– Eres el mejor amante de todos. Ese viejo judío era un amante estúpido. Tú eres un amante inspirado, Robert.
Sí, tenía ventajas. No era como todas las otras mujeres que había conocido. Ella no tenía necesidad de hacer el amor en momentos inconvenientes. El podía elegir con tranquilidad el momento de hacerlo. Y no tenía períodos. Era una magnífica amante. Robert le cortó un poco de pelo de la cabeza y se lo pegó entre los muslos.
El asunto había comenzado siendo puramente sexual, pero gradualmente se estaba enamorando de ella, podía sentir cómo ocurría. Pensó en acudir a un psiquiatra, pero decidió no hacerlo. Después de todo ¿por qué era necesario amar a un ser humano? Nunca duraba mucho. Había demasiadas diferencias entre cada individuo, y lo que empezaba siendo amor acababa casi siempre en guerra despiadada.
Tampoco tenía que acostarse en la cama con Stella y escucharle hablar de todos sus antiguos amantes. De cómo Karl la tenía así de grande, pero no sabía hacerlo. Y lo bien que bailaba Louie, que podía convertir en ballet una venta de seguros. Y cómo Marty sí que sabía besar de verdad, su manera de mover la lengua. Una y otra vez, siempre así. Qué mierda. Claro que también Stella había mencionado al viejo judío, pero sólo una vez.
Robert llevaba con Stella cerca de dos semanas cuando llamó Brenda.
– ¿Sí, Brenda? -contestó él.
– Robert, no me has llamado.
– He estado terriblemente ocupado, Brenda. He sido ascendido a jefe de distrito y he tenido que arreglar cosas en la oficina.
– ¿Es por eso?
– Sí.
– Robert, algo anda mal…
– ¿Qué quieres decir?
– Lo noto en tu voz. Pasa algo. ¿Qué demonios pasa, Robert? ¿Hay otra mujer?
– No exactamente.
– ¿Qué quieres decir con «no exactamente»?
– ¡Oh, Cristo!
– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Robert, algo anda mal. Voy a ir a verte.
– No pasa nada, Brenda.
– ¡Tú, hijo de mala puta, cabronazo, me estás ocultando algo! Algo se está tramando. ¡Voy a ir a verte! ¡Ahora!
Brenda colgó y Robert se fue a por Stella, la cogió y la metió en el armario, bien apoyada en una esquina. Cogió el abrigo de la percha y cubrió a Stella con él. Entonces volvió a la sala y se sentó a esperar.
Brenda abrió la puerta e irrumpió dentro.
– Está bien. ¿Qué coño pasa? ¿Qué es lo que anda mal?
– Mira, chica -dijo él-, todo va bien. Cálmate.
Brenda estaba bien formada. Las tetas un poco caídas, pero tenía piernas bonitas y un buen culo. En sus ojos había siempre un aire perdido y frenético. Algunas veces, después de hacer el amor, una calma temporal podía llenarlos, pero nunca duraba.
– ¡Todavía no me has besado!
Robert se levantó de su silla y besó a Brenda.
– ¿Cristo, qué clase de beso es ése? ¿Qué pasa? A ver, dime, ¿qué es lo que anda mal?
– No es nada, nada de…
– ¡Si no me lo dices, voy a gritar!
– Te digo que no es nada.
Brenda gritó. Se fue hasta la ventana y se puso a gritar. Se la pudo oír en todo el vecindario. Entonces paró.
– ¡Por Dios, Brenda, no vuelvas a hacer eso! ¡Por favor, por favor!
– ¡Lo haré otra vez! ¡Lo haré otra vez! ¡Dime qué es lo que pasa, Robert, o lo haré otra vez!
– De acuerdo -dijo él-, espera.
Robert se fue hasta el armario, lo abrió, le quitó el abrigo a Stella y la sacó fuera.
– ¿Qué es eso? -preguntó Brenda-. ¿Qué es eso?
– Un maniquí.
– ¿Un maniquí? ¿Quieres decir…?
– Quiero decir que estoy enamorado de ella.
– ¡Dios mío! ¿Quieres decir que? ¿Esa cosa?
– Sí.
– ¿Amas a esa cosa más que a mí? ¿Esa pasta de celuloide o de la mierda que esté hecha? ¿Quieres decir que amas a esa cosa más que a mí?
