Paulo Coelho - El Alquimista
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«Otros consiguieron la Piedra de manera accidental. Ya tenían el don, sus almas estaban más despiertas que las de otras personas. Pero éstos no cuentan, pues no abundan.
«Otros, finalmente, sólo buscaban el oro. Éstos jamás descubrieron el secreto. Se olvidaron de que el plomo, el cobre y el hierro también tienen su Leyenda Personal para cumplir. Quien interfiere en la Leyenda Personal de los otros nunca descubrirá la suya.
Las palabras del Alquimista sonaron como una maldición. El muchacho se inclinó y recogió una concha del suelo del desierto.
— Esto un día ya fue un mar — dijo el Alquimista.
— Ya me había dado cuenta — repuso el muchacho.
El Alquimista le pidió que se colocara la concha en el oído. Él ya lo había hecho muchas veces de niño, y escuchó, como entonces, el sonido del mar.
— El mar continúa dentro de esta concha, porque es su Leyenda Personal. Y jamás la abandonará, hasta que el desierto se cubra nuevamente de agua.
Después montaron en sus caballos y prosiguieron en dirección a las Pirámides de Egipto.
El sol había comenzado a descender cuando el corazón del muchacho dio señal de peligro. Estaban en medio de gigantescas dunas, y el muchacho miró al Alquimista, pero al parecer éste no había notado nada. Cinco minutos más tarde vio, delante de ellos, las siluetas de dos jinetes recortadas contra el sol. Antes de que pudiese hablar con el Alquimista, los dos jinetes se transformaron en diez, después en cien, hasta que las gigantescas dunas quedaron cubiertas por ellos.
Eran guerreros vestidos de azul, con una tiara negra sobre el turbante. Llevaban el rostro tapado por otro velo azul que sólo dejaba al descubierto los ojos.
Aun a distancia, los ojos mostraban la fuerza de sus almas. Y esos ojos hablaban de muerte.
Los llevaron a un campamento militar en las inmediaciones. Un soldado empujó al muchacho y al Alquimista al interior de una
tienda, donde se hallaban reunidos un comandante y su estado mayor. La tienda era diferente de las que había conocido en el oasis.
— Son los espías — anunció uno de los hombres.
— Sólo somos viajeros — replicó el Alquimista.
— Se os ha visto en el campamento enemigo hace tres días. Y estuvisteis hablando con uno de los guerreros.
— Soy un hombre que camina por el desierto y conoce las estrellas — dijo el Alquimista —. No tengo informaciones de tropas o de movimiento de clanes. Sólo estoy guiando a mi amigo hasta aquí.
— ¿Quién es tu amigo? — preguntó el comandante.
— Un Alquimista — repuso el Alquimista —. Conoce los poderes de la naturaleza. Y desea mostrar al comandante su capacidad extraordinaria.
El muchacho, aterrado, escuchaba en silencio.
— ¿Qué hace un extranjero en nuestra tierra? — quiso saber otro hombre.
— Ha traído dinero para ofrecer a vuestro clan — respondió el Alquimista antes de que el chico pudiese abrir la boca. Le cogió la bolsa y entregó las monedas de oro al general.
El árabe las aceptó en silencio. Permitían comprar muchas armas.
— ¿Qué es un Alquimista? — preguntó finalmente.
— Un hombre que conoce la naturaleza y el mundo.
Si él quisiera, destruiría este campamento sólo con la fuerza del viento.
Los hombres rieron. Estaban acostumbrados a la fuerza de la guerra, y el viento no detiene un golpe mortal. Dentro del pecho de cada uno, sin embargo, sus corazones se encogieron. Eran hombres del desierto y como tales temían a los hechiceros.
— Quiero verlo — dijo el general.
— Necesitamos tres días — respondió el Alquimista —. Y él se transformará en viento para mostrar la fuerza de su poder. Si no lo consigue, nosotros os ofrecemos humildemente nuestras vidas, en honor de vuestro clan.
— No puedes ofrecerme lo que ya es mío — dijo, arrogante, el general.
