– ¡Gideon! ¿Qué tiene él que ver con Kate?
– Pues que dijo que pagaría a Fergus hasta que Kate ganara dinero. Ese era el trato al principio. Y el pobre no había cobrado ni un penique. ¿Eso no te parece un detalle por parte de Fergus? Él no conocía a Kate, no le debía nada.
– No -dijo Clio-, sólo era dinero.
– ¡Por favor! Venga ya, ¿qué más hace mal el pobre? Aparte de ganarse la vida de la única manera que sabe.
– Nada, la verdad -dijo Clio bajito.
Jocasta se marchó poco después; cada vez tenía más dolor de cabeza y estaba muy cansada. De común acuerdo, no habían hablado de su situación. Estaba decidida, le dijo a Clio, y nada la haría cambiar de opinión.
– Sé que crees que hago mal, pero tendremos que aceptar que no estamos de acuerdo. Al menos volvemos a ser amigas.
– ¿Quieres que vaya a Londres contigo? ¿Que me quede contigo esta noche?
– No, por Dios. No estoy tan preocupada. En serio. Y para ti sería un mal trago. Todo irá bien. De verdad. Estaré perfectamente. Adiós, Clio, y otra vez perdóname. Te quiero mucho. Te llamaré pronto. Y llama a Fergus. Venga.
Nick se dirigía a Londres. Conducía él mismo. Su madre estaba horrorizada, pero él había dicho que al brazo no le pasaba nada fuera del cabestrillo y que podía conducir con el brazo izquierdo.
– Lo siento, mamá, pero tengo que volver. Se me acumula el trabajo. Te juro que iré a ver a mi médico mañana a primera hora. ¿De acuerdo?
Patrie Marshall suspiró.
– No puedo impedírtelo, pero me parece una estupidez. Más vale que no tengas un accidente. La policía se lo pasaría en grande contigo.
Nick le prometió no tener un accidente.
Jocasta entró en su casa y se echó en la cama. Se encontraba fatal. Ya no tenía tantas náuseas, pero se sentía sola, asustada y vulnerable. La idea de lo que tenía que hacer al día siguiente de repente le parecía muy desagradable. No era el dolor. Sarah Kershaw le había asegurado que sería mínimo.
– Sólo estarás dolorida. Y sangrarás mucho, al principio. ¿Has pedido a alguien que te acompañe a casa?
– Por supuesto -dijo Jocasta-. Está todo arreglado.
Había pedido un taxi: ida y vuelta.
¿Qué le preocupaba tanto del día siguiente? Quería interrumpir el embarazo. No tendría que preocuparse más de otro. No le temía a la operación. Nick no se enteraría nunca. Después de eso podría recuperar su vida. Estaría bien.
Era sólo un poco triste. Sí, se sentía un poco triste. Era normal. Sería raro no sentir nada cuando ibas a deshacerte de… a abortar. De hecho, la aliviaba sentirse triste. Ver que no era tan despiadada al fin y al cabo. No era un bebé, se repetía a sí misma. Era un embarazo, eso era lo que tenía que pensar, una situación médica que tenía que resolver, de una forma adulta. El hecho de que si no lo resolvía al cabo de siete meses ella y Nick habrían traído al mundo a un pequeño ser, no merecía ni pensarse. No lo pensaría. No había nada en que pensar.
Se sirvió otra copa de vino, se dio un largo baño, echó un vistazo a los periódicos, pero seguía desesperadamente despejada. Tal vez debería tomarse un somnífero. Tal vez no, después del vino, que le había dado náuseas. Podía ver la tele, eso siempre le daba sueño, era como apretar un interruptor. Ponían una buena película, Cuando Harry encontró a Sally. La vería. Siempre le había gustado.
Justo en la escena del orgasmo, la apagó. La ponía nerviosa. La estaba poniendo muy nerviosa. Como si alguien fuera a fingir que tenía un orgasmo sentada en una cafetería, tan fuerte. Qué estupidez. Se sirvió otra copa de vino y pensó que ella sólo había fingido un orgasmo un par de veces: porque estaba muy cansada y sólo quería dormir. Era asombroso que ellos no se dieran cuenta. Que no lo distinguieran. Con Nick nunca había fingido. Con él, el sexo siempre había sido maravilloso. Incluso habían hecho un bebé.
