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Durante una temporada, ni siquiera el cáncer evitó la presencia de Baba en el mercadillo. Los sábados seguíamos con nuestros recorridos en busca de objetos de segunda mano, Baba de conductor y yo de guía, y los domingos montábamos el puesto. Lámparas de latón. Guantes de béisbol. Anoraks de esquí con la cremallera rota. Baba saludaba a nuestros compatriotas y yo regateaba uno o dos dólares con los compradores. Como si no pasara nada. Como si el día en que me convertiría en huérfano no estuviera acercándose un poco más cada vez que desmontábamos el puesto.
A veces se acercaban el general Taheri y su esposa. El general, el eterno diplomático, me saludaba con una sonrisa y me estrechaba la mano entre las suyas. Pero la conducta de Kanum Taheri mostraba una nueva reticencia. Una reticencia rota tan sólo por las secretas sonrisas que dejaba caer y las miradas furtivas y llenas de disculpas que me lanzaba cuando el general centraba su atención en otra cosa.
Recuerdo ese período como una época de muchas «primeras veces». La primera vez que oí a Baba gimiendo en el baño. La primera vez que descubrí sangre en su almohada. Nunca se había puesto enfermo en los cerca de tres años que llevaba trabajando en la gasolinera. Otra primera vez.
Un sábado, poco antes de Halloween, Baba se encontraba ya tan cansado a media tarde que se quedó sentado al volante mientras yo salía y regateaba para conseguir los trastos viejos. El día de Acción de Gracias, a mediodía ya no podía más. Cuando en los jardines hicieron su aparición los trineos y los árboles de Navidad cubiertos por nieve falsa, Baba se quedó en casa y fui yo quien condujo solo el autobús.
A veces, en el mercadillo, los afganos conocidos hacían comentarios sobre la pérdida de peso de Baba. Al principio eran halagadores. Incluso preguntaban por el secreto de la dieta que seguía. Pero las preguntas y los halagos cesaron cuando vieron que la pérdida de peso no cesaba. Cuando los kilos siguieron menguando. Y menguando. Cuando se le hundieron las mejillas. Y las sienes desaparecieron. Y los ojos se escondieron en sus cuencas.
Un frío domingo poco después de Año Nuevo, Baba estaba vendiéndole una pantalla de lámpara a un rechoncho filipino mientras yo revolvía en el autobús en busca de una manta para taparle las piernas.
– ¡Oye, este tipo necesita ayuda! -gritó alarmado el filipino. Me volví y me encontré a Baba en el suelo. Las piernas y los brazos se movían a sacudidas.
– Komak !-grité-. ¡Que alguien me ayude! -Corrí hacia Baba. Echaba espuma por la boca y una espesa saliva le empapaba la barba. Tenía los ojos vueltos hacia arriba y sólo se le veía el blanco.
La gente se apresuró hacia nosotros. Oí que alguien decía algo de un ataque. Y a otro que gritaba: «¡Llamad al 911!» Oía pasos que corrían. El cielo fue oscureciéndose a medida que la muchedumbre se agolpaba sobre nosotros.
La saliva de Baba se volvió roja. Se mordía la lengua. Yo me arrodillé a su lado, lo cogí entre mis brazos y le dije:
– Estoy aquí, Baba, te pondrás bien, estoy aquí.
Como si con ello hubiese podido anular las convulsiones. Sentí humedad bajo las rodillas y vi que Baba se había orinado. «Tranquilo, Baba jan , estoy aquí. Tu hijo está aquí», pensé.
El médico, de barba blanca y completamente calvo, me hizo salir de la habitación.
– Quiero revisar contigo los TAC que le han hecho a tu padre -me dijo.
Colocó las radiografías en una caja de luces que había en el pasillo y señaló con un lápiz las imágenes del cáncer de Baba como si fuese un policía que enseña a los familiares de la víctima las fotos del asesino fichado. En las placas, el cerebro de Baba parecía una gran nuez vista en distintos cortes transversales y acribillada por cosas grises con forma de pelota de tenis.
