– De acuerdo.
Me dirigí a la zona de mujeres de la mezquita. Soraya estaba en las escaleras junto a su madre y un par de señoras que reconocí vagamente del día de la boda. Le hice una señal. Ella le dijo algo a su madre y se acercó a mí.
– ¿Podemos dar un paseo? -inquirí.
– Claro. -Me dio la mano.
Caminamos en silencio por un zigzagueante sendero de gravilla flanqueado por una hilera de arbustos bajos. Nos sentamos en un banco y observamos a una pareja de ancianos que estaban arrodillados junto a una tumba situada unas cuantas hileras más allá. En ese momento, depositaban un ramo de margaritas sobre la lápida.
– ¿Soraya?
– ¿Sí?
– Voy a echarlo de menos.
Me puso la mano en el regazo. La chila de Baba brillaba en su dedo anular. Detrás de ella, alejándose por Mission Boulevard, veía a todos los que habían asistido al funeral. Pronto nos marcharíamos también nosotros, y, por primera vez, Baba se quedaría completamente solo.
Soraya me atrajo hacia ella y por fin llegaron las lágrimas.
Soraya y yo no pasamos por el período de compromiso y, por esa razón, prácticamente todo lo que conocía sobre los Taheri lo supe después de entrar en la familia como casado. Supe, por ejemplo, que el general sufría una vez al mes migrañas cegadoras que le duraban casi una semana. Cuando aparecían los dolores de cabeza, el general entraba en su dormitorio, se desnudaba, apagaba la luz, cerraba la puerta con llave y no volvía a salir hasta que el dolor había remitido. Nadie tenía permiso para entrar, ni siquiera para llamar a la puerta. Finalmente, acababa saliendo, una vez más vestido con su traje gris, con olor a sueño y a sábanas y con los ojos hinchados e inyectados en sangre. Supe por Soraya que él y Kanum Taheri dormían en habitaciones separadas desde que ella podía recordar. Supe también que era quisquilloso, por ejemplo cuando probaba el qurma que su esposa le servía. Resoplaba y lo empujaba para que se lo retirase. «Te prepararé otra cosa», decía Kanum Taheri, pero él la ignoraba, ponía cara larga y comía pan con cebolla. Soraya se enfadaba y su madre lloraba. Soraya me explicó que su padre tomaba antidepresivos. Supe que había mantenido a su familia gracias a la beneficencia y que en Estados Unidos nunca había trabajado; prefería aceptar los cheques en metálico que emitía el gobierno antes que degradarse con un trabajo inapropiado para un hombre de su categoría… Consideraba el mercadillo como una afición, una forma de relacionarse con sus compañeros afganos. El general creía que, tarde o temprano, Afganistán sería liberado, la monarquía restablecida y volverían a reclamar sus servicios. Por eso cada día se vestía con el traje gris, observaba el reloj de bolsillo y esperaba.
Supe que Kanum Taheri (a quien ahora llamaba Khala Jamila) había sido famosa en Kabul por su encantadora voz. A pesar de no haber cantado nunca como profesional, tenía talento para ello… Supe que era capaz de cantar canciones folklóricas, ghazals , incluso raga , normalmente de dominio exclusivo de los hombres. Pero por más que al general le gustara escuchar música (de hecho, tenía una considerable colección de cintas de ghazals clásicos interpretados por cantantes afganos e hindúes), consideraba que era mejor dejar su interpretación en manos de artistas de reputación inferior. Una de las condiciones que impuso el general al contraer matrimonio fue que ella nunca cantara en público. Soraya me explicó que su madre había querido cantar en la ceremonia de nuestra boda, una única canción, pero el general le lanzó una de sus miradas, con lo que el asunto quedó zanjado. Khala Jamila jugaba a la lotería una vez por semana y veía el programa de Johnny Carson todas las noches. Pasaba los días en el jardín, cuidando sus rosas, sus geranios, sus patateras y sus orquídeas.
