Marc Levy - Los hijos de la libertad

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En la Francia ocupada por los nazis, dos hermanos adolescentes de origen judío, Raymon y Claude, se unen a la Resistencia en la 35ª brigada de Toulouse. La clandestinidad, el hambre, las ejecuciones y los actos de sabotaje pasarán a formar parte de sus vidas cotidianas, pero también conocerán la solidaridad, la amistad y el amor, además del valor supremo de la libertad. Mientras esperan la llegada de los aliados, Raymond y sus compañeros cruzarán Europa a bordo de un tren de deportados a los campos de concentración.

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Samuel se echó a reír sarcásticamente, y su pecho, corroído por la tuberculosis, no dejaba de sufrir estertores. Su voz era extraña, a veces tenía un timbre de hombre y otras el de un niño: Samuel tenía veinte años.

– No debería contarte nada, lo sé, no está bien, pero cuando hablo de él, hago que vuelva un poco a la vida, ¿no crees?

Yo no sabía qué responder, pero asentí con la cabeza. No importa lo que fuera a decir, un compañero necesitaba que yo lo escuchara. No había estrellas en el cielo y tenía demasiada hambre para dormir.

– Ocurrió al principio. Mi hermano tenía el corazón de un ángel y la cara de un muchacho. Creía en el bien y el mal. Hazte cargo, supe desde el inicio que estaba jodido. Con un alma tan pura no se puede hacer la guerra, y la suya era tan bella que destacaba sobre la suciedad de las fábricas y la de las prisiones; iluminaba el camino al amanecer cuando te ibas a trabajar con el calor de la cama todavía en el cuerpo.

»A él no se le podía pedir que matara. Ya te lo he dicho, ¿no? Creía en el perdón. Cuidado, era valiente, nunca se negaba a participar en una acción, pero siempre lo hacía sin arma. "¿De qué serviría? No sé disparar", decía él burlándose de mí. Su corazón le impedía apuntar, tenía un corazón enorme, te lo aseguro -insistía Samuel gesticulando con los brazos-. Iba con las manos vacías al combate, tranquilo y seguro de su victoria.

»Nos habían pedido que saboteáramos la cadena de montaje de una fábrica donde se producían cartuchos. Mi hermano me dijo que había que ir, para él era lógico: cuantos menos cartuchos se fabricaran, más vidas se salvarían.

»Hicimos juntos la investigación. No nos separábamos nunca. Tenía catorce años, así que tenía que vigilarlo y cuidarlo. Pero si quieres que te diga la verdad, creo que durante todo ese tiempo fue él quien me protegió a mí.

»Tenía mucho talento, deberías haberlo visto con un lápiz entre los dedos, era capaz de dibujar cualquier cosa. Con dos trazos de carboncillo te habría esbozado un retrato que tu madre habría colgado en la pared del salón. Así, encaramado al murete del recinto, en medio de la noche, dibujó el perímetro de la fábrica y pintó de colores todos los edificios, que surgían en su hoja de papel como el trigo sale de la tierra. Yo vigilaba y lo esperaba abajo. Entonces, de golpe, se echó a reír sin más, en medio de la noche; era una risa plena y clara, una risa que llevaré siempre conmigo, incluso a la tumba cuando la tuberculosis me gane la batalla. Mi hermano se reía porque había dibujado a un hombre en medio de la fábrica, un tipo con las piernas arqueadas como las del director de su escuela.

»Cuando acabó su dibujo, saltó a la calle y me dijo: "Venga, ya nos podemos ir". Ya ves, así era mi hermano; si los gendarmes hubieran pasado por allí, seguro que habríamos acabado en prisión, pero a él le daba todo igual; miraba su plano de la fábrica con su hombrecito de las piernas arqueadas y se reía a mandíbula batiente; te juro que su risa llenaba la noche.

»Otro día, mientras estaba en la escuela, fui a visitar la fábrica. Me paseaba por el patio intentando no hacerme notar demasiado cuando un obrero se me acercó. Me dijo que si venía a por trabajo, tenía que tomar el camino de los transformadores, los que señalaba con el dedo; y como añadió "camarada", comprendí su mensaje.

»Cuando volví a casa, se lo expliqué todo a mi hermanito, que había completado su mapa. Entonces, mirando el dibujo acabado, ya no se reía ni siquiera cuando le mostré el hombrecito de piernas arqueadas.

Samuel dejó de hablar el tiempo suficiente para recobrar un poco de aliento. Me había guardado una colilla en el bolsillo, la encendí pero no le propuse compartirla a causa de su tos. Me dio tiempo para saborear una primera calada y, después, continuó su relato con una voz que cambiaba de entonación según hablara de él o de su hermano.

