– Dr. Max.
– ¿Señorita Cochrane?
De pie frente a ella, con los pulgares insertados en los bolsillos de su chaleco color eucalipto, parecía esperar otra pregunta estudiantil que él resolvería de un plumazo.
– Oiga, ¿se acuerda de cuando le llamé hace un par de meses?
– ¿Cuándo proyectaba despedirme?
– ¡Dr. Max!
– Bueno, iba a hacerlo, ¿no? Un his-toriador adquiere cierto olfato para los mecanismos del poder en el curso de sus estudios.
– ¿Estará usted bien, Dr. Max?
– Me imagino que sí. Hay muchos documentos que clasificar de Pitman House. Y, desde luego, está la biografía.
Martha le sonrió y movió la cabeza, censuradoramente. La reprimenda la dirigía a sí misma: el Dr. Max no necesitaba su consejo ni su protección.
En la iglesia de St. Aldwyn contempló los números de la lista de la lotería. No has ganado el gordo esta semana, tampoco esta vez, Martha. Se sentó en un cojín de petit point , frío y húmedo, con iniciales bordadas, y casi le pareció que olía la luz lienta. ¿Qué la atraía de aquel lugar? No iba allí a rezar. No había en su ánimo un claro arrepentimiento. El escéptico que se convierte, el blasfemo cuyas cataratas se disuelven: su caso no reproducía la vieja historia que complace a los clérigos. ¿Pero había un paralelismo? El Dr. Max no creía en la salvación, pero tal vez ella sí creyera y pensara que podría encontrarla entre los restos de un sistema de salvación más grande y desechado.
– Bien, Martha, ¿qué buscas? Dímelo.
– ¿Qué busco? No lo sé. Quizás el reconocimiento de que la vida, pese a todo, posee un carácter serio. Cosa que no he percibido. Como probablemente no lo percibe casi nadie. Pero aun así.
– Sigue.
– Bueno, supongo que la vida tiene que ser seria si posee una estructura, si existe algo por ahí más grande que uno mismo.
– Bonito y diplomático, Martha. Banal, asimismo. Triunfalmente descabellado. Prueba otra vez.
– Muy bien. Si la vida es una trivialidad, la desesperación es la única alternativa.
– Mejor, Martha. Mucho mejor. A no ser que quieras decir que has decidido buscar a Dios como una manera de evitar los antidepresivos.
– No, no es eso. No me entiendes. No estoy en una iglesia porque busco a Dios. Uno de los problemas es que las palabras, las palabras serias, han sido desgastadas a lo largo de los siglos por personas como esos rectores y vicarios que están en la lista de la pared. Las palabras actualmente no parecen apresar el pensamiento. Pero creo que había algo envidiable en aquel mundo por lo demás nada envidiable. La vida es más seria, y por ende mejor y por ende soportable, si existe algún contexto más amplio.
– Oh, vamos, Martha, me estás aburriendo. Puede que no seas religiosa, pero sin duda eres piadosa. Me gustabas más como eras antes. Un frágil cinismo es una reacción más auténtica ante el mundo moderno que este… anhelo sentimental.
– No, no es sentimental. Al contrario. Estoy diciendo que la vida es más seria, y mejor, y soportable, aun si su contexto es arbitrario y cruel, aun si sus leyes son falsas e injustas.
– Ahora bien, eso es el lujo de la retrospección. Diles eso a las víctimas de la persecución religiosa a lo largo de los siglos. ¿Preferirías que te desmiembren en la rueda o tener un pequeño y agradable bungalow en la isla de Wight? Creo que puedo adivinar la respuesta.
– Y otra cosa…
– Pero no has respondido a mi última pregunta.
– Bueno, quizá estés equivocada. Y otra cosa. Que un individuo pierda la fe y que un país pierda la fe, ¿no es casi lo mismo? Mira lo que le sucedió a Inglaterra. A la Vieja Inglaterra. Dejó de creer en cosas. Oh, siguió tirando. Se las arreglaba. Pero perdió seriedad.