Pero concedió tres días a los viajeros.
El muchacho estaba paralizado de terror. Salió de la tienda porque el Alquimista lo sostenía por el brazo.
— No dejes que perciban tu miedo — dijo el Alquimista —. Son hombres valientes, y desprecian a los cobardes.
El muchacho, no obstante, se había quedado sin voz. Sólo consiguió hablar después de algún tiempo, mientras caminaban por el campamento. No era necesario encerrarlos: los árabes se habían limitado a quitarles los caballos. Y una vez más el mundo mostró sus múltiples lenguajes; el desierto, que antes era un terreno libre e infinito, se había convertido ahora en una muralla infranqueable.
— ¡Les ha dado todo mi tesoro! — exclamó el muchacho —. ¡Todo lo que gané en toda mi vida!
— ¿Y de qué te serviría si murieras? — replicó el Alquimista —. Tu dinero te ha salvado por tres días. Pocas veces el dinero sirve para retrasar la muerte.
Pero el muchacho estaba demasiado asustado para escuchar palabras sabias. No sabía cómo transformarse en viento. No era un Alquimista.
El Alquimista pidió té a un guerrero y colocó un poco en las muñecas del muchacho, sobre la vena que transmite el pulso. Una ola de tranquilidad inundó su cuerpo, mientras el Alquimista decía unas palabras que él no conseguía entender.
— No te desesperes — dijo el Alquimista con una voz extrañamente dulce —, porque esto impide que puedas conversar con tu corazón.
— Pero yo no sé transformarme en viento.
— Quien vive su Leyenda Personal sabe todo lo que necesita saber. Sólo una cosa hace que un sueño sea imposible: el miedo a fracasar.
— No tengo miedo de fracasar. Simplemente no sé transformarme en viento.
— Pues tendrás que aprender. Tu vida depende de ello.
— ¿Y si no lo consigo?
— Morirás mientras estabas viviendo tu Leyenda Personal. Pero eso ya es mucho mejor que morir como millones de personas que jamás supieron que la Leyenda Personal existía.
«Mientras tanto, no te preocupes. Generalmente la muerte hace que las personas se tornen más sensibles a la vida.
Pasó el primer día. Hubo una gran batalla en las inmediaciones, y varios heridos fueron trasladados al campamento militar. «Nada cambia con la muerte», pensaba el muchacho. Los guerreros que morían eran sustituidos por otros, y la vida continuaba.
— Podrías haber muerto más tarde, amigo mío — dijo el guarda al cuerpo de un compañero suyo —. Podrías haber muerto cuando llegase la paz. Pero hubieras terminado muriendo de cualquier manera.
Al caer el día, el muchacho fue a buscar al Alquimista. Llevaba al halcón hacia el desierto.
— No sé transformarme en viento — repitió el muchacho.
— Acuérdate de lo que te dije: el mundo no es más que la parte visible de Dios. Y que la Alquimia es traer al plano material la perfección espiritual.
— ¿Y ahora qué hace?
— Alimento a mi halcón.
— Si no consigo transformarme en viento, moriremos — dijo el muchacho —. ¿Para qué alimentar al halcón?
— Quien morirá eres tú — replicó el Alquimista —. Yo sé transformarme en viento.
El segundo día, el muchacho fue hasta lo alto de una roca que quedaba cerca del campamento. Los centinelas lo dejaron pasar; ya habían oído hablar del brujo que se transformaba en viento, y no querían acercarse a él. Además, el desierto era una enorme e infranqueable muralla.
Se pasó el resto de la tarde del segundo día mirando al desierto. Escuchó a su corazón. Y el desierto escuchó su angustia.
Ambos hablaban la misma lengua.
Ai tercer día, el general se reunió con los principales comandantes.
— Vamos a ver al muchacho que se transforma en viento — dijo el general al Alquimista.
— Vamos a verlo — repuso el Alquimista.
El muchacho los condujo hasta el lugar donde había estado el día anterior. Entonces les pidió a todos que se sentaran.
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