– Sí.
– ¿Y es de suponer que te la llevas a la cama? ¿He de suponer que haces cosas a… con esa cosa?
– Sí.
– ¡Oh…!
Entonces Brenda gritó de verdad. Se paró allí y se puso a gritar. Robert pensó que ese grito nunca iba a cesar. Entonces ella saltó hacia el maniquí y empezó a arañarlo y golpearlo. El maniquí se rompió y cayó contra la pared. Brenda se fue enfurecida, bajó a la calle, subió a su coche y arrancó salvajemente. Chocó contra el lateral de un coche aparcado, dio marcha atrás y salió otra vez a toda velocidad.
Robert se acercó a Stella. La cabeza se había caído y había ido rodando hasta debajo de la silla. Había restos de material de relleno por el suelo. Un brazo colgaba perdido, roto, dos alambres sobresalían. Robert se sentó en una silla. Solamente pudo sentarse. Entonces se levantó y se fue al baño, se quedó allí de pie un minuto, atontado, salió otra vez. Se paró en medio de la sala y pudo ver la cabeza debajo de la silla. Empezó a sollozar. Era terrible, no sabía qué hacer. Recordaba cómo había enterrado a su padre y a su madre. Pero esto era diferente. Esto era diferente. Simplemente se quedó allí, de pie, en medio de la salita, sollozando y esperando. Los ojos de Stella estaban abiertos, bellos y fríos, desde debajo de la silla. Le miraban fijamente.
Yo tenía veintipocos años, y a pesar de que bebía mucho y no comía, estaba todavía fuerte. Quiero decir físicamente, y eso es una ventaja cuando no hay muchas otras cosas que te vayan bien. Mi mente se rebelaba contra mi suerte y mi vida, y la única manera de calmarla era bebiendo y bebiendo. Iba caminando por la carretera, era sucia y polvorienta y hacía calor; creo que el estado era California, pero no estoy demasiado seguro. Era tierra desértica. Iba caminando a lo largo de la carretera, con mis calcetines acartonados, podridos y hediondos; los dedos se me salían por las puntas rotas de mis zapatos y tenía que meterme cartón en las suelas -cartón, periódicos o cualquier mierda que encontrara- para no ir pisando pinchos y piedras. Pero las uñas acababan atravesándolo y entonces, o metías más papel o le dabas la vuelta al viejo, o lo corrías, o te jodías y caminabas con los dedos fuera.
Un camión se paró a mi altura. Lo ignoré y seguí caminando. El camión arrancó de nuevo y el tío fue conduciéndolo a mi lado.
– Oye chico -dijo el tío-. ¿Quieres un trabajo?
– ¿A quién tengo que matar? -le pregunté.
– A nadie -dijo-. Vamos, sube.
Di la vuelta alrededor del camión y cuando llegué a la puerta, estaba ya abierta. Subí por el escalón plegable, me metí, cerré la puerta y me senté en el asiento de cuero. Me había librado del sol.
– Si me la chupas -dijo el tío- te ganas cinco pavos.
Le metí fuerte la derecha en el estómago, la izquierda la lancé a algún sitio entre su oreja y el cuello, volví con la derecha a la boca y el camión se salió de la carretera. Agarré el volante y lo enderecé de nuevo. Entonces apagué el motor y frené con la palanca de mano. Salté afuera y seguí caminando por la carretera. Cerca de cinco minutos después, el camión estaba otra vez marchando a mi lado.
– Chico -dijo el tío- lo siento. Yo no quise decir eso. No quise decir que fueses un marica. Sólo pensé que tenías cierta pinta. ¿Pasa algo malo con ser homosexual?
– Supongo que no, si usted lo es.
– Vamos -dijo el tío- sube. Tengo un verdadero trabajo honesto para ti. Podrás ganar algún dinero, vamos, muévete.
Subí otra vez. Nos pusimos en marcha.
– Lo siento -dijo él- tienes una cara muy ruda, pero esas manos. Tienes manos de señorita.
– No se preocupe por mis manos -dije.
– Bueno, verás, es un trabajo duro. Cargar traviesas. ¿Has cargado alguna vez traviesas de ferrocarril?
– No.
– Es trabajo duro.
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