– Está disculpado, Ted.
– Bueno, dijo que su badajo se le estaba desprendiendo por falta de uso y que a quién cojones se le había ocurrido liarle con una tortillera.
Martha le miró incrédula.
– Pero…, Ted…, para empezar, Maid Marian, ¿cómo se llama?, Vanessa, por decirlo de una forma elemental, sólo interpreta a una tortillera, como dice Robin.
– Eso es lo que sabemos hasta la fecha. Supongo que podría estar metiéndose en la piel de su personaje. Lo más probable es que lo esté utilizando como un pretexto. Para rechazar las proposiciones de Robin, como si dijéramos.
– Pero… Es decir, aparte de todo lo demás, en el informe histórico del Dr. Max, que yo recuerde, Maid Marian no se acostaba con Robin Hood.
– Bueno, así debería ser, señorita Cochrane. La situación actual es que Robin se queja de que es injusto y desleal y un atentado contra su virilidad no haber, disculpe mi lenguaje, pero le estoy citando a él, echado un polvo desde hace meses.
Por un momento Martha estuvo tentada de llamar al Dr. Max e informarle del comportamiento de las comunidades bucólicas en el mundo moderno, pero en vez de eso encaró el problema.
– Bien. Robin incumple su contrato con creces. Todos lo incumplen. Pero eso no es lo más importante. Se ha rebelado, ¿no? Contra el Proyecto, contra nuestra recreación del mito, contra todos y cada uno de los visitantes que acuden a verle. Es…, es un…
– ¿Un puñetero proscrito, señorita?
Martha sonrió.
– Gracias, Ted.
¿La banda sublevada? Era impensable. Era capital. Afectaba a muchísimas personas. ¿Y si a ellas se les metía en la cabeza comportarse de un modo parecido? ¿Y si el rey decidía que quería reinar de verdad o, puestos a ello, si la reina Boadicea decidía que era un advenedizo de alguna trepadora dinastía continental? ¿Y si los alemanes resolvían que tenían que ganar la Batalla de Inglaterra? Las consecuencias eran inimaginables. ¿Y si los petirrojos decidían que no les gustaba la nieve?
– Tenemos asuntos que tratar -dijo Martha, y vio que Paul tensaba las mejillas. La cara rencorosa de un hombre convocado a debatir una relación. Martha procuró tranquilizarle. Muy bien, ya hemos terminado con esto de hablar y no hablar. Hay varias cosas que no puedo decir y, puesto que no quieres oírlas, podemos dejarlas al margen. -Se trata de la banda.
Advirtió un alivio en la expresión de Paul. El alivio aumentó mientras comentaban la acción ejecutiva, la confianza y la recuperación a toda prisa de los visitantes. Concordaron acerca de la amenaza fundamental que representaba para el Proyecto. Paul sugirió la intervención del regimiento de operaciones clandestinas, aconsejó un plazo máximo de cuarenta y ocho horas, se ofreció para actuar de enlace con la banda como coordinador técnico, dijo que la vería, a ella, a Martha, más tarde, quizá mucho más tarde, y se marchó en un estado de excitación mitigada.
En el trabajo funcionaba esta taquigrafía armoniosa; en casa, persistía una rutina malhumorada y llena de represiones corteses. En una ocasión él había dicho que ella le hacía sentirse real. ¿Lloraba ella ahora por la adulación o por la verdad pretéritas?
