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Paulo Coelho: El Alquimista

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«El joven comenzó a subir y bajar las escalinatas del palacio manteniendo siempre los ojos fijos en la cuchara. Pasadas las dos horas, retornó a la presencia del sabio.

«¿Qué tal? — preguntó el sabio —. ¿Viste los tapices de Persia que hay en mi comedor? ¿Viste el jardín que el Maestro de los Jardineros tardó diez años en crear? ¿Reparaste en los bellos pergaminos de mi biblioteca?

«El joven, avergonzado, confesó que no había visto nada. Su única preocupación había sido no derramar las gotas de aceite que el Sabio le había confiado.

«Pues entonces vuelve y conoce las maravillas de mi mundo — dijo el Sabio —. No puedes confiar en un hombre si no conoces su casa.

«Ya más tranquilo, el joven cogió nuevamente la cuchara y volvió a pasear por el palacio, esta vez mirando con atención todas las obras

de arte que adornaban el techo y las paredes. Vio los jardines, las montañas a su alrededor, la delicadeza de las flores, el esmero con que cada obra de arte estaba colocada en su lugar. De regreso a la presencia del sabio, le relató detalladamente todo lo que había visto.

«¿Pero dónde están las dos gotas de aceite que te confié? — preguntó el Sabio.

«El joven miró la cuchara y se dio cuenta de que las había derramado.

«Pues éste es el único consejo que puedo darte — le dijo el más Sabio de los Sabios —. El secreto de la felicidad está en mirar todas las maravillas del mundo, pero sin olvidarse nunca de las dos gotas de aceite en la cuchara.

El muchacho guardó silencio. Había comprendido la historia del viejo rey. A un pastor le gusta viajar, pero jamás olvida a sus ovejas.

El viejo miró al muchacho y con las dos manos extendidas hizo algunos gestos extraños sobre su cabeza. Después cogió las ovejas y siguió su camino.

En lo alto de la pequeña ciudad de Tarifa existe un viejo fuerte construido por los moros, y quien se sienta en sus murallas consigue ver al mismo tiempo una plaza, un vendedor de palomitas de maíz y un pedazo de África. Melquisedec, el rey de Salem, se sentó en la muralla del fuerte aquella tarde y sintió el viento de Levante en su rostro. Las ovejas se agitaban a su lado, temerosas de su nuevo dueño, y excitadas ante tantos cambios. Todo lo que ellas querían era sólo comida y agua.

Melquisedec contempló el pequeño barco que estaba zarpando del puerto. Nunca más volvería a ver al muchacho, del mismo modo que jamás volvió a ver a Abraham, después de haberle cobrado el diezmo. No obstante, ésta era su obra.

Los dioses no deben tener deseos, porque los dioses no tienen Leyenda Personal. Sin embargo, el rey de Salem deseó íntimamente que el muchacho tuviera éxito.

«Lástima que se olvidará en seguida de mi nombre — pensó —. Debería habérselo repetido varias veces. Así, cuando hablase de mí, diría que soy Melquisedec, el rey de Salem.»

Después miró hacia el cielo, un poco arrepentido.

«Sé que es vanidad de vanidades, como Tú dijiste, Señor. Pero un viejo rey a veces tiene que estar orgulloso de sí mismo.»

«Qué extraña es África», pensó el muchacho.

Estaba sentado en una especie de bar igual que otros bares que había encontrado en las callejuelas estrechas de la ciudad. Algunas personas fumaban una pipa gigante que se pasaban de boca en boca. En pocas horas había visto a hombres cogidos de la mano, mujeres con el rostro cubierto y sacerdotes que subían a altas torres y comenzaban a cantar, mientras todos a su alrededor se arrodillaban y golpeaban la cabeza contra el suelo.

«Cosas de infieles», se dijo. Cuando era niño, veía siempre en la iglesia de su aldea una imagen de Santiago Matamoros en su caballo blanco, con la espada desenvainada y figuras como aquéllas bajo sus pies. El muchacho se sentía mal y terriblemente solo. Los infieles tenían una mirada siniestra.

