– Soluciones -repitió Jerry Batson-. ¿Sabes? A veces pienso que, como país, es lo que mejor hacemos. Los ingleses somos conocidos, con razón, por nuestro pragmatismo, pero manifestamos nuestro genio resolviendo problemas. Te diré mi favorito. Muerte de la reina Ana. Diecisiete lo que sea. Crisis sucesoria. Ningún hijo superviviente. El parlamento quiere (necesita) a otro protestante en el trono. Gran dilema. Dilema trascendental. Todos los que se hallan en la línea de sucesión indiscutible son católicos o casados con católicos, lo cual era igualmente un mal karma en aquellos tiempos. ¿Qué hace el parlamento entonces? Se salta a más de cincuenta (más de cincuenta) pretendientes reales, con los máximos, con los mejores y con buenos derechos, y elige a un oscuro miembro de la casa Hannover, tonto como un zapato, que apenas sabe hablar inglés pero que es ciento por ciento protestante. Y luego se lo venden al país como si fuese el que nos ha rescatado de las aguas. Espléndido. Marketing puro. Tanto tiempo después se queda uno todavía pasmado. Si.
Sir Jack carraspeó para arrumbar aquel inciso extemporáneo.
– Sospecho que mi problema te parecerá una bagatela comparado con tan encumbrada compañía.
La formación profesional de Martha le indicaba que tratase la regresión de Johnson como un asunto puramente administrativo. Un empleado que incumplía su contrato: despido, embarque en el primer barco y una sustitución rápida de entre el conjunto de mano de obra potencial en el archivo. Un castigo público, como en el caso de los contrabandistas, era improcedente. Así que zanja el asunto.
Pero su corazón resistía aún. El reglamento del Proyecto era inflexible. O trabajabas o estabas enfermo. Si estabas enfermo, te trasladaban al hospital de Dieppe. Pero ¿era Johnson siquiera un caso médico? ¿O algo muy distinto: un caso histórico? No estaba segura. Y el hecho de que la isla misma fuese la responsable de haber convertido al «Dr. Johnson» en el Dr. Johnson, de haber borrado las comillas protectoras y haberle dejado en situación vulnerable, también carecía de importancia. La súbita verdad que ella había intuido cuando él se agachaba ante ella, resollando y murmurando, era la sinceridad de su sufrimiento. Y éste era auténtico porque procedía de un contacto auténtico con el mundo. Martha era consciente de que algunos -Paul, por ejemplo- juzgarían esta conclusión irracional, incluso lunática; pero era lo que ella sentía. El modo en que Johnson le había arrancado el zapato y había empezado a farfullar, como a modo de expiación, el padrenuestro; la manera en que había hablado de sus trastornos y deficiencias, de sus esperanzas de salvación y de perdón. Fuera el medio que fuese el que había puesto aquella visión ante sus ojos, vio a una criatura a solas consigo misma, sobrecogida ante el contacto desnudo con el mundo. ¿Cuándo era la última vez que había visto -o sentido- algo semejante?
La iglesia de St. Aldwyn estaba medio cubierta de maleza en uno de los pocos parajes de la isla todavía respetados por el Proyecto. Era su tercera visita. Tenía la llave; pero el edificio, ahora sepultado entre vegetación boscosa, no estaba cerrado y siempre estaba vacío. Olía a moho y a putrefacción; no era un santuario confortable, sino más bien una continuación e incluso una concentración del frío húmedo de fuera. Los cojines de petit point eran pegajosos al tacto; las páginas de himnos, manchadas, olían a librería de segunda mano; hasta la luz que pugnaba por entrar a través del cristal Victoriano parecía mojarse ligeramente al hacerlo. Y allí estaba ella, pez en una pecera con fondo de piedra y paredes verdes, inquisitiva y cabeceando.
