó a Urim y a Tumim en el baúl de oro. Era también parte de su tesoro, porque le recordaban a un viejo rey que jamás volvería a encontrar.

«Realmente la vida es generosa con quien vive su Leyenda Personal — pensó el muchacho. Entonces se acordó de que tenía que ir a Tarifa para dar la décima parte de todo aquello a la gitana —. Qué listos son los gitanos», se dijo. Tal vez fuese porque viajaban tanto.

Pero el viento volvió a soplar. Era el Levante, el viento que venía de África. No traía el olor del desierto, ni la amenaza de invasión de los moros. Por el contrario, traía un perfume que él conocía bien, y el sonido de un beso — que fue llegando despacio, despacio, hasta posarse en sus labios.

El muchacho sonrió. Era la primera vez que ella hacía eso.

— Ya voy, Fátima — dijo él.

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