– Ocho días después, mi compañera Louise llegó a la estación con una caja de cartón que agarraba bajo el brazo. En la caja, había doce granadas. Dios sabrá cómo había logrado encontrarlas.

»Como ves, no podíamos contar con lanzamientos en paracaídas, estábamos solos, muy solos. Louise era una chica genial, yo estaba encaprichado con ella y ella conmigo. A veces nos gustaba ir a la estación de clasificación para amarnos; desde luego, había que amarse mucho para no prestar atención al decorado, pero, de todos modos, tampoco teníamos nunca tiempo. El día siguiente a que Louise llegara con su paquete, partimos a una misión; era una noche fría y oscura como la de hoy, bueno, diferente, porque mi hermano todavía estaba vivo. Louise nos acompañaba hasta la fábrica. Llevábamos dos revólveres que les habíamos robado a dos policías a los que había sacudido en días y calles diferentes. Mi hermano no quería arma, así que yo llevaba las dos pistolas en la bolsa de mi bicicleta.

»Tengo que decirte lo que me pasó, porque no te lo vas a creer aunque te lo jure ahora mismo. Pedaleamos, la bicicleta se tambalea sobre la grava y, a mi espalda, oigo a un hombre que me dice: "Señor, se le ha caído algo". No tenía ganas de prestarle atención a ese hombre, pero un tipo que sigue su camino después de perder algo es sospechoso. Puse un pie en el suelo y me volví. En la calle de la estación, los obreros vuelven a la fábrica con su morral en bandolera. Caminan en grupos de tres, porque la calle no es lo bastante grande para que quepan cuatro. Ten en cuenta que la fábrica entera está subiendo por la calle. Delante de mí, a treinta metros, está mi revólver, que se ha caído de mi bolsa; mi revólver, brillando en el suelo. Apoyo mi bici contra la pared y camino hacia el hombre que se agacha, recoge mi pistola y me la devuelve como si fuera un pañuelo. El hombre me saluda y se reúne con sus compañeros que lo esperan, tras desearme buenas tardes. Esa noche, vuelve a su casa donde encuentra a su mujer y la comida que aquélla le ha preparado. Yo me vuelvo a subir a mi bici, con el arma bajo la chaqueta, y pedaleo para alcanzar a mi hermano. ¿Te lo puedes creer? ¿Te imaginas qué cara habrías puesto si hubieras perdido tu pistola en una misión y alguien te la hubiera devuelto?

No le dije nada a Samuel, no quería interrumpirle, pero enseguida resurgió en mi memoria la mirada de un oficial alemán, con los brazos en cruz, cerca de un urinario, y las de Robert y Boris.

Υ

– Ante nosotros, la fábrica de cartuchos se dibujaba como un trazo de tinta china en la noche. Rodeamos el muro del recinto. Mi hermano lo escaló, apoyando los pies en las piedras como si subiera una escalera. Antes de saltar al otro lado, me sonrió y me dijo que no podía pasarle nada y que nos quería a Louise y a mí. Yo trepé después y me reuní con él, como habíamos quedado, en el patio, detrás de un poste que había señalado en su mapa. Oíamos rozarse las granadas en nuestras bolsas.

»Hay que tener cuidado con el guardia. Duerme lejos del edificio que vamos a quemar y la explosión lo hará salir en un momento en que ya no corra ningún peligro, pero ¿qué nos pasaría si nos viera?

»Mi hermano ya se está colando y avanza en la oscuridad, lo sigo hasta que nuestros caminos se separan; él se ocupa del almacén, yo, del taller y de las oficinas. Tengo su plano en la cabeza y la noche no me asusta. Entro en la nave, rodeo la cadena de montaje y subo los escalones de la pasarela que lleva a las oficinas. La puerta está cerrada con un travesaño de acero, y sólidamente cerrado con un candado; no importa, las baldosas son frágiles. Cojo dos granadas, arranco las anillas y las lanzo, una con cada mano. Los cristales estallan, y tengo el tiempo justo para agacharme, aunque la onda expansiva llega hasta mí. Me proyecta hacia atrás y caigo con los brazos en cruz. Aturdido, con un zumbido en los oídos, grava en la boca y los pulmones llenos de humo, escupo cuanto puedo. Intento levantarme, mi camisa está ardiendo, y me parece que me voy a quemar vivo. Oigo otras explosiones a lo lejos, en los almacenes. Me dejo caer por los escalones de hierro y aterrizo frente a una ventana. El cielo está enrojecido por obra de mi hermano; otros edificios se iluminan cuando las explosiones les prenden fuego en la noche. Busco en mi bolsa, arranco las anillas y lanzo mis granadas, una a una, mientras corro rodeado de humo hacia la salida.

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