Paulo Coelho - El Alquimista

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— Tardaré un poco — advirtió el muchacho.

— No tenemos prisa — respondió el general —. Somos hombres del desierto.

El muchacho comenzó a mirar al frente, hacia el horizonte. En la lejanía se divisaban montañas, rocas y plantas rastreras que insistían en vivir en un lugar en el que la supervivencia era imposible. Allí estaba el desierto, que él había recorrido durante tantos meses y del que, aun así, sólo conocía una pequeña parte. En esta pequeña parte había encontrado ingleses, caravanas, guerras de clanes y un oasis con cincuenta mil palmeras y trescientos pozos.

— ¿Qué haces aquí de nuevo? — le preguntó el desierto —. ¿Acaso no nos contemplamos suficientemente ayer?

— En algún punto guardas a la persona que amo — dijo el muchacho —. Entonces, cuando miro a tus arenas, también la veo a ella. Quiero volver junto a ella, y necesito tu ayuda para transformarme en viento.

— ¿Qué es el amor? — preguntó el desierto.

— El amor es cuando el halcón vuela sobre tus arenas. Porque para él, tú eres un campo verde, y él nunca volvió sin caza. Él conoce tus rocas, tus dunas y tus montañas, y tú eres generoso con él.

— El pico del halcón arranca pedazos de mí — dijo el desierto —. Durante años yo crío su caza, la alimento con la escasa agua que tengo, le muestro dónde está la comida. Y un día, justamente cuando yo empezaba a sentir el cariño de la caza sobre mis arenas, el halcón baja del cielo y se lleva lo que yo crié.

— Pero tú criaste la caza precisamente para eso — respondió el muchacho —. Para alimentar al halcón.

Y el halcón alimentará al hombre. Y el hombre entonces alimentará un día tus arenas, de donde volverá a surgir la caza. Así se mueve el mundo.

— ¿Y eso es el amor?

— Sí, eso es el amor. Es lo que hace que la caza se transforme en halcón, el halcón en hombre y el hombre de nuevo en desierto. Es esto lo que hace que el plomo se transforme en oro, y que el oro vuelva a esconderse bajo la tierra.

— No entiendo tus palabras — dijo el desierto.

— Entonces entiende que en algún lugar de tus arenas, una mujer me espera. Y para poder regresar con ella, tengo que transformarme en viento.

El desierto guardó silencio durante unos instantes.

— Yo te ofrezco mis arenas para que el viento pueda soplar. Pero yo solo no puedo hacer nada. Pide ayuda al viento.

Una pequeña brisa comenzó a soplar. Los comandantes oían al muchacho a lo lejos, hablando un lenguaje que desconocían.

El Alquimista sonreía.

El viento se acercó al muchacho y tocó su rostro. Había escuchado su conversación con el desierto, porque los vientos siempre lo oyen todo. Recorrían el mundo sin un lugar donde nacer y sin un lugar donde morir.

— Ayúdame — le pidió el muchacho al viento —. Un día escuché en ti la voz de mi amada.

— ¿Quién te enseñó a hablar el lenguaje del desierto y del viento?

— Mi corazón — repuso el muchacho.

El viento tenía muchos nombres. Allí lo llamaban siroco, porque los árabes creían que provenía de tierras cubiertas de agua, habitadas por hombres negros. En la tierra lejana de donde procedía el muchacho lo llamaban Levante, porque creían que traía las arenas del desierto y los gritos de guerra de los moros. Tal vez en algún lugar más allá de los campos de ovejas, los hombres pensaran que el viento nacía en Andalucía. Pero el viento no venía de ninguna parte, y no iba a ninguna parte, y por eso era más fuerte que el desierto. Un día ellos podrían plantar árboles en el desierto, e incluso criar ovejas, pero jamás conseguirían dominar el viento.

— Tú no puedes ser viento — le dijo el viento —. Somos de naturalezas diferentes.

— No es verdad — replicó el muchacho —. Conocí los secretos de la Alquimia mientras vagaba por el mundo contigo. Tengo en mí los vientos, los desiertos, los océanos, las estrellas, y todo lo que fue creado en el Universo. Fuimos hechos por la misma Mano, y tenemos la misma Alma. Quiero ser como tú, penetrar en todos los rincones, atravesar los mares, levantar la arena que cubre mi tesoro, acercar a mí la voz de mi amada.

