– ¿Se llama señorita Forbes?
– Supongo que sí. Sí.
– Déjeme ver. Cambió la reserva, de Haines Road a Old Town, recogida, sí, aquí está. Lo cambió por Gower Street. ¿Le suena?
– Sí, sin duda.
– Vale. Clínica GG & O, Gower Street. Al lado de UCH. Recogida esta tarde, hora por confirmar.
– Gracias -dijo Nick-, muchas gracias.
Si pensaba hacer aquella cosa horrible esa mañana, estarían a punto. Podrían estar haciéndolo en ese momento. Tenía que darse prisa, como había dicho Josh.
– Kate, cariño, pasa. Estás tan guapa como siempre. ¿Cómo va todo?
– Bien, Fergus. Vaya, perdona, lo siento.
Era extraordinaria la forma como los jóvenes respondían al móvil, pensó Fergus, como si todas las llamadas fueran cruciales, mucho más cruciales que cualquier otra cosa que estuvieran haciendo. Les veías sentados en grupo, en un gran grupo, y la mitad, en cualquier momento, estaban hablando por el móvil. Era curioso. Y no parecían pensar que interrumpir una conversación fuera ni remotamente de mala educación.
– Lo siento. Lo apagaré. Era Ed. ¿Conoces a Ed? El novio de Martha.
– Sí. Y recuerdo que era muy guapo.
– ¡Y que lo digas! Sí. En fin, dice que la señora Hartley, la madre de Martha, está muy deprimida. Es que yo les escribí, a los señores Hartley, porque pensaba que ella era mi abuela, ¿sabes?, mi otra abuela, y parecía muy buena y me dio mucha pena, y el señor Hartley le ha dicho a Ed que mi carta la había animado un poco, no sé por qué, y que me lo dijera. Es una lástima que no podamos decírselo, en cierto modo…
– Espero que no lo hagas -dijo Fergus nervioso-, a mí no me parece una buena idea en absoluto.
– ¡Fergus! No soy tan tonta. En fin, he venido para hablar del contrato con Smith. Creo que tendría que firmarlo, ahora me siento muy diferente y…
Nick atravesó Knightsbridge a toda velocidad y atajó por el parque. Por favor, que no estuvieran los policías montados. Estaban. Esperó un momento atormentándose, y después dio la vuelta haciendo chirriar las ruedas y atajó por Bayswater Road. Allí también había un tráfico denso: lo cruzó rápidamente, y cogió una calle secundaria, serpenteando por calles estrechas y placitas, adelantando a otros conductores (sorprendido por su indignación; él conducía como siempre, sólo que más deprisa). Estuvo a punto de matar a dos perros, un gato y casi mató del susto a una viejecita de aspecto majestuoso que bajó a la calzada sin mirar, como suelen hacer las viejecitas majestuosas. Ella le amenazó con el puño, y cuando miró por el retrovisor, la vio apuntándole con el dedo a otro transeúnte. Cortó por Baker Street, se abrió camino hasta Welbeck Street, y después tomó la dirección norte, con la mente centrada en que tenía que llegar a Gower Street a tiempo. En cierto momento se encontró frente a un rótulo de prohibida la entrada en una calle de un sentido. Le pareció lo más lógico seguir adelante. Tuvo suerte.
En Gower Street tuvo que localizar la clínica, que según el hombre estaba al final de la calle: ¿dónde?, maldita sea. Ah, ya. No había parquímetros, por supuesto, sólo líneas amarillas por todas partes.
Dejó el coche y se enfrentó a un guardia de tráfico que le preguntó qué hacía.
– Salvar una vida -dijo Nick.
El hombre ya lo había oído antes.
– Tengo que ponerle una multa -dijo.
– Bien. Vale. Me encantará. Adelante.
El guardia le miró fijamente y después escribió la multa, meneando la cabeza.
Ahí estaba, una puerta discreta y recién pintada: con una placa de bronce que decía GG & O. Qué estupidez de nombre para una clínica. Apretó el timbre. La puerta se abrió con un zumbido pretencioso.
Había una mesa de recepción en la entrada, con un gran jarrón de flores. A la izquierda del jarrón había una mujer joven y sonriente con un traje azul marino y una blusa de flores y un lazo en el cuello.
– Buenos días -dijo-. ¿En qué puedo ayudarle?
– Diciéndome dónde… dónde está mi esposa -dijo Nick.
