Khaled Hosseini - Cometas en el Cielo

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Cometas en el Cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva.
Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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– No, bachem . Gracias.

Me senté a su lado.

– Entonces me pregunto si podrías hacer tú algo por mí. Si es que no estás demasiado agotado.

– ¿De qué se trata?

– Quiero que vayas de khastegari . Quiero que le pidas al general Taheri la mano de su hija.

La boca seca de Baba esbozó una sonrisa. Una mancha verde en una hoja marchita.

– ¿Estás seguro?

– Más que nunca.

– ¿Te lo has pensado bien?

Balay , Baba.

– Entonces pásame el teléfono. Y mi agenda.

Pestañeé.

– ¿Ahora?

– ¿Cuándo si no?

Sonreí.

– De acuerdo.

Le pasé el teléfono y la pequeña agenda negra donde Baba tenía apuntados los números de sus amigos afganos. Buscó el de los Taheri. Marcó. Se llevó el auricular al oído. El corazón me hacía piruetas en el pecho.

– ¿Jamila jan ? Salaam alaykum -dijo. Se presentó. Hizo una pausa-. Estoy mucho mejor, gracias. Fue muy amable por vuestra parte ir a verme. -Permaneció un rato escuchando. Asintió con la cabeza-. Lo recordaré. Gracias. ¿Se encuentra en casa el general sahib ? -Pausa-. Gracias. -Me lanzó una mirada rápida. Por algún motivo desconocido, a mí me apetecía reír. O gritar. Me acerqué el puño a la boca y lo mordí. Baba se rió ligeramente a través de la nariz-. General sahib , Salaam alaykum … Sí, mucho, muchísimo mejor… Balay … Eres muy amable. General sahib , te llamo para saber si puedo ir mañana a visitaros a ti y a Kanum Taheri. Es por un asunto honorable… Sí… A las once me va bien. Hasta entonces. Khoda hafez .

Colgó. Nos miramos el uno al otro. Yo no podía parar de reír. Y Baba tampoco.

Baba se mojó el pelo y se lo peinó hacia atrás. Lo ayudé a ponerse una camisa blanca limpia y le hice el nudo de la corbata, percatándome con ello de los cinco centímetros de espacio existentes entre el botón del cuello de la camisa y el cuello de Baba. Pensé en todos los espacios vacíos que Baba dejaría atrás cuando se fuera y me obligué a pensar en otra cosa. No se había ido. Aún no. Y aquél era un día para tener buenos pensamientos. La chaqueta del traje marrón, la que llevaba el día de mi graduación, le quedaba enorme… Gran parte de Baba había desaparecido y ya no volvería a aparecer nunca más. Tuve que enrollarle las mangas. Me agaché para abrocharle los cordones de los zapatos.

Los Taheri vivían en una casa de una sola planta en una de las zonas residenciales de Fremont donde se había asentado un gran número de afganos. Tenía ventanas con alféizar, tejado inclinado y un porche delantero lleno de macetas con geranios. En la acera estaba aparcado el furgón gris del general.

Ayudé a Baba a salir del Ford y volví a sentarme al volante. Él se inclinó junto a la ventanilla del pasajero.

– Ve a casa, te llamaré dentro de una hora.

– De acuerdo, Baba -dije-. Buena suerte.

Sonrió.

Arranqué el coche. Por el espejo retrovisor vi a Baba cojeando en dirección a la casa de los Taheri dispuesto a cumplir un último deber paternal.

Mientras esperaba la llamada de Baba medí con pasos el salón de nuestro apartamento. Quince pasos de largo. Diez pasos y medio de ancho. ¿Y si el general decía que no? Tal vez yo no le gustara… No podía dejar de entrar en la cocina para mirar el reloj del horno.

El teléfono sonó justo antes de comer. Era Baba.

– ¿Y bien?

– El general ha aceptado.

Di un resoplido. Me senté. Me temblaban las manos.

– ¿Sí?

– Sí, pero primero Soraya jan quiere hablar contigo. Te la paso, está en su habitación.

– De acuerdo.

Baba dijo algo a alguien y oí que colgaba.

– ¿Amir? -dijo la voz de Soraya.

Salaam .

– Mi padre ha dicho que sí.

– Lo sé -repliqué. Cambié el auricular de mano. Estaba sonriendo-. Me siento tan feliz que no sé qué decir.

