Douglas Kennedy - Tentación

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Como cualquier guionista de Hollywood, David Armitage aspira convertirse en rico y famoso para huir de la mediocridad de su vida. Cuando está a punto de dar por muerta su carrera, se produce el milagro: la televisión compra uno de sus guiones y se convierte en un rotundo éxito. Pasado un tiempo, el millonario Philip Fleck le propone ir a su isla privada para trabajar en un nuevo guión cinematográfico. David se lleva una desagradable sorpresa cuando descubre que se trata de uno de sus propios guiones, escrito unos años antes, copiado palabra por palabra. Furioso, David se niega a colaborar con el millonario. Pero su decisión le costará cara…
***
«¡Esto es una novela!: flechazos, dilemas, pesares, y la certeza de que el éxito se conjuga siempre con el condicional o el imperfecto.» Le Figaro.

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– ¿Cómo lo descubriste?

– ¿Cuál es la regla de hoy?

– Lo siento.

– En fin, eso es todo. Todo lo que me dijiste el otro día se ha confirmado. Philip decidió aniquilarte. No sé por qué lo ha hecho. Pero lo ha hecho. No lo reconocerá nunca, nunca explicará sus motivos, y nunca admitirá nada. Pero sé que es culpable. Y tendrá que pagarlo. El precio que pagará es éste: le abandono. Aunque por supuesto eso no le preocupa en absoluto.

– Le has dicho que le abandonas -pregunté, esperando que no sonara como una pregunta.

– No, no se lo he dicho todavía. Desde entonces no he vuelto a hablar con él. Has hecho muy bien, haciendo una pregunta como si fuera una afirmación.

– Gracias.

– De nada. Ojalá hubiera logrado hacerle reconocer algo. Entonces, al menos, podría haberle obligado a compensarte de algún modo; arreglarlo. En cambio…

Se encogió de hombros.

– Está bien -dije.

– No, no lo está.

– Por hoy, está bien.

Soltó una mano del volante y entrelazó los dedos con los míos. Los mantuvo así hasta que giramos para entrar en Santa Bárbara, y tuvo que poner tercera.

Pasamos por la calle donde había vendido mi Porsche y empeñado el ordenador. Pasamos por la hilera de tiendas de diseño y restaurantes de clase alta donde la rúcula y el parmesano rallado son de rigor. Cuando llegamos a la playa, dimos la vuelta, siguiendo la calle costera hasta la puerta del hotel The Four Seasons.

– Eh… -empecé a decir, recordando mi ilícita semana allí con Sally, cuando todavía estaba casado y tan ridículamente seguro de mí mismo.

Antes de que pudiera seguir, Martha me interrumpió.

– Ni se te ocurra preguntar.

El aparcacoches se llevó nuestro coche. Martha me condujo a través de la puerta principal. En lugar de llevarme en dirección a la recepción, me guió por un pasillo lateral hacia una gran puerta de roble, sobre la cual estaba escrito:

CENTRO DE BIENESTAR.

– He decidido que necesitabas un poco de «bienestar» -dijo Martha con una sonrisa, mientras abría la puerta y me empujaba dentro.

Se encargó de todo: le dijo al recepcionista que yo era David Armitage y que tenía reservado el especial de tarde, que incluía cita con el peluquero. Hablando del peluquero, ¿podía hablar un momento con él? La recepcionista descolgó el teléfono. Al poco rato, apareció un hombre alto y vigoroso por una puerta trasera. Con una voz casi susurrante se presentó como Martin.

– Bien, Martin -dijo Martha-. Ésta es la víctima. -Buscó en su bolso y sacó la fotografía en la que aparecía con Caitlin y se la pasó a Martin-. Así es como era antes de trasladarse a una cueva. ¿Cree que podría devolverlo a su estado preneandertal?

Martin sonrió ligeramente.

– Por supuesto -dijo, devolviéndole la foto a Martha.

– Adelante, guapo -me dijo ella-. Te esperan cuatro horas de diversión. Quedamos en la terraza a las siete para tomar algo.

– ¿Qué vas a hacer tú?

Otro beso en los labios.

– Nada de preguntas -dijo.

Se volvió y fue hacia la puerta. Martin me tocó en el hombro y me indicó que le siguiera a su santuario.

Primero me hicieron desnudar. Luego dos mujeres me acompañaron a una gran ducha de mármol donde me regaron con chorros a presión de agua muy caliente, me frotaron con jabón a las algas marinas y un cepillo de cerdas duras. Después me secaron, me dieron un albornoz y me mandaron a la silla de Martin. Con unas tijeras me liberó de la mayor parte de mi barba. Siguieron toallas calientes, espuma para la barba, y de un esterilizador quirúrgico salió una maquinilla de hoja recta. Mi peluquero me rasuró la cara, me la envolvió con una toalla caliente, la quitó, hizo girar mi silla, y me echó la cabeza hacia atrás, sobre una pila, donde me lavó el pelo largo y enredado. Después me lo cortó, devolviéndome el estilo de antes de que empezara a salirme todo mal.

