Khaled Hosseini - Cometas en el Cielo

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Cometas en el Cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva.
Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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Dejó caer la mano y sonrió de nuevo.

– ¿Qué ocurre? -me preguntó Baba. Estaba cobrándole a una señora mayor que había comprado un caballito balancín.

– Nada -respondí. Me senté sobre un viejo televisor. Y se lo conté.

Akh , Amir -suspiró.

Pero no tuve mucho tiempo de seguir preocupándome por lo sucedido.

Porque a finales de aquella semana Baba se resfrió.

Empezó con tos seca y mocos. Superó la mucosidad, pero la tos persistía. Tosía con el pañuelo en la boca y luego se lo guardaba en el bolsillo. Yo insistía en que fuera al médico, pero él me daba largas. Odiaba a los médicos y los hospitales. Que yo recordara, la única vez que Baba había ido al médico había sido cuando había cogido la malaria en la India.

Unas dos semanas después, lo sorprendí en el baño tosiendo y escupiendo una flema sanguinolenta.

– ¿Cuánto tiempo llevas así? -le pregunté.

– ¿Qué hay para cenar? -dijo él.

– Voy a llevarte al médico.

Aunque Baba era el encargado de la gasolinera, el propietario nunca le había ofrecido cobertura sanitaria, y Baba, temerario como era, tampoco había insistido para conseguirla. Así que lo llevé al hospital del condado, que se encontraba en San Jose. El médico que lo examinó, cetrino y de ojos saltones, era un residente de segundo año.

– Parece más joven que tú y más enfermo que yo -gruñó Baba.

El residente nos envió a que le hicieran a mi padre una radiografía de pecho. Cuando volvió a llamarnos la enfermera, el médico estaba rellenando un formulario.

– Entregue esto en recepción -dijo, haciendo unos garabatos rápidos.

– ¿Qué es? -le pregunté.

– Un volante para el especialista. -Más garabatos.

– ¿De qué?

– Del pulmón.

– ¿Para qué?

Me echó un vistazo, se subió las gafas y empezó de nuevo con los garabatos.

– Tiene una mancha en el pulmón derecho. Quiero que la miren.

– ¿Una mancha? -De repente, la habitación se me hizo pequeña, y el ambiente, excesivamente pesado.

– ¿Cáncer? -le preguntó Baba como si tal cosa.

– Podría ser. Es sospechosa -murmuró el médico.

– ¿No puede decirnos nada más? -inquirí.

– No. Es necesario hacer primero un TAC y luego que el especialista le vea los pulmones. -Me entregó el volante para el especialista-. Ha dicho que su padre fuma, ¿no?

– Sí.

Movió la cabeza. Me miró primero a mí y luego a Baba.

– Los llamarán dentro de dos semanas.

Quería preguntarle cómo suponía que podría vivir yo con aquella palabra, «sospechosa», durante dos semanas enteras. ¿Cómo suponía que podría yo comer, trabajar, estudiar? ¿Cómo podía mandarme a casa con aquella palabra?

Cogí el volante y lo entregué. Aquella noche esperé a que Baba se durmiera y luego extendí la manta que utilizaba como alfombra de oración. Agaché la cabeza hasta el suelo y recité suras del Corán que tenía medio olvidadas, versos que el mullah nos había obligado a memorizar en Kabul, y le pedí bondad a un Dios que no estaba completamente seguro de que existiera. Envidiaba al mullah , envidiaba su fe y su certidumbre.

Pasaron dos semanas y nadie llamaba. Cuando al fin llamé yo, me dijeron que habían perdido el volante. ¿Estaba seguro de que lo había entregado? Dijeron que nos llamarían al cabo de tres semanas. Yo les monté un escándalo y regateé hasta convertir las tres semanas en una para practicar la exploración con TAC y dos para la visita al especialista.

La consulta con el neumólogo fue bien hasta que Baba le preguntó al doctor Schneider de dónde era. El doctor Schneider dijo que de Rusia y Baba lo mandó a la porra.

– Perdónenos, doctor -le dije, llevándome a Baba aparte. El doctor Schneider sonrió y retrocedió, sin soltar el estetoscopio-. Baba, he leído la biografía del doctor Schneider en la sala de espera. Nació en Michigan. ¡Michigan! Es norteamericano, mucho más americano de lo que tú y yo llegaremos a ser nunca.

