Julian Barnes - Inglaterra, Inglaterra

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Sir Jack Pitman, un magnate de aquellos que sólo la vieja Albión puede producir, mezcla de Murdoch, Maxwell y Al Fayed, emprende la construcción de la que será su obra magna. Convencido de que en la actualidad Inglaterra no es más que una cáscara vacía de sí misma, apta sólo para turistas, él creará una «Inglaterra, Inglaterra» mucho más concentrada, que de manera más eficaz contenga todos los lugares, todos los mitos, todas las esencias e incluso todos los tópicos de lo inglés, y que por consiguiente será mucho más rentable. En el mismo día se podrán visitar la torre de Londres, los acantilados de Dover, los bosques de Sherwood (con Robin Hood incluido en la gira) y los megalitos de Stonehenge. y para construir su Gran Simulacro, el parque temático por excelencia para anglófilos de todo el mundo, Sir Jack elige la isla de Wight y contrata aun selecto equipo de historiadores, semiólogos y brillantes ejecutivos.
El proyecto es monstruoso, arriesgado y, como todo lo que hace Sir Jack, tiene un éxito fulgurante. Mediante hábiles maniobras políticas, consigue que la isla de Wight se independice de la vieja Inglaterra, e incluso miembros de la casa real se trasladan al nuevo país para ejercer de monarquía de parque temático. Pero en un giro inesperado, el país de mentirijillas se vuelve tanto o más verdadero que el país de verdad, las ambiciones imperiales se desatan y los actores que representaban a personajes míticos, a filósofos, a gobernantes, y cuya función era «parecer», comienzan a «ser»…

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Ella no le hizo caso. En otro tiempo se habría disgustado; ahora le daba igual. Lo que contaba era el control ejecutivo. Y si él quería jueguecitos… reduciría a la mitad los caballos de fuerza de su landó, rescindiría la cláusula del armagnac en su contrato o le pondría una chapa identificativa como a Dingle, el novillo lanudo. Sir Jack era un anacronismo. Martha se inclinó hacia delante para observar el espectáculo. El coronel Michael «Loco Mike» Michaelson había sido preparador físico privado y trabajado de doble en películas antes de que le reclutaran para dirigir el regimiento de operaciones especiales de la isla. En su unidad figuraban gimnastas, guardas de seguridad, gorilas, atletas y bailarines de ballet. Que todos carecieran de experiencia militar no era óbice para la escenificación que efectuaban, dos veces por semana, del asedio a la embajada iraní de 1980, que requería agilidad, vista y experiencia en la escalada con cuerdas, además de una capacidad de exteriorizar rudamente sus emociones cuando estallaban las granadas de fogueo. Pero ahora se trataba de una prueba nueva, y mientras Loco Mike impartía instrucciones a sus nombres en una parcela de tierra yerma, presurosamente removida por una excavadora enfrente mismo de la primera fila, estaba profesionalmente preocupado. No acerca del resultado: los hombres de la banda cooperarían, como lo habían hecho puntualmente los asaltantes de la embajada iraní. Lo que le preocupaba era que el espectáculo, que no habían ensayado, perdiese un viso de autenticidad.

Hasta él mismo sabía que, en términos militares, un asalto diurno sobre la boca de una cueva era absurdo. La mejor forma de desalojar a Hood y a los suyos -es decir, si continuaban fastidiando- sería irrumpir, con baquetas y reflectores, por la entrada de servicio en mitad de la noche. Pero si todo el mundo desempeñaba bien su papel, pensaba que saldría airoso del empeño.

Al igual que en el asedio, un circuito de inducción permitía al público seguir la secuencia de hechos con auriculares. Loco Mike explicó su plan y apoyó sus palabras con gestos expansivos. Los dos grupos de combate, con las caras totalmente ennegrecidas, escucharon histriónicamente mientras continuaban sus preparativos: uno afilando un gran cuchillo Bowie, otro soltando la anilla de una granada y otros dos comprobando la elasticidad de un cable de nilón. El coronel concluyó su parlamento, del que habían sido suprimidas todas las palabrotas castrenses, con escuetas exhortaciones a la disciplina y el control; después, con los brazos extendidos y al grito de «¡Adelante, adelante, ADELANTE!», despachó al sexteto conocido como el grupo A.

La tribuna observó complacida y con una sensación de familiaridad rayana en conocimiento el modo en que el grupo A se dividió en dos, desapareció en los bosques y después descendió desde las copas de los árboles hasta el tejado de la cueva, por medio de un sistema de poleas que al instante resultaba verosímil. Adhirieron a la roca dispositivos de escucha, introdujeron un micrófono en la boca de la cueva y dos hombres del ROE comenzaron a descender en rappel por ambos lados de la morada de Hood.