Cuando me casé con Soraya, las flores y Johnny Carson pasaron a ocupar un lugar menos destacado. Yo era la nueva ilusión en la vida de Khala Jamila. A diferencia de los modales reservados y diplomáticos del general (él nunca me corregía cuando me dirigía a él como «general sahib »), Khala Jamila no guardaba como un secreto lo mucho que me adoraba. En primer lugar, escuché su impresionante lista de enfermedades, algo a lo que el general hacía oídos sordos desde hacía mucho tiempo. Soraya me contó que desde que su madre había sufrido el ataque, cada palpitación que sentía en el pecho era un infarto, cada articulación dolorida, el principio de una artritis reumatoide, y cada contracción en el ojo, un nuevo ataque. Recuerdo la primera vez que Khala Jamila me mencionó que tenía un bulto en la garganta.
– Mañana no iré a la universidad y la acompañaré al médico -le dije, a lo que el general me sonrió y repuso:
– Entonces será mejor que cuelgues los libros, bachem . Los cuadros médicos de tu Khala son como las obras de Rumi: llegan por volúmenes.
Pero no era tan sólo que hubiera encontrado a alguien dispuesto a escuchar sus monólogos sobre enfermedades. Yo creía firmemente que, aunque hubiera cogido un rifle y cometido una masacre, habría seguido disfrutando de su amor inquebrantable. Porque había liberado su corazón de la peor enfermedad. La había liberado del mayor miedo de cualquier madre afgana: que ningún khastegar honorable pidiera la mano de su hija. Que su hija se hiciera mayor sola, sin marido, sin hijos. Toda mujer necesitaba un marido. Aunque silenciara sus canciones.
Y, por boca de Soraya, conocí los detalles de lo sucedido en Virginia.
Estábamos en una boda. El tío de Soraya, Sharif, el que trabajaba para el INS, casaba a su hijo con una joven afgana de Newark. La boda tenía lugar en el mismo salón donde, seis meses antes, Soraya y yo habíamos celebrado nuestro awroussi . Nos encontrábamos entre un grupo de invitados observando cómo la novia aceptaba los anillos por parte de la familia del novio, cuando oímos la conversación de dos mujeres de mediana edad que nos daban la espalda en esos momentos.
– Qué novia más encantadora -dijo una de ellas-. Mírala. Tan maghbool como la luna.
– Sí -dijo la otra-. Y pura, además. Virtuosa. Sin novios.
– Lo sé. Te digo que este chico hizo bien no casándose con su prima.
Soraya estalló en el camino de vuelta a casa. Frené el Ford y paré bajo la luz de una farola en Fremont Boulevard.
– No pasa nada -dije, retirándole el cabello de la cara-. ¿A quién le importa eso?
– Es malditamente injusto -me espetó.
– Olvídalo.
– Sus hijos salen de discotecas en busca de ganado, dejan preñadas a las muchachas y tienen hijos fuera del matrimonio. Y nadie hace un maldito comentario. ¡Oh, sólo son hombres que se divierten! Yo cometo un error, y de repente todo el mundo habla de nang y namoos y tienen que restregármelo por la cara el resto de mi vida. -Con el pulgar le sequé una lágrima que le resbalaba por la barbilla, justo por encima de su marca de nacimiento-. No te lo dije -continuó Soraya, frotándose los ojos-, pero aquella noche apareció mi padre con una pistola. Le dijo… que tenía dos balas en la recámara, una para él y otra para él mismo si yo no regresaba a casa. Yo gritaba, llamé a mi padre por todos los nombres imaginables, le dije que no podía tenerme encerrada bajo llave para siempre, que deseaba su muerte. -Las lágrimas luchaban por salir de entre sus párpados-. De hecho, le dije que deseaba que estuviese muerto. Cuando me llevó a casa, mi madre me abrazó y se echó a llorar. Hablaba, pero yo no podía entender nada porque apenas era capaz de articular las palabras. Mi padre me llevó a mi habitación y me sentó delante del espejo del vestidor. Me entregó un par de tijeras y, con toda la calma, me pidió que me cortara el pelo. Me observó mientras lo hacía. Pasé semanas sin salir de casa. Y cuando lo hice, oía murmuraciones, o creía oírlas, por todas partes. De eso hace cuatro años. Ahora estamos a cinco mil kilómetros de distancia y aún sigo oyéndolas.
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