Se precipitó al cuarto de baño, golpeándose el pie contra el marco de la puerta.
– Ya es lunes -rezongó-. ¡Vaya noche!
Descorrió la cortina de la ducha, se metió en la bañera y dejó que el agua cayera mucho rato sobre su piel. Poco después, mientras se lavaba los dientes, contemplando su rostro en el espejo encima del lavabo, le entró un ataque de risa. Se puso una toalla alrededor del cuerpo, se enrolló otra en la cabeza a modo de turbante y se decidió a ir a prepararse el té de la mañana. Mientras cruzaba la habitación se prometió que nada más desayunar llamaría a Stanley. Tenía cierto riesgo revelarle sus delirios nocturnos, seguramente querría arrastrarla a la fuerza al diván de un psicoanalista. Era inútil resistirse, no aguantaría ni medio día sin llamarlo o sin acercarse a visitarlo. Una pesadilla tan rocambolesca merecía que se la contara a su mejor amigo.
Con una sonrisa en los labios fue a abrir la puerta de su habitación, que daba al salón, cuando un ruido de cubiertos la sobresaltó.
Su corazón empezó a latir de nuevo a toda velocidad. Abandonando las dos toallas sobre el parquet, se puso a toda prisa un vaquero y un polo, se peinó un poco, volvió al cuarto de baño y decidió delante del espejo que una sombrita de maquillaje no podía hacerle ningún daño. Luego entreabrió la puerta del salón, asomó la cabeza y murmuró, inquieta:
– ¿Adam? ¿Stanley?
– Ya no sé si tomas té o café, así que he hecho café -dijo su padre desde la cocina, enseñándole una cafetera humeante que blandía con un gesto de triunfo-. ¡Fuertecito, como a mí me gusta! -añadió, jovial.
Julia miró la vieja mesa de madera; estaba puesto su cubierto. Dos tarros de mermelada formaban una diagonal perfecta con el tarro de miel. Un poco más lejos, la mantequillera jugaba a describir un ángulo recto con el paquete de cereales. Un cartón de leche se erguía muy tieso ante el azucarero.
– ¡Para!
– Pero ¿qué he hecho ahora?
– Deja ya de jugar a ser el padre perfecto. Nunca me habías preparado el desayuno, no vas a empezar ahora que has…
– ¡No, nada de hablar en pasado! Es la norma que nos hemos impuesto. Todo se expresa en presente… El futuro es un lujo que no podemos permitirnos.
– ¡Es la norma que has impuesto tú! Y yo lo que desayuno es té.
Anthony le sirvió café en una taza. -¿Quieres leche? -quiso saber.
Julia abrió el grifo del fregadero y llenó el hervidor eléctrico.
– Bueno, ¿qué?, ¿has tomado una decisión? -preguntó Anthony Walsh sacando dos rebanadas de pan del tostador.
– Si el objetivo era que habláramos, nuestra velada de anoche no fue muy lograda -contestó Julia con voz dulce.
– Pues a mí me gustó mucho ese momento que pasamos juntos, ¿a ti no?
– No fue cuando cumplí nueve años, sino diez. El primer fin de semana sin mamá. Era domingo, la habían hospitalizado el jueves. El restaurante chino se llamaba Wang, cerró el año pasado. El lunes por la mañana temprano, mientras yo aún dormía, hiciste la maleta y te marchaste al aeropuerto sin despedirte de mí.
– ¡Tenía una cita en Seattle a primera hora de la tarde! Ah, no, creo que era en Boston. Caramba, ya no me acuerdo… Volví el jueves…, ¿o fue el viernes?
– ¿De qué sirve todo esto? -preguntó Julia sentándose a la mesa.
– Con dos frasecitas de nada ya nos hemos dicho muchas cosas, ¿no te parece? Tu té nunca estará listo si no aprietas el botón del hervidor.
Julia olisqueó la taza que tenía ante sí.
– Creo que no he tomado café en toda mi vida -dijo mojando los labios en el brebaje.
– Entonces ¿cómo puedes saber que no te gusta? -preguntó Anthony Walsh mirando a su hija beberse la taza de un tirón.
– ¡Porque sí! -repuso ella con una mueca, dejando la taza en la mesa.
– Uno termina por acostumbrarse a ese sabor amargo… o al final termina también por apreciar la sensualidad que emana de él -dijo Anthony.
