Anthony observó la expresión dubitativa de Julia.
– Bueno, al parecer, en lo que a nosotros respecta, no es tan tentadora… El caso es que, al cabo de una semana, la batería se agota, y no hay forma alguna de recargarla. Todo el contenido de la memoria se borra, y se extinguen los últimos hálitos de vida.
– ¿Y no hay posibilidad de impedirlo?
– No, se ha previsto todo. Si algún listillo tratara de acceder a la batería, la memoria se formatearía al instante. Es triste decirlo, en fin, al menos para mí, ¡pero soy como una linterna desechable! Seis días de luz y, después, el gran salto a las tinieblas. Seis días, Julia, seis diítas de nada para recuperar el tiempo perdido; tú decides.
– Desde luego, sólo podía ocurrírsete a ti una idea tan extraña. Estoy segura de que eras mucho más que un simple accionista en esa empresa.
– Si aceptas entrar en el juego, y mientras no pulses el botón del mando a distancia para apagarme, preferiría que siguieras hablando de mí en presente. Digamos que es mi pequeño capricho, si te parece bien.
– ¿Seis días? Hace una eternidad que yo no me cojo seis días para mí.
– De tal palo, tal astilla, ¿verdad?
Julia fulminó a su padre con la mirada.
– ¡Lo he dicho por decir, no tienes que tomártelo todo al pie de la letra! -se defendió Anthony.
– ¿Y qué le voy a decir a Adam?
– Antes me ha parecido que te las apañabas muy bien para mentirle.
– No le mentía, le estaba ocultando algo, que no es lo mismo.
– Perdona, se me había escapado la sutileza del matiz. Pues no tienes más que seguir… ocultándole algo. -¿Y a Stanley? -¿Tu amigo homosexual? -¡Mi mejor amigo a secas!
– ¡Pues eso, hablamos de la misma persona! -contestó Anthony Walsh-. Si de verdad es tu mejor amigo, tendrás que ser aún más lista.
– ¿Y tú te quedarías aquí todo el día mientras yo estoy trabajando?
– Pensabas tomarte unos días de vacaciones para tu viaje de novios, ¿verdad? ¡Pues ésa es la solución!
– ¿Cómo sabes que pensaba irme?
– El suelo de tu apartamento, o el techo, como prefieras, no está insonorizado. Ése es siempre el problema con las viejas casas mal reformadas.
– ¡Anthony! -exclamó Julia, furiosa.
– Oh, por favor, aunque no sea más que una máquina, llámame papá, me horroriza cuando me llamas por mi nombre.
– ¡Pero, maldita sea, hace veinte años que no puedo llamarte papá!
– ¡Razón de más para aprovechar al máximo estos seis días! -contestó Anthony Walsh con una sonrisa de oreja a oreja.
– No tengo la menor idea de lo que debo hacer -murmuró Julia dirigiéndose a la ventana.
– Vete a la cama y consúltalo con la almohada. Eres la primera persona de la Ti erra a la que se le ofrece la posibilidad de disfrutar de esta opción, merece la pena que lo pienses con calma. Mañana por la mañana tomarás una decisión, y sea cual sea, será la acertada. Lo peor que puede pasarte si me apagas es que llegues un poco tarde al trabajo. Tu boda te habría costado una semana de ausencia, la muerte de tu padre valdrá al menos unas pocas horas de trabajo perdidas, ¿no?
Julia observó largo rato a ese extraño padre que la miraba fijamente. De no haber sido el hombre al que siempre había tratado de conocer, le habría parecido descubrir una sombra de ternura en su mirada. Y aunque sólo fuera una copia de lo que había sido, a punto estuvo de desearle las buenas noches, pero no lo hizo. Cerró la puerta de su habitación y se tumbó en la cama.
