– Limítate a ser feliz por tener salud y un buen marido.
– ¿Qué opinas, Amir jan ? -dijo Khala Jamila.
Deposité mi vaso en la repisa, donde una hilera de macetas con geranios seguía goteando.
– Creo que estoy de acuerdo con el general Sahib .
Aliviado, el general asintió y regresó a la barbacoa.
Todos teníamos nuestros motivos para no adoptar. Soraya tenía los suyos y el general también. Yo, por mi parte, tenía el siguiente: que quizá algo, alguien, en algún lugar, hubiera decidido negarme la paternidad por lo que había hecho. Tal vez fuera ése mi castigo, y quizá fuera justo. «Tal vez es que no debía ser así», había dicho Khala Jamila. O, tal vez, debía ser así.
Unos meses después utilizamos el anticipo de mi segunda novela para pagar la entrada de una preciosa casa victoriana de dos dormitorios en el barrio de Bernal Heights de San Francisco. Tenía tejado a dos aguas, suelos de madera y un diminuto jardín con un cobertizo y una barbacoa al fondo. El general me ayudó a reparar la cubierta y a pintar las paredes. Khala Jamila se lamentó de que nos trasladásemos a casi una hora de camino de su casa, sobre todo porque pensaba que Soraya necesitaba todo el amor y el apoyo que ella podía ofrecerle…, sin darse cuenta de que su compasión, bien intencionada aunque abrumadora, era precisamente lo que empujaba a Soraya a llevar a cabo el traslado.
•••
A veces, mientras Soraya dormía a mi lado, yo permanecía tendido en la cama, escuchando el ruido de la contraventana, que se abría y cerraba empujada por la brisa, y el sonido de los grillos que cantaban en el jardín. Y prácticamente podía sentir el vacío en el vientre de Soraya, como si fuese una cosa viva y que respirara. Aquel vacío se había filtrado en nuestro matrimonio, en nuestras risas y en nuestras relaciones sexuales. Y aquella noche, a última hora, en la oscuridad de nuestro dormitorio, lo sentía saliendo de Soraya para establecerse entre nosotros. Para dormir entre nosotros. Como un recién nacido.
Junio de 2001
Colgué el auricular y me quedé mirándolo fijamente durante un buen rato. Sólo cuando Aflatoon me sorprendió con un ladrido me percaté del silencio que se había apoderado de la estancia. Soraya había dejado el televisor sin volumen.
– Estás pálido, Amir -dijo desde el sofá, el mismo que nos habían regalado sus padres con motivo del estreno de nuestro primer apartamento.
Estaba acostada, con la cabeza de Aflatoon cobijada en su pecho, y las piernas tapadas por los viejos cojines. Hojeaba un especial de la PBS sobre la inquietante situación de los lobos en Minnesota, mientras corregía a desgana unas redacciones del curso que impartía en la escuela de verano (llevaba ya seis años dando clases en el mismo colegio). Se incorporó y Aflatoon bajó de un salto del sofá. Fue el general quien bautizó a nuestro cocker spaniel con el nombre en farsi de Platón, porque decía que, si mirabas con insistencia y durante un rato los ojos negros y transparentes del perro, parecía que estuviera pensando algo muy serio.
Bajo la barbilla de Soraya había aparecido un pequeño atisbo de papada. Los últimos diez años habían rellenado ligeramente la curva de sus caderas y dejado en su cabello negro como el carbón algunas pinceladas de gris ceniza. Sin embargo, conservaba el rostro de la princesa del baile, con sus cejas en forma de pájaro en pleno vuelo, y su nariz, elegantemente curvada como una letra del antiguo alfabeto árabe.
– Estás pálido -repitió Soraya, depositando el montón de papeles sobre la mesa.
– Tengo que ir a Pakistán.
Entonces se puso en pie.
– ¿A Pakistán?
– Rahim Kan está muy enfermo. -Sentí un nudo en la garganta al pronunciar esas palabras.