Había algunas cosas que ella no podía decirle:
– que nada de todo aquello era culpa de él;
– que a pesar del escepticismo histórico del Dr. Max, ella creía en la felicidad;
– que cuando decía que «creía en ella», significaba que pensaba que dicho estado existía y que valía la pena procurar alcanzarlo;
– que los buscadores de la felicidad tendían a dividirse en dos grupos: los que la buscaban con arreglo a criterios estipulados por otros, y los que la buscaban de acuerdo con sus propios criterios;
– que ningún método de búsqueda era superior a cualquier otro;
– pero que, para ella, alcanzar la felicidad dependía de ser fiel a sí misma;
– fiel a su naturaleza;
– es decir, fiel a su corazón;
– pero el principal problema, la dificultad capital de la vida, era cómo conocías tu propio corazón;
– y el problema circundante era: ¿cómo conocías tu propia naturaleza?;
– que la mayoría de la gente la situaba en la infancia: por ende, sus reminiscencias extáticas de ellos mismos, las fotografías de cuando eran jóvenes, representaban medios de definir dicha naturaleza;
– aquí había una foto de ella cuando era joven, frunciendo el ceño frente al sol y proyectando hacia fuera el labio inferior: ¿era aquélla su naturaleza o solamente una mala fotografía sacada por su madre?; -¿pero y si esta naturaleza no era más natural que la que Sir Jack había delineado satíricamente después de un paseo por el campo?;
– porque si no podías situar tu naturaleza, sin duda disminuían tus posibilidades de ser feliz;
– ¿o si ubicar tu naturaleza era como emplazar una superficie de pantano cuyo trazado seguía siendo misterioso y cuya actividad indescifrable?;
– que pese a condiciones favorables y a la ausencia de obstáculos, y a pesar de que ella creía que podía amar a Paul, no se había sentido dichosa;
– que al principio pensó que podría ser porque él la aburría;
– o que le aburría el amor de Paul;
– pero no estaba segura (y, al desconocer su propia naturaleza, ¿cómo iba a estarlo?) de que fuese así;
– quizá, entonces, aquel amor no constituía la respuesta para ella;
– lo cual, después de todo, no era una postura totalmente excéntrica, tal como el Dr. Max le hubiese dicho para tranquilizarla;
– o quizá se tratase de que el amor le había llegado demasiado tarde, demasiado tarde para privarla de su soledad (si era así como se ponía a prueba el amor), demasiado tarde para hacerla feliz;
– que cuando el Dr. Max le explicó que en los tiempos medievales la gente buscaba la salvación y no el amor, los dos conceptos no eran necesariamente opuestos;
– era sólo que los siglos posteriores tenían ambiciones más modestas;
– y que cuando buscamos la felicidad, tal vez estemos persiguiendo alguna forma inferior de salvación, aunque no nos tomamos la molestia de llamarla por ese nombre;
– que quizá su propia vida había sido lo que el Dr. Johnson dijo de la suya, una estéril pérdida de tiempo;
– que ella había hecho poquísimos progresos dirigidos a la forma más baja de salvación;
– que nada de todo esto era culpa de Paul.
El asalto a la cueva de Robin Hood fue calificado de gran espectáculo de recreación histórica y reservado a los visitantes «de primera» previo pago de un suplemento doble. A las seis de la tarde la tribuna en forma de U estaba repleta y el sol poniente actuaba como un reflector sobre la boca de la cueva.
Martha y la junta ejecutiva ocupaban una de las filas más altas de la tribuna. Se trataba de una crisis grave y de un reto a la filosofía del Proyecto; al mismo tiempo, sin embargo, si resultaba como querían, podría ser que inspirase nuevas y útiles ideas de desarrollo. La teoría del ocio no era un concepto inmóvil. Ella y Paul ya habían hablado de incorporar otros episodios no sincrónicos de la historia del país. Por cierto, ¿dónde estaba Paul? Sin duda seguía entre bastidores, depurando la coreografía de la banda.
Martha descubrió irritada a Sir Jack sentado junto a ella. Aquello no era un acto protocolario; distaba mucho de serlo. ¿Qué brazo habría torcido Sir Jack para apoderarse del sitio del Dr. Max? Y lo que llevaba en su guerrera de gobernador ¿era otra ristra de medallas que él mismo se había concedido? Cuando él se volvió hacia ella con su sonrisita de Jack festivo y un jocoso meneo de cabeza, ella reparó en que las hebras grises de sus cejas se habían tornado finalmente negras.
– No me perdería esta juerga por nada del mundo -dijo él-. Aunque no me gustaría estar en su pellejo.
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