Penny Vincenzi - Reencuentro

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Una noche de 1987, alguien abandona a una niña recién nacida en el aeropuerto de Heathrow. Un año antes, tres chicas, Martha, Clio y Jocasta, se habían conocido por casualidad en un viaje y habían prometido volver a encontrarse, aunque pasará mucho tiempo antes de que cumplan la promesa. Para entonces, Kate, la niña abandonada, ya será una adolescente. Vive con una familia adoptiva que la quiere, aunque ahora Kate desea conocer a su madre biológica. Es decir, una de aquellas tres jóvenes, ahora mujeres acomodadas. Pero ¿qué la llevó a una situación tan desesperada?
La trama que desgrana este libro se sitúa allí donde confluyen entre estas cuatro vidas. Y es que Kate verá cumplido su deseo aunque, como enseñan algunas fábulas, a veces sea mejor no desear ciertas cosas…

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Al cabo de un rato, asombrado con su tristeza, por lo que había perdido, por lo que ambos habían perdido, pensó que daba lo mismo si no volvía a verla, porque no se hacía responsable de lo que podía hacerle, y entonces se adelantó y golpeó en el cristal y dijo al taxista:

– ¿Puede llevarme a otro sitio? A Clapham, North End Road, por favor.

Se pondría bien seguramente, habían dicho, porque él había actuado muy deprisa.

– El problema del paracetamol es que aunque parezca no haber hecho ningún efecto ha producido un daño irreparable en el hígado -le dijo el joven doctor a Peter.

Había salido de la habitación de Grace, y lo había encontrado llorando con la cabeza entre las manos. El médico era muy joven, y normalmente le costaba mucho enfrentarse al dolor de los pacientes, pero su padre era clérigo y aquel pobre hombre le resultaba más familiar.

– Creo que se pondrá bien. Le hemos dado un antídoto muy potente, le hemos hecho un lavado de estómago y ahora duerme. Procure no preocuparse. Parecía tranquila.

Peter asintió, porque era incapaz de hablar.

– Mire -dijo el médico-, sé que es frágil y que ya no es joven, pero es una luchadora. Se le nota, con sólo verla. No ha parado de decir que lo sentía. Trate de no preocuparse -dijo otra vez.

– Sí -dijo Peter, secándose los ojos-. Sí, gracias.

– Tómese una taza de té.

– Lo haré.

Peter le vio alejarse, para ver a otro paciente, resolver otra crisis. Apenas parecía tener edad para llevar un maletín de médico y menos aún para dirigir un ala de urgencias; era delgado, casi desmadejado, con su bata blanca, y los cabellos sobre los ojos.

De repente el joven médico se volvió y fue hacia él.

– He olvidado decirle algo -dijo a Peter-, su esposa ha dicho que había sido un accidente. Lo ha dicho tres veces. Está claro que lo lamenta muchísimo. Eso es una buena noticia. Los casos realmente graves son los que no quieren que les salven.

Peter le dio las gracias. Pero sabía que a Grace le habría encantado que la dejaran irse. Para estar con Martha.

– Una llamada para ti, Clio. Creo que es esa periodista amiga tuya -dijo Margaret-. ¿Te la paso?

– Oh, sí, por favor, pásamela. ¿Cuántas visitas me quedan?

– Sólo la señora Cudden.

– Qué bien. Dile que no tardaré y que la llevaré a casa.

– ¿Seguro?

– Del todo. Jocasta, hola, ¿cómo estás?

– Oh, Clio, Clio… -Jocasta no siguió.

Clio sólo oía sollozos.

– Jocasta, ¿qué pasa? ¿Qué tienes?

– Ha sido horrible. Estaba tan asustada que… Dios mío, ven, por favor. En cuanto puedas. Lo siento, Clio, lo siento, estoy bien, es que…

– Jocasta, no deberías estar sola. Debería haber alguien contigo. ¿Dónde estás?

– En casa. Estoy bien, en serio. Estaré bien.

– Puedo ir sobre las cinco -dijo Clio-. ¿Te parece bien?

– Sí. Gracias. -Estaba muy llorosa. Clio colgó y dijo que pasara la señora Cudden.

Tal vez podría convencer al nuevo médico para que hiciera sus visitas de la tarde.

– Ya puede verla, señor Hartley. -La joven enfermera le sonrió cariñosamente-. Ha dormido un poco. Dice que quiere irse a casa, pero por su edad, es mejor que se quede un par de días. Para que podamos supervisar cómo va su hígado. Tenemos una habitación en Florencia, y la trasladaremos en cuanto podamos.

– Gracias -dijo Peter, y se preguntó distraídamente cuántos millones de alas de hospital se llamarían Florencia. Entró a ver a Grace.

Estaba echada boca arriba, mirando al techo. Tenía la piel amarillenta.