– ¿El antiguo socio de Kaka? -Soraya nunca había visto a Rahim Kan, pero le había hablado de él. Asentí con la cabeza-, ¡Oh! -dijo-. Lo siento mucho, Amir.
– Manteníamos una relación muy íntima. Cuando era pequeño, fue el primer adulto a quien consideré un amigo.
Le describí a él y a Baba tomando el té en el despacho de mi padre y luego fumando junto a la ventana, la brisa con esencia de escaramujo que llegaba del jardín y doblegaba las columnas de humo.
– Recuerdo que me lo contaste -dijo Soraya. Hizo una pausa-. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
– No lo sé. Quiere verme.
– ¿Es…?
– Sí, es seguro. No me pasará nada, Soraya. -Era la pregunta que ella había deseado formular durante todo aquel rato… Quince años de matrimonio nos habían otorgado el don de leernos el pensamiento-. Voy a dar un paseo.
– ¿Voy contigo?
– No, preferiría ir solo.
Me dirigí en coche hasta Golden Gate Park y paseé por Spreckels Lake, en la zona norte del parque. El sol centelleaba en el agua, sobre la que navegaban docenas de barcos diminutos impulsados por la vivificante brisa de San Francisco. Me senté en un banco y vi a un hombre que lanzaba a su hijo un balón de fútbol y le daba instrucciones de cómo debía manejarlo. Levanté la vista y vi un par de cometas rojas con largas colas azules que se elevaban hacia el cielo. Flotaban por encima de los árboles del extremo oeste del parque, por encima de los molinos de viento.
Pensé en el comentario que había hecho Rahim Kan justo antes de colgar. Fue de pasada, como una ocurrencia de última hora. Cerré los ojos y me lo imaginé al otro extremo del teléfono. Tenía los labios ligeramente entreabiertos y la cabeza inclinada hacia un lado. Una vez más, algo en sus ojos negros sin fondo insinuaba el secreto nunca pronunciado que existía entre nosotros. Con la diferencia de que ahora ya lo sabía. Las sospechas que yo había mantenido durante todos esos años eran ciertas. Sabía lo de Assef, la cometa, el dinero y el reloj de manecillas luminosas. Lo había sabido siempre.
«Ven. Hay una forma de volver a ser bueno», me había dicho Rahim Kan justo antes de colgar el teléfono. Lo dijo de pasada, como una ocurrencia de última hora.
Una forma de volver a ser bueno.
Cuando llegué a casa, Soraya estaba hablando por teléfono con su madre.
– No estará mucho tiempo, madar jan . Una semana, tal vez dos… Si, tú y padar podéis venir a casa…
Hacía dos años, el general se había fracturado la cadera derecha. Sufría una de sus habituales migrañas y, al salir de su habitación, con ojos legañosos y aturdido, había tropezado con el borde de una alfombra. El grito que dio hizo que Khala Jamila saliese corriendo de la cocina. «Fue como un jaroo , un palo de escoba que se parte por la mitad», decía ella siempre, a pesar de que el médico había dicho que era poco probable que hubiera oído nada parecido. La cadera hecha añicos del general (y todas las complicaciones posteriores, la neumonía, la infección, la prolongada estancia en el hospital) acabó con los eternos soliloquios de Khala Jamila sobre su propia salud. E inició otros nuevos sobre la del general. Explicaba a todo aquel que quisiera escucharla que los médicos habían dicho que los riñones empezaban a fallarle. «Sin embargo, ellos no han visto nunca unos riñones afganos, ¿no es así?», decía con orgullo. Lo que mejor recuerdo de la estancia del general en el hospital es a Khala Jamila esperando que se quedara dormido para luego cantarle canciones que yo recordaba de Kabul, que sonaban en la vieja radio llena de interferencias de Baba.
La fragilidad, y también la edad, del general habían suavizado las cosas entre él y Soraya. Paseaban juntos, salían a comer los sábados y, a veces, el general asistía a alguna de sus clases. Se sentaba en el fondo del aula, vestido con su traje gris lleno de brillos, el bastón de madera en el regazo y una sonrisa. A veces incluso tomaba apuntes.
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