– Tengo que ir a trabajar -prosiguió Julia, abriendo el tarro de miel.
– ¿Has tomado una decisión, sí o no? Esta situación es irritante, ¡tengo derecho a saber a qué atenerme, vamos, digo yo!
– No sé qué decirte, no me pidas imposibles. A tus socios y a ti se os olvidó otro problema ético.
– A ver, cuenta, me interesa.
– Trastocar la vida de alguien que no os ha pedido nada.
– ¿Alguien? -replicó Anthony con voz molesta.
– No juegues con las palabras, no sé qué decirte, haz lo que quieras, descuelga el teléfono, llámalos, dales el código, y que decidan por mí a distancia.
– Seis días, Julia, tan sólo seis días para que pases el duelo de tu padre, no el de un desconocido, ¿estás segura de no querer elegir tú misma?
– ¡Seis días para ti, entonces!
– Yo ya no estoy en este mundo, ¿qué quieres que gane con ello? No imaginaba decir esto algún día, pero ese día ha llegado. De hecho, si lo piensas, es bastante cómico -prosiguió Anthony Walsh, divertido-. Esto tampoco lo habíamos pensado. ¡Es increíble! Reconocerás que, hasta la realización de este invento genial, era difícilmente imaginable poder decirle a tu propia hija que habías muerto y acechar a la vez su reacción, ¿no? Bueno, veo que ni siquiera sonríes, así que supongo que en realidad no era muy divertido.
– ¡Pues no, en efecto no lo era!
– Tengo una mala noticia que darte. No puedo llamarlos. No es posible. La única persona que puede interrumpir el programa es la beneficiaría. De hecho, ya he olvidado el número que te dije, al instante se borró de mi memoria. Espero que lo hayas apuntado…, por si acaso…
– i 1-800-300 00 01, código 654!
– ¡Anda, pues sí que lo has memorizado bien!
Julia se levantó y fue a dejar su taza en el fregadero. Se volvió para mirar largo rato a su padre y descolgó el teléfono que pendía de la pared de la cocina.
– Soy yo -le dijo a su compañero de trabajo-. Voy a seguir tu consejo, bueno, casi… Hoy me tomaré el día libre y mañana también, y quizá alguno más, aún no lo sé, pero te mantendré informado. Mandadme un e-mail todas las noches con lo que hayáis avanzado en el proyecto, y sobre todo llamadme si tenéis el menor problema. Una última cosa, hazle caso a ese tal Charles, el nuevo en el equipo, le debemos una. No quiero que lo tengan al margen, ayúdalo a integrarse en el grupo. Cuento contigo, Dray.
Julia colgó el teléfono sin apartar la mirada de su padre.
– Está bien eso de velar por los colaboradores -comentó Anthony Walsh-. Siempre he dicho que una empresa reposa sobre tres pilares: ¡sus trabajadores, sus trabajadores y sus trabajadores!
– ¡Dos días! Nos doy dos días, ¿me oyes? Tú decides si los aceptas o no. Dentro de cuarenta y ocho horas, me devuelves a mi vida y tú…
– ¡Seis días!
– ¡Dos!
– ¡Seis! -insistió Anthony Walsh.
El timbre del teléfono puso fin a la negociación. Anthony lo descolgó, Julia le arrancó el auricular de las manos y lo tapó con la mano indicándole a su padre que fuera lo más silencioso posible. Adam estaba preocupado al no haberla encontrado en la oficina cuando la había llamado. Se reprochaba haberse mostrado susceptible y desconfiado con ella. Julia se disculpó a su vez por haber estado tan irascible el día anterior, le dio las gracias por haber reaccionado a su mensaje y haberse acercado a verla. Y aunque el momento no había sido de los más tiernos, su aparición inesperada bajo su ventana tenía a fin de cuentas un toque muy romántico.
Adam le propuso pasar a recogerla cuando hubiera terminado de trabajar. Y mientras Anthony Walsh lavaba los platos, haciendo todo el ruido que podía y más, Julia le explicó que la muerte de su padre la había afectado más de lo que en un principio había estado dispuesta a reconocer. Había tenido muchas pesadillas esa noche y estaba agotada. De nada servía reproducir la experiencia del día anterior. Necesitaba pasar una tarde tranquila y acostarse temprano, y al día siguiente, o como muy tarde dentro de dos días, volverían a verse. Para entonces habría recuperado la digna apariencia de la mujer con la que quería casarse.
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