– No me importa dónde haya nacido, es roussi -objetó Baba haciendo una mueca como si estuviera pronunciando una palabrota-. Sus padres eran roussi , sus abuelos eran roussi . Juro por el recuerdo de tu madre que le partiré el brazo si intenta tocarme.

– Los padres del doctor Schneider huyeron de los shorawi . ¡Escaparon de ellos!

Pero Baba no quería oír nada al respecto. A veces creo que lo único que quería tanto como su esposa perdida era Afganistán, su país perdido. Casi grité de frustración. Sin embargo, lo único que hice fue suspirar y dirigirme al doctor Schneider.

– Lo siento, doctor. Esto no va a funcionar.

El siguiente neumólogo, el doctor Amani, era iraní. Baba dio su aprobación. El doctor Amani, un hombre de voz suave, bigote retorcido y melena canosa, nos explicó que había revisado los resultados del TAC y que debía llevar a cabo una intervención llamada broncoscopia para obtener una muestra del bulto pulmonar y realizar un estudio patológico. La programó para la siguiente semana. Le di las gracias mientras acompañaba a Baba fuera de la consulta, pensando en que tendría que vivir una semana entera con aquella nueva palabra, «bulto», una palabra más abominable aún que «sospechosa». Deseaba que Soraya estuviese a mi lado.

Resultó que, igual que Satán, el cáncer tenía muchos nombres. El de Baba se llamaba «carcinoma de célula en grano de avena». Avanzado. Inoperable. Baba le pidió un pronóstico al doctor Amani. Éste se mordió el labio y utilizó la palabra «grave».

– Está la quimioterapia, por supuesto -dijo-. Pero sería sólo paliativa.

– ¿Qué significa eso? -le preguntó Baba.

El doctor Amani suspiró.

– Significa que no cambiaría el resultado, sólo lo retrasaría.

– Una respuesta clara, doctor Amani. Gracias por dármela -dijo Baba-. Pero no quiero quimioterapia. -En su rostro apareció la misma mirada resuelta que el día en que soltó el pliego de cupones de comida sobre el escritorio de la señora Dobbins.

– Pero Baba…

– No me cuestiones en público, Amir. Nunca. ¿Quién crees que eres?

•••

La lluvia de la que había hablado el general Taheri en el mercadillo llegó con unas semanas de retraso. Cuando salimos de la consulta del doctor Amani, los coches que pasaban salpicaban agua sucia sobre las aceras. Baba encendió un cigarrillo. Fumó durante todo el camino al coche y durante todo el camino a casa.

Mientras él introducía la llave en la cerradura del portal le dije:

– Me gustaría que le dieses una oportunidad a la quimioterapia, Baba.

Él se guardó las llaves en el bolsillo y nos protegimos de la lluvia bajo el toldo rayado de la entrada del edificio.

Bas ! Ya he tomado mi decisión.

– ¿Y yo, Baba? ¿Qué se supone que debo hacer? -repuse con ojos llorosos.

Una mirada de aversión se cernió sobre su cara empapada por la lluvia. Era la misma mirada que me dirigía cuando, de pequeño, me caía, me rasguñaba las rodillas y lloraba. Fueron las lágrimas lo que la estimularon entonces, eran las lágrimas lo que la estimulaban ahora.

– ¡Tienes veintidós años, Amir! ¡Eres un hombre hecho y derecho! Tú… -Abrió la boca, la cerró, la abrió de nuevo, lo reconsideró. La lluvia tamborileaba en el toldo de lona-. ¿Qué debes hacer, dices? Eso es precisamente lo que he intentado enseñarte durante todos estos años: que nunca tengas que formular esa pregunta.

Abrió la puerta y se volvió hacia mí.

– Y una cosa más. Nadie tiene que saber esto, ¿me has oído? Nadie. No quiero la compasión de nadie -dijo, y desapareció en la penumbra del vestíbulo. Pasó el resto del día fumando como un carretero frente al televisor. Yo no sabía qué o a quién intentaba desafiar. ¿A mí? ¿Al doctor Amani? ¿O tal vez al dios en el que nunca había creído?

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