Pasaron los minutos, transcurrió una hora, y luego otra. Las cortinas estaban abiertas, y la claridad de la noche se posaba sobre las baldas de las estanterías. Al otro lado de la ventana, la luna llena parecía flotar sobre el parquet de la habitación. Tumbada en la cama, Julia rememoraba sus recuerdos de infancia. Había vivido tantas noches como ésa, acechando el regreso de aquel que esa noche la esperaba al otro lado de la pared. Tantas noches de insomnio, en su adolescencia, cuando el viento reinventaba los viajes de su padre, describiendo mil países de maravillosas fronteras. Tantas veladas dando forma a sus sueños. No había perdido la costumbre con los años. Cuántos trazos a lápiz, cuánto había tenido que borrar para que los personajes que inventaba cobraran vida, se reunieran y satisficieran su necesidad de amor, de imagen en imagen. Desde siempre Julia sabía que, al imaginar, uno busca en vano la claridad del día, que basta renunciar un solo instante a tus sueños para que se desvanezcan, cuando están expuestos a la luz demasiado viva de la realidad. ¿Dónde está la frontera de nuestra infancia?
Una muñequita mexicana dormía junto a la estatuilla de yeso de una nutria, primer molde de una esperanza improbable que, pese a todo, se había hecho realidad. Julia se levantó y la cogió. Su intuición siempre había sido su mejor aliada, el tiempo había alimentado su universo imaginario. Entonces, ¿por qué no creer?
Dejó el juguete donde estaba, se puso un albornoz y abrió la puerta de su habitación. Anthony Walsh estaba sentado en el sofá del salón, había encendido el televisor y veía una serie de la NBC.
– Me he permitido volver a conectar el cable, ¡fíjate qué tontería, ni siquiera estaba enchufado! Siempre me ha encantado esta serie.
Julia se sentó a su lado.
– No había visto este episodio, o sea, al menos no lo tengo en la memoria -añadió su padre.
Julia cogió el mando a distancia de la tele y quitó el sonido. Anthony hizo un gesto de exasperación.
– ¿Querías que habláramos? -dijo-. Pues entonces hablemos.
Se quedaron los dos en silencio durante un cuarto de hora entero.
– Estoy encantado, no había podido ver este episodio, o sea, al menos no lo tengo en la memoria -repitió Anthony Walsh, subiendo el volumen.
Esta vez, Julia apagó el televisor.
– Tienes un virus en el sistema, acabas de repetir dos veces lo mismo.
Siguió un nuevo cuarto de hora de silencio en el que Anthony Walsh no apartó los ojos de la pantalla apagada.
– La noche de uno de tus cumpleaños, creo que celebrábamos que cumplías nueve años, después de cenar los dos solos en un restaurante chino que te gustaba mucho, nos pasamos la velada entera viendo la televisión, tranquilamente. Estabas tumbada sobre mi cama, e incluso cuando terminó la programación, tú seguiste contemplando la nieve que parpadeaba en la pantalla; no puedes acordarte, eras demasiado pequeña. Al final te quedaste dormida hacia las dos de la mañana. Quise llevarte a tu habitación, pero agarrabas con tanta fuerza la almohada cosida al cabecero de mi cama que no pude separarte de ella. Estabas tumbada en diagonal en la cama y ocupabas todo el espacio. Entonces me acomodé en la butaca, frente a ti, y me pasé toda la noche mirándote. No, no creo que te acuerdes, sólo tenías nueve años.
Julia no decía nada. Anthony Walsh volvió a encender el televisor.
– ¿De dónde sacarán estas historias? Hace falta mucha imaginación. ¡Es algo que nunca dejará de fascinarme! Lo más curioso es que siempre acabas encariñándote con la vida de estos personajes.
Julia y su padre permanecieron allí, sentados uno al lado del otro, sin decir nada más. Cada uno tenía la mano apoyada junto a la del otro, y ni una sola vez se acercaron, ni pronunciaron una sola palabra que viniera a alterar la quietud de esa noche tan especial. Cuando las primeras luces del alba entraron en la estancia, Julia se levantó, aún en silencio, cruzó el salón y, ya en el umbral de su habitación, se volvió. -Buenas noches.
En la mesita de noche, el radiodespertador indicaba ya las nueve. Julia abrió los ojos y saltó de la cama. -¡Mierda!
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