– Yo también estoy feliz, Amir. No… no puedo creer que esté sucediendo esto.

Me eché a reír.

– Lo sé.

– Escucha, quiero decirte una cosa. Algo que tienes que saber antes…

– No me importa lo que sea.

– Debes saberlo. No quiero que empecemos con secretos. Y prefiero que te enteres por mí.

– Si te sientes mejor así, dímelo. Pero no cambiará nada.

Se produjo una prolongada pausa.

– Cuando vivíamos en Virginia, me escapé con un hombre afgano. Yo tenía entonces dieciocho años… Era rebelde…, una estúpida, y… él estaba metido en drogas… Vivimos juntos durante casi un mes. Todos los afganos de Virginia hablaron de ello.

» Padar acabó encontrándonos. Apareció en la puerta y… me obligó a regresar a casa. Me puse histérica. Grité. Vociferé. Le dije que lo odiaba…

»Regresé a casa y… -estaba llorando-. Perdóname. -Oí que dejaba el auricular. Se sonó-. Lo siento -prosiguió con voz ronca-. Cuando volví a casa, me encontré con que mi madre había sufrido un ataque, tenía el lado derecho de la cara paralizado y… me sentí culpable. No se lo merecía.

»Padar preparó nuestro traslado a California poco después.

Siguió un silencio.

– ¿Cómo estáis ahora tú y tu padre? -le pregunté.

– Siempre hemos tenido nuestras diferencias, y todavía las tenemos, pero le agradezco que viniera a por mí aquel día. Creo de verdad que me salvó. -Hizo una pausa-. Bueno, ¿te molesta lo que te he contado?

– Un poco -contesté.

Le debía la verdad. No podía mentirle y decirle que mi orgullo, mi iftikhar , no estaba en absoluto dolido por el hecho de que hubiera estado con un hombre mientras yo nunca me había llevado a una mujer a la cama. Me molestaba un poco, pero había reflexionado sobre ello antes de pedirle a Baba que fuera de khastegari . Y la pregunta que acudía siempre a mi cabeza era la siguiente: ¿cómo puedo yo, de entre todas las personas del mundo, castigar a alguien por su pasado?

– ¿Te molesta lo bastante como para que cambies de idea?

– No, Soraya. Ni mucho menos. Nada de lo que has dicho cambia nada. Quiero que nos casemos.

Ella estalló en lágrimas.

La envidiaba. Su secreto estaba fuera. Lo había dicho. Le había hecho frente. Abrí la boca y estuve a punto de explicarle cómo había traicionado a Hassan, mentido y destruido una relación de cuarenta años entre Baba y Alí. Pero no lo hice. Sospechaba que había muchos aspectos en los que Soraya Taheri era mucho mejor persona que yo. La valentía era tan sólo uno de ellos.

13

Cuando a la tarde siguiente llegamos a casa de los Taheri para el lafz , la ceremonia del compromiso, tuve que aparcar el Ford en la acera de enfrente, pues la suya estaba ya atestada de coches. Yo llevaba el traje azul marino que me había comprado el día anterior, después de acompañar a Baba a casa, finalizado el khastegari . Me ajusté el nudo de la corbata en el retrovisor.

– Estás khoshteep -dijo Baba-. Muy guapo.

– Gracias, Baba. ¿Te encuentras bien? ¿Te sientes con fuerzas?

– ¿Con fuerzas? Es el día más feliz de mi vida, Amir -dijo con una sonrisa cansada.

Desde la puerta se oían las conversaciones, las risas y la música afgana de fondo. Me pareció que se trataba de un ghazal clásico interpretado por Ustad Sarahang. Toqué el timbre. Una cara se asomó entre las cortinas del recibidor y desapareció de inmediato.

– ¡Ya están aquí! -oí que anunciaba una voz femenina.

El parloteo se interrumpió y alguien apagó la música.

Kanum Taheri abrió la puerta.

Salaam alaykum -gritó. Vi que se había hecho la permanente y lucía para la ocasión un elegante vestido negro hasta los tobillos. Se le humedecieron los ojos en cuanto puse el pie en el vestíbulo-. Apenas has entrado en casa y ya estoy llorando, Amir jan -dijo. Le estampé un beso en la mano, como Baba me había enseñado la noche anterior.

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