Almudena Grandes - Modelos De Mujer

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Como insinúa el propio título, Modelos de mujer, estos siete relatos están todos protagonizados por mujeres que, en distintas edades y circunstancias, se enfrentan todas ellas, en algún momento, a hechos extraordinarios. Todos, menos el que da título al libro, están de un modo u otro ligados a la infancia, a la capacidad de desear como motor de la voluntad, de los actos de voluntad que las protagonistas deberán asumir para impedir que la vida las avasalle. En los tres primeros cuentos -«Los ojos rotos», «Malena, una vida hervida» y «Bárbara contra la muerte»-, los personajes femeninos vencen, cada uno a su manera, a la muerte: la pequeña Miguela, la mujer mongólica que se enamora de un fantasma, Malena, que se pasa la vida haciendo régimen por amor, y Bárbara, que acompaña a su abuelo a pescar. En los cuatro últimos -«El vocabulario de los balcones», «Amor de madre», «Modelos de mujer» y «La buena hija»-, las protagonistas tuercen el destino a su favor recurriendo unas al poder de seducción y otras a la fuerza de la razón, y todas con la voluntad que les otorga el firme deseo de no tolerar que la vida se les escape de las manos.

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Me escondí en el baño para no ser testigo de la masacre, pero antes de llegar, mis oídos registraron ya el eco de un par de puñetazos y una queja apagada. Cuando volví, mi novio seguía gritando, chillando, furioso como un cerdo en un matadero, mientras el Macarrón, con una ceja abierta, manando sangre por la nariz, echaba a correr por los sótanos de Azca sin querer todavía perderse del todo, porque aún se detuvo un momento, afrontó el riesgo de un golpe aplazado, se dio la vuelta, y me miró, y yo alcancé a recoger su última mirada y me entraron una ganas tremendas de llorar.

Aquella noche no hubo despedida, porque me sentía incapaz de besar a Nacho, de tocarle, de responder al más leve roce de sus dedos. No le dije nada porque sabía que no lo entendería. Yo tampoco lo entendía, pero le dejé al día siguiente, de todas formas.

Un par de meses más tarde conocí a mi segundo novio, que se llamaba Borja y tenía un velero atracado en Mallorca y una intensa predilección por las terrazas de Pozuelo, en una de las cuales me tropecé con Charlie, que había dejado de estudiar para montar un gimnasio, y él me presentó a su primo Jacobo, cuyo padre, eterno aspirante a la presidencia del Real Madrid, me invitó un año a veranear en la inmensa mansión que poseía a orillas del Cantábrico, en una playa espléndida, blanca y desierta, donde no me atreví a bañarme ni una sola vez en todo un mes, porque la temperatura del agua amorataba los dedos de los pies, aunque eso no debía importarme, porque veranear en el Mediterráneo, por lo visto, también era una paletada, con la única excepción de las Baleares, que tenían un pase.

Y no me casé con Jacobo, ni con Charlie, ni con Borja, ni con Nacho, pero estuve a punto de casarme con Miguel, creo que lo habría hecho si no hubiera tardado tanto en llevarme a casa de sus padres, diplomático de carrera con señora, por los que sentía un respeto que rayaba abiertamente en el temor, desentonando con similar intensidad en el carácter de un hombre de casi treinta años. Yo, mientras tanto, estudiaba Químicas, y a despecho del entusiasmo de mi madre, que ya me veía de blanco en los Jerónimos, sentía que cada mañana, al levantarme, me parecía un poco más a mi abuela, e iba comprendiendo lentamente que todas aquellas familias adineradas que casi siempre venían de Santander eran, en el fondo, tan de provincias como Angelita, que había terminado por echarse un novio estupendo en Alcalá la Real, y contemplaba sin horror alguno la posibilidad de irse a vivir una temporada al pueblo de su padre, tal y como hiciera su madre tantos años antes pese a los nigérrimos augurios que emitió la mía cuando se enteró.

– Pero, cuando vas por allí, ¿no se te queda pequeño? -le pregunté una vez.

– Pues no sé -me contestó-. Total, no salgo de la cama…

– Ya saldrás -insistí-. Y entonces tendrás que soportar el chismorreo, y las vecinas, y que si llevas faldas demasiado cortas…

– ¡Pues anda que tú! -me cortó-. En esa urbanización de Aravaca, todo el santo día barbacoa va y barbacoa viene, y cuánto gana tu marido y cuánto gana el mío, y que si partidos de squash y que si al gimnasio con Menganita, y el teléfono del payaso de las fiestas de los niños, para no quedar peor que Piluca, que contrató un mago… Además, cuando yo me canse, cogemos y nos venimos, pero tú…, ¿adonde te vas a venir tú, desde Aravaca? Y eso hoy, que me siento generosa y paso por alto el detalle de que mi novio está mucho más bueno que el tuyo, guapa.