– Hola, Grace, mi vida.

Ella volvió la cabeza, le miró y se echó a llorar.

– Oh, Peter, lo siento. No sé cómo he podido hacer eso. Perdóname, por favor.

– Claro que te perdono. Te perdonaría lo que fuera. Ya lo sabes. Te quiero muchísimo, Grace.

– Lo sé. Yo también te quiero. Pero todo parece tan inútil. Tan terriblemente inútil. Al ver el frasco me pareció encontrar la solución.

– Lo sé, cariño, lo sé.

– Es un dolor tan grande, no sé cómo soportarlo. Es como si ya no tuviera a Dios, como tú. No me ayuda, como te ayuda a ti. Por favor, perdóname, Peter, por favor.

– Grace. A mí tampoco me ayuda mucho por ahora. No soy capaz de imaginar que pueda sentirme mejor.

– ¿De verdad? -dijo ella.

– De verdad. Ha habido veces que he pensado que había perdido por completo la fe.

– Oh, Peter, no me había dado cuenta, creía que…

– Creías mal. Pero sé que Dios nos ayudará. Tarde o temprano. Sólo tengo que aguantar. Como debes aguantar tú. No puedo perderte a ti también -añadió con una sonrisa cansada.

Grace le miró. Era espantoso sentirse mejor, porque sabía que Peter estaba mal. Aun así la ayudaba. Saber que estaban juntos en el dolor, saber que no debía pasar lo peor sola le devolvió la sonrisa.

– Lo siento mucho -le comentó otra vez, y después-: Debo de estar horrible.

– Para mí siempre estás preciosa.

– No digas eso -dijo ella apartando la cabeza. Las interminables lágrimas empezaron de nuevo.

Peter suspiró. Le quedaba mucho camino. Pero le daba la sensación de que habían superado una meta importante. Al menos volvían a estar juntos. Lo notaba.

– ¿Edward?

– Sí, mamá. -Oyó su propia voz, ligeramente irritada. Tenía que controlarse. Pero su madre se estaba pasando: la segunda vez en un día.

– Edward, tengo una noticia triste.

Más no. No podría soportarlo.

– ¿Qué?

– La pobre señora Hartley…

– ¿Qué ha pasado?

– Se ha tomado una sobredosis, Ed. Es muy triste.

– ¡Oh, no! Se ha…

– No, se pondrá bien. Pero imagínate lo mal que estaba. Pobre. Está en el hospital, me lo ha dicho Dorothy, mi amiga de los Weight Watchers.

– Sí, mamá.

– Es enfermera. No debería habérmelo dicho, pero pensé que querrías saberlo.

– Sí, gracias por decírmelo. -Se sentía inmensamente deprimido. ¿Hasta dónde y hasta cuándo seguiría expandiéndose el efecto de la muerte de Martha?-. Le mandaré una tarjeta.

– Hazlo. Y podrías pedirle a esa chica…, Kate, que le mande otra. Las notas, por breves que sean, son un gran alivio. Saber que los demás piensan en ti.

– Claro, se lo diré.

La llamaría más tarde. En ese momento no se sentía capaz.

– Clio, soy Fergus.

– Oh, hola.

– ¿Cómo estás?

– Bien, Fergus, sí, gracias. ¿Y tú?

– Estoy bien, Clio. Sólo quería decirte una cosa.

– Oye, Fergus, lo siento, pero estoy muy liada. Tengo que hacer… algo, me voy de Guildford dentro de un par de horas y tengo una sala de espera hasta los topes de pacientes. En otro momento.

Fergus colgó sin despedirse.

Nick se quedó un momento mirando la casita de Jocasta, escuchando cómo se alejaba el taxi. Casi le daba miedo entrar, cómo se sentiría con todo, y con ella, cómo podía haber cambiado todo de una forma tan peligrosa. O cómo había cambiado ella de forma tan peligrosa, y había pasado a ser una persona despreocupada, irresponsable y transparente a alguien capaz de cometer un enorme engaño, de terrible arrogancia y gran valor. Para hacer lo que había hecho, completamente sola. También quería irse, conservarla como había sido siempre, pero sabía que tenía que verla, enfrentarse a ella, averiguar en qué se había convertido y por qué. Levantó un dedo y tocó el timbre. Hubo un largo silencio y después oyó su voz.

– ¿Quién es?

– Nick.

Un silencio en el que oyó su sorpresa. Después oyó que abría el pestillo, vio cómo abría la puerta y la vio a ella.

Tenía muy mal aspecto, estaba muy pálida y tenía los ojos rojos e hinchados de llorar. Los cabellos le caían sobre la cara, y retorcía un pañuelo entre las manos. Llevaba uno de los chándales más horribles que Nick hubiera visto. Jocasta le sonrió débilmente.

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