Le pareció que estarían más dispuestos a ayudarle si asumía la posición de su marido. Se sentó respirando con dificultad. Se sentía raro.
– ¿Me da su nombre, por favor?
– Keeble. Jocasta Keeble.
– ¿Con quién tiene visita?
– No puedo decírselo porque no lo sé.
La mujer se puso a teclear en el ordenador. Lo suficiente para escribir un libro, le pareció a Nick. Al menos un artículo muy largo. Qué pérdida de tiempo y energía eran esos trastos. Sólo se necesitaba un libro de citas y un lápiz.
– Keeble, ha dicho, Keeble. No, no tengo a nadie esta mañana con ese nombre.
Sonó el teléfono.
– Ginecología y Obstetricia Gower. ¿Doctor Cartwright? Sí, espere un momento, por favor. -Más tecleo.
– Oiga -dijo Nick-, esto es tan urgente que no sé ni por dónde empezar. Por favor, dígame dónde está.
– Un momento, por favor. Lo siento, doctor Cartwright, le paso una llamada.
La mujer le sonrió menos amistosamente.
– Oiga, no tengo a ninguna Keeble hoy. Seguro.
– Pues mire Forbes.
– Forbes, Forbes…, ah, sí. Sí, aquí está. Bien, si quiere sentarse, le diré a la doctora Miles que está aquí. Sírvase un té o un café.
– No quiero café y no quiero ver a la doctora Miles. Quiero a mi esposa.
– La doctora Miles tiene visita con su esposa hoy. Un poco de paciencia, por favor. Susan, es sobre la señora Forbes. Una de las pacientes de la doctora Miles. Está aquí su marido. Está en el quirófano… Ah, sí, bien. Gracias… -Se sentó en la silla y sonrió a Nick con gran educación-. Lo siento, señor Keeble. Su esposa ya se ha marchado.
Enseguida vio lo que había hecho. Estaba muy rara. Una mezcla de desafío y excitación. El frasco de paracetamol estaba encima de la mesita, perfectamente tapado. Ella lo miró. Él lo cogió. Estaba vacío.
– Oh, Grace, Grace, mi vida, no deberías haberlo hecho, sé por qué lo has hecho, pero… Dios mío, llamaré a Douglas, cielo santo…
Grace se puso a llorar.
El consejo de Douglas Cummings fue sucinto.
– Llévala al hospital. Inmediatamente. Es un fármaco letal. Esté como esté, llévala al hospital. ¿Quieres una ambulancia?
– No -dijo Peter enseguida-, está a cinco minutos. La llevaré en coche.
Esperaba fervorosamente que aquello no fuera lo último que hacía por ella.
Nick caminó despacio hacia el coche. Le habían puesto el cepo. Decidió que no podía resolverlo en ese momento. Lo dejaría. Lo bueno del cepo era que el coche estaba seguro.
Se encontraba mal, y sumamente cansado. Aparte de eso no sentía nada: ni tristeza, ni ira, nada. Le dolía el brazo. Paró un taxi y le dio la dirección de Hampstead. Se sentó en el taxi, mirando por la ventanilla, los entornos más bien deprimentes de Gower Street, mirando a la gente, personas con suerte, que tenían relaciones normales y familias felices.
Intentó no pensar en Jocasta y sobre todo intentó no pensar en el bebé del que se había deshecho. Fracasó. Era como si su cabeza no quisiera volver a pensar en nada más nunca. Pensaba en ella, en lo mucho que la había querido, lo mucho que la quería, tanto…, en cómo se habría comportado, en lo que habría querido, de haberlo sabido. Y sabía que lo habría querido. Mucho, mucho. Incluso en ese momento, al pensar en el bebé, un bebé que ya no existía, sintió un montón de cosas nuevas y del todo desconocidas. No estaba muy seguro de lo que eran, pero había orgullo, un fuerte instinto de protección y un cierto respeto por lo que habían hecho, Jocasta y él. Sí. Sin duda. Lo habría querido: a su bebé.
Habría sido absolutamente aterrador: habría supuesto no sólo compromiso, compromiso absoluto, impuesto a la fuerza, sino una vida nueva y totalmente diferente. No habría habido ningún período de ajuste para los dos, tiempo para aprender a vivir juntos, tiempo para adaptarse a su nuevo estado. Habría dado el salto de soltero a marido y padre, sin tiempo apenas para respirar. Habría sido muy difícil. Pero era lo que habría querido.
Читать дальше