Eso era verdad, y casi todo lo demás también. Miguel se negaba a vivir en la ciudad porque llamaba campo a una intolerable amalgama de urbanizaciones de medio pelo con pretensiones, y a mí no me daba vergüenza no tener ninguna casa con jardín y paredes de hiedra, ningún pueblecito marinero, ninguna dehesa, ningún prado, ninguna playa a la que volver en vacaciones y, a cambio, como única raíz, sólo un balcón, un minúsculo pañuelo de baldosas al que sacar una banqueta en las noches de verano para tomar el fresco con mi abuela, cambiando el sempiterno olor a garbanzos cocidos que ascendía por el patio en las mañanas de invierno por los uniformes ecos de un bullicio universal, toda la ciudad abierta, maquillada de espumas y de luces, disfrazada repentinamente de jardín, como una inabarcable, inmensa terraza. No me había marchado aún y ya lo echaba todo de menos, y sin embargo, no era sólo el paisaje de mi vida lo que fallaba. Tardé mucho tiempo en comprender, en advertir por qué caminaba con los hombros demasiado ligeros, por qué sentía como si mis pies no tuvieran peso, como si ningún cuerpo fuera capaz de asentarlos en el suelo que pisaban. Todos mis actos me parecían soluciones provisionales, remiendos anticipadamente insuficientes para un hundimiento inevitable, pero el suelo empezó a crujir cuando menos lo esperaba.

Miguel conducía hacia la casa de sus padres, que por fin me habían invitado a cenar. Yo miraba por la ventanilla el monótono espectáculo de Capitán Haya, las torres acristaladas que se sucedían, idénticas, en las dos aceras, garajes y jardines, palmeras en los portales, alardes de nuevos ricos que ya no me impresionaban, siempre lejos, cada vez más lejos. Un giro a la izquierda me precipitó en una calle donde nunca había estado, pero me daba lo mismo porque era igual que las demás, y otra vez a la izquierda y todavía más lejos, y más, y ahora despacio, porque buscábamos un sitio para aparcar y no lo encontrábamos, y todas las calles, todas las fachadas, todas las esquinas parecían iguales, pero de repente, en el enésimo giro, bordeando una manzana de casas de lujo, me encontré en casa, un barrio distinto, viejo, con aire de pueblo viejo, que parecía haber brotado repentinamente de la tierra por un capricho del destino, tiendas baratas, edificios de un par de pisos, música de rumba escapando por los balcones y señoras en bata comprando pan, y una boca de Metro con un nombre familiar y doloroso, cinco sílabas que estallaron entre mis dos cejas como una pedrada.

– Para -dije entonces-. Me bajo aquí.

– Bueno, si quieres… Mis padres viven justo detrás de esta esquina, en la otra mitad de la manzana, espérame…

– No me has entendido -expliqué, abriendo la puerta del coche-. No voy a ir a casa de tus padres. Me vuelvo a la mía, en el metro.

Pisé la acera con fuerza, y sentí el cemento en las plantas de los pies y una emoción extraña, como si al descubrir el secreto de la ciudad de las dos caras ésta me hubiera desvelado la clave de mi única vida, y sólo entonces me incliné hacia delante, para despedirme desde la ventanilla.

– Tú no me miras, Miguel -dije despacio, aunque estaba segura de que no me entendería-. Porque no sabes mirarme.

Luego, la estación de Valdeacederas cerró sus brazos sobre mí como sólo saben cerrarse los brazos de una madre.

2

Nunca se me han dado bien las rebajas.

Recuerdo perfectamente que, mientras la escalera mecánica trabajaba por mis piernas, iba pensando en eso, en mi incapacidad para revolver en los expositores y encontrar una ganga, y recuerdo también que la vi antes a ella, me estaba prometiendo a mí misma que jamás volvería a caer en la trampa, nunca más haría cola ante un probador, cuando me fijé en una chica morena que llevaba el pelo recogido en una trenza larga y espesa, como la que llevaba yo cuando era niña, y luego, entre la tercera planta -caballeros- y la segunda -todo para la mujer-, tuve el presentimiento de que un tío que subía la miraba intensamente, y me dio rabia, y después me dio rabia que me hubiera dado rabia, porque esa reacción instintiva pero mezquina, casi absurda, me hacía consciente de los años que iba cumpliendo con mucha más contundencia que el espejo del baño en mañanas de resaca, y entonces decidí que el tío sería un gilipollas, y levanté la vista para mirarle a la cara, y no sólo no tenía cara de gilipollas, sino que, además, era él.

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