El grupo A acababa de confirmar su posición cuando una risa recorrió las gradas. Fray Tuck había salido de la cueva blandiendo unas tijeras de podar de mango largo. Tras una serie de bufonadas, cortó la cuerda colgante, recogió el cabo y se lo lanzó a los espectadores. Ignorando esta burda e emprevista apropiación del escenario, Loco Mike encabezó a los miembros del grupo B que reptaban sobre codos y rodillas por el espacio al descubierto. En la mejor tradición de la tramoya militar, llevaban ramas con hojas adosadas a sus pasamontañas de lana.

– Hasta que el bosque de Burnham venga a Dunsinane -anunció Sir Jack, para que le oyeran las doce filas que tenía delante-. Como dijo el gran William.

El grupo B se hallaba a veinte metros de la entrada de la cueva cuando tres flechas pasaron silbando por encima de ellos y se clavaron en tierra a unos palmos de la primera fila de la tribuna. Un nutrido aplauso premió aquel crudo realismo que justificaba el pago de un suplemento doble. Loco Mike miró a sus camaradas gimnastas y agentes de seguridad y luego a las gradas, como esperando una señal o instrucciones adicionales de Paul a través del auricular. Al no recibir ninguna, murmuró en el micrófono: «Peti, petirrojo. Hora de entrar en acción. Cuarenta segundos, tíos.» Esbozó un ademán improvisado hacia el grupo A emplazado encima de la cueva. Cuatro de sus seis componentes estaban ahora suspendidos de cuerdas encima de las ventanas, calculando la profundidad y la distancia de su arco gimnástico. Al mirar abajo, les sorprendió lo que aparentaba ser el lustre grasiento de un cristal de verdad. En la embajada, las ventanas eran de vidrio rizado de bajo impacto y rotura en añicos. Bueno, era de suponer que Desarrollo Tecnológico habría encontrado algo incluso más auténtico.

Loco Mike y su lugarteniente se pusieron de pie y lanzaron sendas granadas al interior de la cueva. La finalidad de las espoletas especiales de treinta segundos era prolongar la tensión dramática; las explosiones serían la señal para que el grupo A irrumpiera por las ventanas. Los del grupo B seguían todavía de bruces en tierra, fingiendo que se tapaban los oídos, cuando de nuevo oyeron a su espalda una risotada de suplemento doble. Las dos granadas, cuyas mechas estaban en sus últimos segundos de combustión, volvían en dirección a ellos, acompañadas de tres flechas que aterrizaron innecesariamente cerca. Las granadas explotaron con estruendo entre los componentes del grupo B, aliviados de que no fuesen reales. «Mucho pedorreo y poco fuego», comentó para sus adentros Loco Mike, olvidando que sus palabras se oían directamente en los auriculares de cada potentado sentado en la tribuna.

Para enmascarar su confusión, se puso de pie gritando: «¡Adelante, adelante, ADELANTE!», y encabezó la carga a lo largo de los veinte metros de distancia restantes. Al mismo tiempo, los cuatro hombres del ROE colgados de una cuerda aterrizaron a un costado de la cueva, con las botas apuntando hacia el ventanal.

Más tarde fue difícil saber quién había gritado primero: si los miembros del Grupo A, que en total contaban con dos tobillos fracturados y ocho rodillas seriamente maltrechas contra las ventanas de doble cristal de la cueva, o los del grupo B, cuando vieron la medía docena de flechas que volaban hacia ellos. Una hirió a Loco Mike en el hombro; otra se clavó en el muslo de su lugarteniente.

– ¡Adelante, adelante, ADELANTE! -gritó el coronel yacente, mientras su equipo de atletas y actores emprendía una huida más realista en dirección opuesta.

– ¡Cojones, cojones, COJONES! -bramó Sir Jack.

– Una ambulancia -dijo Martha Cochrane a Ted Wagstaff mientras manos invisibles derribaban las ventanas de la cueva e introducían a los hombres del ROE.

La guardaespaldas boyera de Maid Marian salió corriendo de la cueva y se llevó a rastras a Loco Mike.

– ¡Adelante, adelante, ADELANTE! -gritó él, valiente hasta el final.

– ¡Cojones, cojones, COJONES! -coreó Sir Jack. Se volvió hacia Martha y le dijo-: Usted misma debe reconocer que esto se ha convertido en un descojono.

Martha no contestó al principio. Había confiado en que Paul hiciese un trabajo mejor. O quizá la coreografía había sido pactada y Robin Hood le había engañado. El asalto había sido una desastrosa acción de aficionados. Y sin embargo…, sin embargo… Se volvió hacia el gobernador: «Oiga los aplausos.» En efecto. Los silbidos y palmadas derivaban poco a poco hacia un pataleo rítmico que ponía en peligro las gradas. Al público, sin duda, le había encantado el espectáculo. Los efectos especiales habían sido magníficos; el heroísmo herido de Loco Mike había sido de lo más convincente; los contratiempos ratificaban la veracidad de la acción. Y Martha comprendió que, al fin y al cabo, la mayoría de los visitantes habrían querido que la banda alcanzase la victoria. Puede que los del ROE hubiesen sido héroes del mundo libre en el caso de la embajada iraní, pero allí no eran más que una panda de invasores enviados por el malvado sheriff de Nottingham.

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