Khaled Hosseini - Cometas en el Cielo

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva.
Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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– Que se jodan -dije.

Emitió un sonido que era medio sollozo, medio risa.

– Cuando te lo conté por teléfono la noche del khastegari , estaba convencida de que cambiarías de idea.

– Ni pensarlo, Soraya.

Me sonrió y me cogió la mano.

– Tengo mucha suerte de haberte encontrado. Eres muy distinto de cualquier chico afgano que haya conocido.

– No hablemos nunca más de esto, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

La besé en la mejilla y puse el coche en marcha. Mientras conducía, me preguntaba por qué yo era distinto de los demás afganos. Tal vez porque me había educado entre hombres, en lugar de entre mujeres, y nunca había estado directamente expuesto al doble rasero con que a veces las trataba la sociedad afgana. Tal vez porque Baba había sido un padre afgano poco común, un liberal que había vivido siguiendo sus propias reglas, un inconformista que había despreciado o aceptado las costumbres sociales según le había convenido.

Pero creo que gran parte de la razón por la que no me importaba el pasado de Soraya era porque yo también lo tenía. Porque conocía perfectamente lo que era el remordimiento.

Poco después de la muerte de Baba, Soraya y yo nos trasladamos a un apartamento en Fremont, a escasas manzanas de la casa del general y Khala Jamila. Como parte del ajuar, los padres de Soraya nos compraron un sofá de piel marrón y una vajilla de Micaza. El general me sorprendió con un regalo adicional, una máquina de escribir IBM por estrenar. En la caja había escrito una nota en farsi:

Amir jan:

Espero que con estas teclas descubras muchas novelas.

General Iqbal Taheri

Vendí el autobús VW de Baba y, hasta la fecha, no he regresado al mercadillo. Todos los viernes me acercaba a su tumba y a veces encontraba junto a la lápida un ramo de freesias recién cortadas, con lo que sabía que Soraya también había estado allí.

Soraya y yo iniciamos la rutina (y las pequeñas preguntas) de la vida de casados. Compartíamos cepillos de dientes y calcetines, y compartíamos el periódico de la mañana. Ella dormía en el lado derecho de la cama, yo prefería el izquierdo. A ella le gustaban las almohadas mullidas, a mí las duras. A modo de aperitivo, ella comía cereales secos y yo los rociaba con leche.

Aquel verano me aceptaron en San Jose State y decidí especializarme en lengua inglesa. Acepté un puesto como vigilante de seguridad en un almacén de muebles de Sunnyvale. El trabajo era tremendamente aburrido, pero sus ventajas eran considerables: cuando a las seis de la tarde todo el mundo desaparecía y las sombras empezaban a cernirse sobre los pasillos de sofás tapados con plásticos y apilados hasta el techo, yo sacaba mis libros y estudiaba. Fue en el despacho de olor a pino de aquel almacén de muebles donde empecé mi primera novela.

Al año siguiente, Soraya siguió mis pasos en San Jose State y se matriculó, con gran disgusto de su padre, en magisterio.

– No sé por qué desperdicias tu talento de esa manera -dijo una noche el general durante la cena-. ¿Sabías, Amir jan , que en la escuela superior todas las notas que obtenía eran sobresalientes? -Se volvió hacia ella-. Una chica inteligente como tú podría ser abogada, o política. Y así, Inshallah , cuando Afganistán sea libre, podrías ayudar a redactar la nueva constitución. Entonces se necesitarán jóvenes afganos con talento como tú. Y viniendo de la familia que vienes, podrían incluso darte un puesto en el ministerio.

Vi cómo Soraya reprimía su ira.

– No soy una niña, padar . Soy una mujer casada. Además, también necesitarán maestros.

– Cualquiera puede ser maestro.

– ¿Queda más arroz, madar ? -preguntó Soraya.

Después de que el general se disculpara porque tenía que ir a visitar a unos amigos en Hayward, Khala Jamila intentó consolar a su hija.

– Te quiere bien -dijo-. Lo único que desea es que tengas éxito.

– Para fanfarronear con los amigos de que tiene una hija abogada. Otra medalla para el general -comentó Soraya.

– ¡Qué tonterías dices!