Basta, Jocasta. No es un bebé. No es un bebé, y basta.
Seguía espantosamente despejada, y espantosamente asustada. Miró el reloj. Sólo eran las doce y media. ¿Cómo iba a pasar el resto de la noche? Mierda. Era horrible.
Pero era la última. La última vez.
Nick se despertó temprano. Había sido un trayecto infernal, pero había llegado a medianoche a Hampstead, agotado, y se había acostado. El dolor del brazo le había despertado. Fue a la cocina y se tomó un par de analgésicos. Eran bastante fuertes y le hicieron sentir muy aturdido. Se preparó un té. Podía salir a dar una vuelta para aclararse la cabeza. Se moría de ganas de poder volver a correr. Por ahora le dolía demasiado el brazo y destruía todo el placer. Iría a dar una vuelta, compraría los periódicos, volvería, desayunaría y después se acercaría a Westminster. Seguro que se cocía algo y sería agradable volver a poner los pies allí. Lo echaba de menos, como si fuera su casa.
Fue caminando hasta Heath Street, compró el Times, el Guardian y el Daily Mail. Con eso se pondría al día de lo que ocurría en el país. Sus padres sólo compraban el Telegraph. Después entró en una tienda a comprar un par de cruasanes y volvió a casa.
Estaba terminando con el segundo cuando un artículo del Mail le llamó la atención: «Equipo para escapadas», decía, y era sobre lo que tenías que ponerte para viajar y cómo estar tan guapo -o tan feo- como los ricos y famosos. Había muchas fotos de personajes saliendo de los aeropuertos, en los últimos días: Madonna, Nicole Appleton, Kate Moss, Jude Law, Jonathan Ross, Jasper Conran, y Gideon Keeble. Como siempre, extraordinariamente elegante, bastante más que muchos de los otros, con un traje de hilo y un sombrero panamá. Cabrón. Además de todo su dinero, era guapo y tenía clase.
Los pies de foto decían adónde iba cada uno, la mayoría al sol. El adicto al trabajo Keeble, como le llamaban, se iba a Melbourne de viaje de negocios. Vaya, eso sí era ser un adicto al trabajo. Jocasta no se veía por ninguna parte; no era bastante famosa, imaginó. Keeble tampoco lo era, en realidad.
Debían de necesitar una persona más para llenar la página y habían aprovechado. Puede que ella no hubiera ido. Puede que estuviera en Londres, en aquella absurda mansión. O en Wiltshire. ¿O era Bershire?
Podía probar. Podía llamarla. Ella le había llamado y le había dejado un mensaje y él no le había contestado. La verdad es que su mensaje había sido un poco frío e inequívoco en su intención, y le había molestado bastante, también, que tardara tanto en acusar recibo de sus postales. Pero podía llamarla, decirle que estaba bien, que volvía a estar en Londres si le necesitaba… No, eso no, para qué iba a necesitarle. En fin, que había vuelto, y que gracias por llamar.
Tardó cinco minutos en decidirse. Finalmente, se dijo que habían acordado ser amigos, y que eso era lo que haría un amigo, y la llamó al móvil.
Estaba apagado.
Bien, pues sería mejor dejarlo. O podía intentar llamarla a casa. A ver si estaba. ¿Por qué no? No había ninguna razón para no hacerlo, era mucho menos clandestino, en realidad, que llamarla al móvil. Era una demostración de lo inocente de su llamada. La llamada de un amigo.
Marcó el número de la casa grande, y se puso una voz desconocida. Una voz desconocida con acento filipino.
– Residencia del señor Keeble.
Era una fraseología un poco rara. Ahora debería ser la residencia de los señores Keeble.
– Buenos días. ¿Está la señora Keeble?
– ¿La señora Keeble? No, la señora Keeble no está.
– Ah, bien. ¿Está de viaje con el señor Keeble? ¿O está en el campo?
– La señora Keeble no vive aquí. Ella…
Se oyó una breve disputa y entonces se puso la señora Hutching. Nick reconoció su voz.
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