— Escuché tu conversación con el Alquimista el otro día — dijo el viento —. Él dijo que cada cosa tiene su Leyenda Personal. Las personas no pueden transformarse en viento.

— Enséñame a ser viento durante unos instantes — le pidió el muchacho —, para que podamos conversar sobre las posibilidades ilimitadas de los hombres y de los vientos.

El viento era curioso, y aquello era algo que él no conocía. Le gustaría conversar sobre aquel asunto, pero no sabía cómo transformar a los hombres en viento. ¡Y eso que sabía hacer infinidad de cosas! Construía desiertos, hundía barcos, derribaba bosques enteros y paseaba por ciudades llenas de música y de ruidos extraños. Se consideraba ilimitado y, sin embargo, ahí estaba ese muchacho diciéndole que aún había más cosas que un viento podía hacer.

— Es eso que llaman Amor — dijo el muchacho al ver que el viento estaba a punto de acceder a su petición —. Cuando se ama es cuando se consigue ser algo de la Creación. Cuando se ama no tenemos ninguna necesidad de entender lo que sucede, porque todo pasa a suceder dentro de nosotros, y los hombres pueden transformarse en viento. Siempre que los vientos ayuden, claro está.

El viento era muy orgulloso y le molestó lo que el chico decía. Comenzó a soplar con más fuerza, levantando las arenas del desierto. Pero finalmente tuvo que reconocer que, aun habiendo recorrido el mundo entero, no sabía cómo transformar a los hombres en viento. Y no conocía el Amor.

— Mientras paseaba por el mundo noté que muchas personas hablaban de amor mirando hacia el cielo — dijo el viento, furioso por tener que aceptar sus limitaciones —. Tal vez sea mejor preguntar al cielo.

— Entonces ayúdame — dijo el muchacho —. Llena este lugar de polvo para que yo pueda mirar al sol sin quedarme ciego.

El viento sopló con mucha fuerza, y el cielo se llenó de arena, dejando apenas un disco dorado en el lugar del sol.

Desde el campamento resultaba muy difícil ver lo que sucedía. Los hombres del desierto ya conocían aquel viento. Se llamaba simún, y era peor que una tempestad en el mar (porque ellos no conocían el mar). Los caballos relinchaban y las armas empezaron a quedar cubiertas de arena.

En el peñasco, uno de los comandantes le dijo al general:

— Quizá sea mejor parar todo esto.

Ya casi no podían ver al muchacho. Los rostros seguían cubiertos por los velos azules, pero los ojos ahora transmitían solamente espanto.

— Vamos a poner fin a esto — insistió otro comandante.

— Quiero ver la grandeza de Alá — dijo, con respeto, el general —. Quiero ver cómo los hombres se transforman en viento.

Pero anotó mentalmente el nombre de los dos hombres que habían tenido miedo. En cuanto el viento parase, los destituiría de sus respectivos puestos, porque los hombres del desierto no sienten miedo.

— El viento me dijo que tú conoces el Amor — dijo el muchacho al Sol —. Si conoces el Amor, conoces también el Alma del Mundo, que está hecha de Amor.

— Desde donde estoy puedo ver el Alma del Mundo — dijo el Sol —. Ella se comunica con mi alma y los dos juntos hacemos crecer las plantas y caminar en busca de sombra a las ovejas. Desde donde estoy, y estoy muy lejos del mundo, aprendí a amar. Sé que si me aproximo un poco más a la Tierra, todo lo que hay en ella morirá, y el Alma del Mundo

dejará de existir. Entonces nos contemplamos y nos queremos, y yo le doy vida y calor y ella me da una razón para vivir.

— Tú conoces el Amor — aseguró el muchacho.

— Y conozco el Alma del Mundo, porque conversamos mucho en este viaje sin fin por el Universo. Ella me cuenta que su mayor preocupación es que, hasta hoy, sólo los minerales y los vegetales entendieron que todo es una sola cosa. Y para eso no es necesario que el hierro sea igual que el cobre, ni que el cobre sea igual que el oro. Cada uno cumple su función exacta en esta cosa única, y todo sería una Sinfonía de Paz si la Mano que escribió todo esto se hubiera detenido en el quinto día de la creación.

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