– Oh, así que ahora es un país el que pierde la fe, ¿no? Viniendo de ti, la cosa es bastante irónica, Martha. ¿Crees que el país progresa si tiene algunas creencias serias, aunque sean arbitrarias y crueles? Restaura la Inquisición, devuelve el poder a los grandes dictadores, Martha Cochrane se enorgullece en presentarles…
– Basta. No puedo explicarlo sin burlarme de mí misma. Las palabras no hacen más que seguir su propia lógica. ¿Cómo cortas el nudo? Quizá olvidando las palabras. Deja que se agoten, Martha…
A su mente acudió una imagen compartida por quienes ocuparon antaño aquellos bancos. No por Guilliamus Trentinus, por supuesto, ni por Anne Potter, pero acaso una imagen conocida para el abanderado Robert Timothy Pettigrew, y para Christina Margaret Benson, y para James Thorogood y William Petty. Una mujer arrebatada por el viento, suspendida en el aire, prácticamente fuera de este mundo, aterrada y espantada y, no obstante, finalmente salvada. Una sensación de caída, caída, caída, que experimentamos todos los días de nuestra vida, y luego la percepción de que la caída se vuelve más suave, de que la está frenando una corriente invisible cuya existencia nadie sospechaba. Un instante breve y eterno que era absurdo, improbable, increíble, cierto. Nada más que unos huevos rotos por el leve impacto del aterrizaje. La riqueza de toda la vida posterior a ese instante.
Más tarde se habían apropiado de ese instante y lo habían reinventado, copiado, envilecido; ella misma había cooperado. Pero ese envilecimiento ocurría siempre. La seriedad residía en festejar la imagen original: en remontarse a ella, en verla, en sentirla. Ahí era donde discrepaba del Dr. Max. Parcialmente una podía sospechar que el suceso mágico nunca había existido, o por lo menos no del modo en que supuestamente había acontecido. Pero también había que festejar la imagen y el instante aun cuando no hubiesen existido. En eso radicaba la seriedad de la vida. Depositó flores nuevas en el altar y retiró las de la semana anterior, que estaban mustias y flaccidas. Cerró torpemente la pesada puerta, pero no la cerró con llave por si venía alguien. Porque tuyo es el wigwam, las flores y la historia.
Jez Harris afilaba su guadaña con una serie de golpes metálicos de muñeca. El párroco poseía una antigua segadora que funcionaba con gasolina, pero Jez prefería hacer las cosas como se debía; además, las lápidas desperdigadas formaban un desorden deliberado, como desafiando a cualquier segadora eléctrica. Desde el otro lado del cementerio, Martha observaba a Harris encorvarse y apretarse las rodilleras de cuero. Luego se escupió en las manos, profirió unos cuantos juramentos inventados y comenzó a cortar la grama y las adelfillas de color rosa baya, los acianos y las algarrobas desgreñadas. Hasta que los hierbajos volvieran a crecer, Martha podría leer los nombres esculpidos de sus futuros compañeros.
Era a principios de junio, una semana antes de la feria, y el tiempo daba una falsa impresión de verano. El viento había amainado, y lentos abejorros se guiaban por el olor de hierba calcinada. Una mariposa de un plata deslavado intercambiaba airosamente rutas de vuelo con una marrón prado. Sólo una curruca hiperactiva, que escarbaba en busca de insectos, desplegaba una invasora ética del trabajo. Los pájaros del bosque eran más osados que durante su infancia. El día anterior Martha había visto, justo a un palmo de sus pies, a un pinzón cascar la concha de una chirla.
El cementerio era un lugar de informalidad y colapso, donde eran más leves los estragos del tiempo. Una cascada de clemátides tapaba la peligrosa pendiente de una tapia de pedernal. Había un haya roja, dos de cuyas ramas cansinas estaban apuntaladas con rodrigones, y una entrada techada al camposanto, cuyo tejado circunflejo goteaba. Revestidas de liquen, las losas del banco en donde Martha estaba sentada se quejaban incluso del peso que ella depositaba cautelosamente.
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