– Como ves, el cáncer tiene metástasis -me explicó-. Tendrá que tomar esteroides para disminuir la inflamación del cerebro y medicamentos antiepilépticos. Y recomiendo la radioterapia paliativa. ¿Sabes lo que significa? -Le dije que sí. Ya estaba familiarizado con el lenguaje relativo al cáncer-. De acuerdo entonces -añadió, y comprobó el busca-. Debo irme, pero puedes pedir que me localicen si tienes alguna pregunta.
– Gracias.
Pasé la noche sentado en una silla junto a la cama de Baba.
A la mañana siguiente, la sala de espera del vestíbulo estaba abarrotada de afganos. El carnicero de Newark. Un ingeniero que había trabajado con Baba en su orfanato. Entraban en fila y le presentaban sus respetos en voz baja. Le deseaban una rápida recuperación. Baba estaba despierto, aturdido y cansado, pero despierto.
El general Taheri y su esposa llegaron a media mañana. Los seguía Soraya. Cruzamos una mirada y los dos apartamos la vista al mismo tiempo.
– ¿Cómo estás, amigo mío? -le preguntó el general Taheri, cogiéndole la mano a Baba.
Él hizo un gesto indicando el suero intravenoso al que estaba conectado. El general le sonrió a modo de respuesta.
– No deberíais haberos molestado. Ninguno de vosotros -musitó Baba.
– No es ninguna molestia -dijo Kanum Taheri.
– Ninguna molestia, en absoluto. Vayamos a lo importante, ¿necesitas algo? -dijo el general Taheri-. ¿Nada de nada? Pídemelo como se lo pedirías a un hermano.
Recordé algo que en una ocasión Baba había mencionado sobre los pastunes. «Puede que seamos cabezotas, y sé que somos excesivamente orgullosos, pero, en un momento de necesidad, créeme que no hay nadie mejor que un pastún a tu lado.»
Baba sacudió la cabeza sobre la almohada.
– Que hayas venido me alegra los ojos.
El general sonrió y le apretó la mano. Luego se volvió hacia mí y me preguntó:
– ¿Cómo estás, Amir jan ? ¿Necesitas alguna cosa?
Aquella manera de mirarme, la bondad de sus ojos…
– No, gracias, general sahib . Estoy… -Se me hizo un nudo en la garganta y me eché a llorar, de modo que salí precipitadamente de la habitación.
Lloré en el pasillo, junto a la caja de luces para ver radiografías donde la noche anterior había visto la cara del asesino.
Se abrió la puerta de la habitación de Baba y apareció Soraya, que se acercó a mí. Vestía pantalones vaqueros y una camiseta de color gris. Llevaba el pelo suelto. Deseé poder consolarme entre sus brazos.
– Lo siento mucho, Amir -dijo-. Todos sabíamos que algo iba mal, pero no teníamos ni idea de que fuera esto.
Me sequé los ojos con la manga.
– Mi padre no quería que lo supiese nadie.
– ¿Necesitas algo?
– No. -Intenté sonreír. Me dio la mano. Nuestro primer roce. La cogí. Me la acerqué a la cara. A mis ojos. La solté-. Será mejor que entres. O tu padre vendrá a por mí. -Ella sonrió, asintió con la cabeza y se volvió para irse-. ¿Soraya?
– ¿Sí?
– Estoy muy contento de que hayas venido. Significa… el mundo entero para mí.
A Baba le dieron el alta dos días después. Un especialista en radioterapia habló con él sobre la posibilidad de someterse a tratamiento, pero Baba se negó. Hablaron conmigo para que intentara convencerlo. Sin embargo, yo había visto aquella mirada en la cara de Baba. Les di las gracias, firmé todos los formularios y me llevé a mi padre a casa en mi Ford Torino.
Aquella noche, Baba se tumbó en el sofá tapado con una manta de lana. Le preparé té caliente y almendras tostadas. Le pasé los brazos por la espalda y lo incorporé con una facilidad excesiva. Bajo mis dedos, su omoplato parecía el ala de un pajarillo. Tiré de la manta para cubrirle de nuevo el pecho, donde se le marcaban las costillas a través de una piel fina y amarillenta.
– ¿Puedo hacer algo más por ti, Baba?
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