– ¡Éxito!… -exclamó entre dientes Soraya-. Al menos no soy como él, que se pasa la vida sentado, mientras otros luchan contra los shorawi , a la espera de que las aguas vuelvan a su cauce para regresar y reclamar su pomposo puestecillo en el gobierno. Tal vez los maestros no cobren mucho, pero ¡es lo que quiero hacer! Es lo que me gusta y, por cierto, es muchísimo mejor que cobrar de la beneficencia.

Khala Jamila se mordió la lengua.

– Si te oye decir eso alguna vez, nunca volverá a hablarte.

– No te preocupes -soltó Soraya, tirando la servilleta en el plato-. No machacaré su precioso ego.

En verano de 1988, unos seis meses antes de que los soviéticos se retiraran de Afganistán, di por finalizada mi primera novela, una historia entre padre e hijo, con Kabul como escenario, escrita en su mayor parte con la máquina de escribir que me regaló el general. Envié cartas a una docena de agencias y me quedé perplejo cuando, un día de agosto, abrí el buzón y encontré una carta de una agencia de Nueva York que me solicitaba una copia del original. Lo envié por correo al día siguiente. Soraya estampó un beso en el perfectamente embalado manuscrito y Khala Jamila insistió en pasarlo por debajo del Corán. Me dijo que haría un nazr para mí, un juramento que consistía en sacrificar un cordero y regalar la carne a un pobre si aceptaban mi libro.

– Nada de nazr , por favor, Khala jan -le dije, dándole un beso-. Haz sólo un kazat y dale el dinero a alguien necesitado, ¿de acuerdo? Nada de sacrificar corderos.

Seis semanas después, me llamó desde Nueva York un hombre llamado Martin Greenwalt, quien se ofreció a ser mi representante. Sólo se lo dije a Soraya.

– El hecho de que tenga un agente no significa que vayan a publicarme. Si Martin consigue vender la novela, entonces sí que lo celebraremos.

Un mes más tarde recibí una llamada de Martin en la que me informó de que iba a convertirme en un novelista con obra publicada. Cuando se lo dije a Soraya, se puso a gritar.

Aquella noche organizamos una cena de celebración con mis suegros. Khala Jamila preparó kofta (albóndigas de carne con arroz) y chocolate ferni . El general, con los ojos brillantes, dijo que estaba orgulloso de mí. Cuando el general y su esposa se fueron, Soraya y yo lo celebramos con una cara botella de Merlot que yo había comprado de camino a casa. El general no aprobaba que las mujeres bebieran alcohol y Soraya no bebía en su presencia.

– Me siento tan orgullosa de ti… -dijo, acercando su copa a la mía-. Kaka también se habría sentido orgulloso.

– Lo sé -dije, pensando en Baba, deseando que hubiera podido verme en aquel momento.

Avanzada la noche, después de que Soraya cayera dormida (el vino siempre le da sueño), salí al balcón para respirar el aire fresco del verano. Pensé en Rahim Kan y en la pequeña nota de ánimo que me había escrito después de haber leído mi primer cuento. Y pensé en Hassan. «Algún día, Inshallah , serás un gran escritor -había dicho en una ocasión-. Y la gente de todo el mundo leerá tus cuentos.» Había tanta bondad en mi vida, tanta felicidad… Me pregunté si me merecía todo aquello.

La novela se publicó en verano del año siguiente, 1989, y el editor me envió de gira por cinco ciudades. Me convertí en una pequeña celebridad entre la comunidad afgana. Aquél fue el año en que los shorawi completaron su retirada de Afganistán. Debería haber sido una época de gloria para los afganos. Pero la guerra continuaba, esta vez entre afganos, los muyahidines contra el gobierno títere de los soviéticos de Najibullah. Mientras tanto, los refugiados afganos seguían congregándose en Pakistán Aquél fue el año en que finalizó la guerra fría, el año en que cavó el muro de Berlín. Fue el año de los sucesos de la plaza de Tiananmen. En medio de todo aquello, Afganistán cayó en el olvido. Y el general Taheri, cuyas esperanzas habían despertado después de la retirada de los soviéticos, volvió a dar cuerda a su reloj de bolsillo.

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