La iglesia no le parecía bella; carecía de proporción, brillo e incluso rareza. Era una ventaja, porque no la distraía de lo que representaba el edificio. Su mirada repasó, al igual que en sus visitas anteriores, la lista de párrocos que se remontaba al siglo xm. A todo esto, ¿qué diferencia había entre un rector y un vicario, o entre un coadjutor y un párroco? Tales distinciones no significaban nada para ella, como tampoco las demás complejidades y sutilezas de la fe. Raspó con el pie el suelo desigual de donde habían retirado, mucho tiempo atrás, una placa monumental para secularizarla en algún museo. Al igual que la última vez, vio la misma lista de números de cánticos, como una línea asiduamente ganadora en la lotería eterna. Pensó en los lugareños que habían acudido allí y, generación tras generación, habían cantado los mismos himnos y creído en las mismas cosas. Ahora cantores y cánticos se habían desvanecido con tanta certeza como si las huestes de Stalin hubiesen pasado por el lugar. Aquel compositor de quien Paul le había hablado el día en que se conocieron: deberían haberle enviado a aquella iglesia para inventar nuevas canciones, una piedad auténtica.
Los vivos habían sido ahuyentados, pero no los muertos: eran de fiar. Anne Potter, amada esposa del señor Thomas Potter, y madre de sus cinco hijos: Esther, William, Benedict, Georgiana y Simon, asimismo enterrados en las cercanías. El abanderado Robert Timothy Pettigrew murió de fiebres en la bahía de Bengala, el 23 de febrero de 1849, a los diecisiete años y ocho meses. Los soldados rasos James Thorogood y William Petty, del regimiento real de Hampshire, muertos en la batalla del Somme con pocos días de diferencia entre uno y otro. Guilliamus Trentinus, que murió en latín de causas incomprensibles y con lamentaciones prolijas, en 1723. Christina Margaret Benson, cuya munificencia permitió la restauración de la iglesia en 1875, realizada por Hubert Doggett, y a quien se conmemora en una ventanita del ábside donde sus iniciales están entrelazadas con hojas de acanto.
Martha no sabía por qué en esta ocasión había llevado flores. Debía de haber adivinado que no habría un jarrón donde ponerlas ni agua para llenarlo. Las depositó en el altar, tumbadas, y se instaló torpemente en el banco delantero.
Porque tuyo es el wigwam, las flores y la historia…
Recorrió de nuevo el texto de su infancia, olvidado hacía mucho, hasta que lo que farfullaba el Dr. Johnson lo revivió. Ya no parecía blasfemo, sino tan sólo una versión paralela, una poesía alternativa. Una choza espaciosa y transportable tenía tanto sentido como una iglesia húmeda de piedra enclavada en un lugar sólido. Las flores eran una ofrenda humana natural, símbolo de nuestra propia fugacidad… y la de ella era aún más veloz, puesto que no había búcaro ni agua. Y la historia: una variante aceptable, e incluso una mejora del original. La gloría es la historia. Bueno, sería, de ser cierta.
De ser cierta. En la escuela, su inquieto desprecio y sus blasfemias inteligentes emanaban precisamente de aquel hecho, de aquella conclusión: de que no era cierta, de que era una gran mentira perpetrada por la humanidad contra sí misma. Tu bazofia será escoria… Lo poco que había pensado en la religión en sus anos adultos había seguido siempre el mismo sesgo elegante: esto no es verdad, lo han inventado para que nos duela menos pensar en la muerte, fundaron un sistema, lo utilizaron como un medio de control social, sin duda ellos mismos creían en él, pero impusieron la fe como algo indiscutible, una verdad social primaria, como el patriotismo, el poder hereditario y la necesaria superioridad del varón blanco.
¿Aquello zanjaba la discusión o era ella tan sólo una mísera chica sin ideas? Si el sistema se derrumbaba, si el arzobispo de Canterbury pudiese llegar a ser menos conocido y menos creíble que, pongamos, el Dr. Max, ¿podrían las creencias vagar libres? Y de ser así, ¿eso las volvería más verdaderas, sí o no? ¿Qué la había empujado a ir allí? Conocía las respuestas negativas: decepción, edad, un descontento con la inconsistencia de la vida, o al menos de la que ella había conocido o elegido. Pero había algo más: una tranquila curiosidad rayana en envidia. ¿Qué sabían ellos, aquellos futuros compañeros suyos, Anne Potter, Timothy Pettigrew, James Thorogood y William Petty, Guliliamus Trentinus y Christina Margaret Benson? ¿Más que ella o menos? ¿Nada? ¿Algo? ¿Todo?
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