Además de eso, con las prisas de viajar, se había olvidado de un detalle, un único detalle que podía alejarlo de su tesoro por mucho tiempo: en aquel país todos hablaban árabe.

El dueño del bar se aproximó y el muchacho le señaló una bebida que había servido en otra mesa. Era un té amargo. Hubiera preferido beber vino.

Pero no debía preocuparse por eso ahora. Tenía que pensar exclusivamente en su tesoro y en la manera de conseguirlo. La venta de las ovejas lo había dejado con bastante dinero en el bolsillo, y el muchacho sabía que el dinero era mágico: con él nadie está solo jamás. Dentro de poco, quizá unos pocos días, estaría junto a las Pirámides. Un viejo con todo aquel oro en el pecho no tenía necesidad de mentir para obtener seis ovejas.

El viejo le había hablado de señales. Mientras atravesaba el mar, había estado pensando en las señales. Sí, sabía a qué se refería: durante el tiempo en que estuvo en los campos de Andalucía se había acostumbrado a leer en la tierra y en los cielos las condiciones del camino que debía seguir. Había aprendido que cierto pájaro indicaba la cercanía de alguna serpiente, y que determinado arbusto era señal de la presencia de agua a pocos kilómetros. Las ovejas le habían enseñado todo eso.

«Si Dios conduce tan bien a las ovejas, también conducirá al hombre», reflexionó, y se quedó más tranquilo. El té parecía menos amargo.

— ¿Quién eres? — oyó que le preguntaba una voz en español.

El muchacho se sintió inmensamente aliviado. Estaba pensando en señales y alguien había aparecido.

— ¿Cómo es que hablas español? — se interesó.

El recién llegado era un hombre joven vestido a la manera de los occidentales, pero el color de su piel indicaba que debía de ser de aquella ciudad. Tendría más o menos su misma altura y edad.

— Aquí casi todo el mundo habla español. Estamos sólo a dos horas de España.

— Siéntate y pide algo por mi cuenta — le ofreció el muchacho —. Y pide un vino para mí. Detesto este té.

— No hay vino en este país — dijo el recién llegado —. La religión no lo permite.

El muchacho le explicó entonces que tenía que llegar a las Pirámides. Estuvo a punto de hablarle del tesoro, pero decidió callarse. El árabe era capaz de querer una parte a cambio de llevarlo hasta allí. Se acordó de lo que el viejo le había dicho respecto a los ofrecimientos.

— Me gustaría que me llevaras, si es posible. Puedo pagarte como guía.

— ¿Tú tienes idea de cómo se llega hasta allí?

El muchacho se dio cuenta de que el dueño del bar andaba cerca, escuchando atentamente la conversación. Se sentía molesto por su presencia; pero había encontrado un guía, y no podía perder aquella oportunidad.

— Hay que atravesar todo el desierto del Sahara — continuó el recién llegado —, y para eso se necesita dinero. Quiero saber si tienes el dinero suficiente.

Al muchacho le extrañó la pregunta que le había formulado el recién llegado. Pero confiaba en el viejo, y el viejo le había dicho que cuando se quiere una cosa, el Universo siempre conspira a favor.

Sacó su dinero del bolsillo y se lo mostró. El dueño del bar se acercó y miró también. Los dos intercambiaron algunas palabras en árabe. El dueño del bar parecía irritado.

— ¡Vamonos! — dijo el recién llegado —. Él no quiere que nos quedemos aquí.

El muchacho se sintió aliviado: Se levantó para pagar la cuenta, pero el dueño lo agarró y comenzó a hablarle sin parar. Aunque era fuerte, estaba en una tierra extranjera. Fue su nuevo amigo quien empujó al dueño hacia un lado y acompañó al chico hasta la calle.

— Quería tu dinero — dijo —. Tánger no es igual que el resto de África. Estamos en un puerto, y en los puertos hay siempre muchos ladrones.

Podía confiar en su nuevo amigo. Le había ayudado en una situación crítica. Sacó nuevamente el dinero y lo contó.

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