Cuando terminó, me dio otra palmadita en el hombro y me indicó otra puerta, diciendo:

– Nos veremos al final.

Durante las siguientes tres horas me atormentaron, me embadurnaron, me momificaron, me cubrieron de arcilla, y me masajearon con aceite hasta que por fin me devolvieron a la silla de Martin, donde él me trabajó el pelo con el secador. Después me señaló el espejo y dijo:

– Ya vuelve a ser el de antes.

Me miré al espejo, y me costó un poco acostumbrarme a mi nueva vieja imagen. Tenía la cara más delgada, los ojos más hundidos, y un aire general de cansancio. Aunque pareciera adecuadamente terso y brillante tras cuatro horas intensas de un «bienestar» casi demasiado enérgico, una parte significativa de mí no se creía aquel acto de magia cosmética y barberil. No quería ver aquella cara porque ya no confiaba en ella. Decidí volver a dejarme la barba al día siguiente.

Cuando salí a la terraza, encontré a Martha sentada a una mesa, con una vista preciosa del Pacífico. Se había puesto un vestido negro corto y llevaba el pelo suelto. Me miró, pero esa vez no se sobresaltó por mi aspecto. Sólo sonrió y dijo:

– Eso está mejor.

Me senté a su lado.

– Ven aquí, por favor -dijo.

Me incliné y ella me cogió la cara con las manos. Acercó su cabeza a la mía y me besó.

– De hecho, eso está mucho mejor -dijo.

– Me alegro de que te guste -dije, mareado por el beso.

– La verdad, señor Armitage, es que en el mundo escasean los hombres atractivos e inteligentes. Se pueden encontrar muchos hombres atractivos y estúpidos, y muchos inteligentes y feos, pero la belleza y la inteligencia juntas es tan raro como ver al cometa Hale. Por eso cuando un tipo atractivo e inteligente decide transformarse en una especie de Tab Hunter en Rey de reyes…, hay que tomar la iniciativa para hacerle entrar en razón. Sobre todo porque no me acostaría nunca con alguien que parece salido de una pintura de Woolworth del Sermón de la montaña.

Una pausa larga, muy larga. Martha me cogió la mano y preguntó:

– ¿Has oído lo que he dicho?

– Oh, sí.

– ¿Y?

Fue mi turno de inclinarme y besarla.

– Era la respuesta que esperaba -dijo.

– ¿Sabes por qué me enamoré de ti aquella primera noche? -dije de repente.

– Ya vuelves a hacer preguntas.

– ¿Y qué? Quiero que lo sepas.

Ella me cogió la chaqueta y tiró de mí hasta que estuvimos cabeza contra cabeza.

– Lo sé -susurró-. Porque yo también me enamoré. Pero ahora no digas nada más.

Me dio otro beso y dijo:

– ¿Quieres probar algo completamente diferente?

– Por supuesto.

– Tomemos sólo una copa de vino cada uno. Dos como mucho. Algo me dice que estaría bien estar relativamente sobrios más tarde.

Nos limitamos a una copa de Chablis por cabeza. Después fuimos al restaurante. Comimos ostras y cangrejos tiernos, y yo bebí otra copa de vino, y nos pasamos una hora hablando de tonterías que nos hacían reír como tontos. Y después, cuando retiraron los platos y rechazamos el café, me cogió de la mano y me llevó al edificio principal del hotel, luego al ascensor y de allí a una suite lujosa. Cuando cerramos la puerta, me abrazó y dijo:

– ¿Conoces aquella escena famosa de todas las películas de Cary Grant y Katharine Hepburn, en la que él le quita las gafas y la besa con pasión? Quiero que interpretemos esa escena ahora mismo.

Lo hicimos. Aunque la escena fue más allá, mientras nos dejábamos caer sobre la cama. Y después…

Después era de día. Y, ¡sorpresa sorpresa!, me desperté pensando que me sentía estupendamente bien. Tan estupendamente bien que, en los primeros minutos de atontamiento, me quedé sencillamente recordando la extraordinaria noche una y otra vez. Pero, cuando busqué a Martha con la mano, sólo toqué un objeto de madera: la foto enmarcada de Caitlin y mía, colocada sobre la almohada. Me senté y me di cuenta de que estaba solo en la habitación. Miré mi reloj: las diez y doce. Entonces vi una caja negra sobre la mesa, con un sobre encima. Me levanté. En el sobre ponía «David» y dentro había una nota:

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