– Pero entonces no serían historias suyas, ¿verdad?
– No, serían las nuestras. Serían… verídicas. -El mismo no parecía muy convencido-. Bueno, quizá no verídicas, pero al menos escritas. -Martha se limitó a mirarle-. De todos modos, usted me entiende.
– Le entiendo.
– Pero intuyo que está de su parte, señorita Cochrane. Lo está, ¿verdad?
– Señor Mullin -dijo Martha, dando un sorbito de té-, cuando se llega a mi edad, una descubre a menudo que no está especialmente de parte de nadie. Ni de parte de todos. Como prefiera, realmente.
– Oh, vaya -dijo Mullin-. Ya ve, pensé que usted era de los nuestros.
– Tal vez he conocido demasiados nuestros en mi vida.
El maestro la miró como si ella fuera un tanto desleal, muy posiblemente antipatriótica. En el aula se esforzaba en dar una sólida base a sus alumnos. Les enseñaba geología local, baladas populares, los orígenes de los topónimos, las pautas migratorias de las aves y los reinos de la heptarquía (muchísimo más fáciles, pensaba Martha, que los condados de Inglaterra). Les llevaba al confín septentrional de la formación rocosa de Kimmeridge y les mostraba llaves de lucha libre antiguas, ilustradas en enciclopedias.
Había sido suya la idea de revivir -o, quizás, puesto que los anales eran inexactos, de instaurar-la fiesta del pueblo. Una tarde, una delegación oficial, compuesta por el maestro y el párroco, había visitado a Martha. Se sabía que ella, a diferencia de la mayoría de los habitantes actuales del pueblo, se había criado realmente en el campo. Mientras tomaban tazas de achicoria y galletas de mantequilla, le pidieron que les relatara sus recuerdos.
– Tres zanahorias largas -había respondido ella-. Tres zanahorias cortas. Tres zanahorias de cualquier variedad.
– ¿Sí?
– Bandeja de verduras. Tiene que estar decorada, pero sólo se puede usar perejil. Si se incluyen coliflores, tienen que ser los tronchos.
– ¿Sí?
– Seis habas. Seis judías pintas. Nueve frijoles.
– ¿Sí?
– Un tarro de mermelada. Todas las cabras tienen que ser hembras. Tarro de crema de limón. La novilla frisona no debe tener más de dos dientes grandes.
Cogió un folleto de descolorida tapa roja. Sus visitantes lo examinaron. «Tres dalias, cactus, de 15 a 20 centímetros, en un jarrón», leyeron. A continuación: «Cinco dalias, de borla, de menos de 5 centímetros de diámetro.» Después: «Cinco dalias, bola miniatura.» Después: «Tres dalias, decorativas, de más de 20 centímetros, en tres floreros.» El frágil libro de listas parecía un tiesto de una civilización inmensamente complicada y visiblemente decadente.
– ¿Un concurso de disfraces a caballo? -caviló el reverendo Coleman-. ¿Dos perchas escondidas? ¿Algo hecho con pasta salada? ¿La mejor cuidadora de niños de menos de quince años? ¿El perro que al juez le gustaría llevarse a casa?
A pesar de su respeto por el saber libresco, el maestro no estaba convencido.
– Quizá fuera mejor que, en su conjunto, empezásemos de cero.
El vicario asintió. Al marcharse dejaron el reglamento de la Sociedad Agrícola y Hortícola del distrito.
Más tarde, Martha lo había hojeado y había rememorado una vez más el olor de la carpa de cerveza, las ovejas que estaban esquilando y a sus padres columpiándola muy alto en el cielo. Luego recordó a A. Jones y el brillo de sus judías sobre terciopelo negro. Toda una vida después, se preguntaba si el señor Jones no habría hecho trampa para alcanzar semejante perfección. No había manera de saberlo: para entonces ya se habría transformado en estiércol.
Se desprendieron páginas de las grapas oxidadas del folleto; luego, una hoja seca. Rígida y gris, la depositó en su palma; sólo sus bordes festoneados le indicaron que era una hoja de roble. Debía de haberla recogido, tantos años atrás, y guardado con un propósito concreto: acordarse, un día como hoy, de un día como aquél. Sólo que, ¿qué día fue aquél? El conjuro no funcionó: no resucitó ningún recuerdo alegre, de triunfo o de simple satisfacción, ningún rayo de luz entre los árboles, ningún vencejo común aleteando debajo de los aleros, ningún olor de lilas. Había defraudado a la Martha joven por haber perdido las prioridades de la juventud. A no ser que la culpable fuese la Martha joven por no haber vaticinado las prioridades de la madurez.
Jez Harris pasó por la cascada de clemátides sin molestar al colirrojo y, en consecuencia, propiciándose suerte, según estipulaba su propia sabiduría popular. Su labor de siega y poda dejó el cementerio con aspecto de cuidado, más que propiamente limpio; pájaros y mariposas continuaban su vida. Martha siguió con la mirada, y luego con el pensamiento, a unas cabrillas de azufre hacia el sur, hacia los páramos, allende el agua y más allá de los acantilados de piedra caliza, hasta otro camposanto, con brillante muro de manipostería y césped primoroso. De allí, si fuera posible, eliminarían todo habitat natural, las lombrices serían proscritas y abolido el tiempo mismo. No se consentiría que nada turbase la última morada del primer Barón Pitman de Fortuibus.
Ni la misma Martha envidiaba a Sir Jack su grandioso aislamiento. La isla había sido idea y éxito suyos. La rebelión campesina perpetrada por Paul y Martha había supuesto un interludio olvidable, hacía tiempo borrado de la historia. Sir Jack, asimismo, había extirpado rápidamente la propensión subversiva de determinados empleados a identificarse excesivamente con los personajes que les pagaban por representar. El nuevo Robin Hood y los nuevos miembros de la banda habían devuelto una fachada respetable a los malhechores. Al rey le habían recordado enérgicamente los valores familiares. El Dr. Johnson había sido trasladado al hospital de Dieppe, donde ni la terapia ni los fármacos psicotrópicos más recientes habían conseguido aliviar sus trastornos de personalidad. Le prescribieron una sedación profunda para controlar sus tendencias autodestructivas.
Paul había durado un par de años como presidente ejecutivo, un plazo más largo del que Martha había predicho; después, fingiendo desgana y con protestas por su avanzada edad, Sir Jack había empuñado de nuevo las riendas. Poco después de reasumir el mando, un voto especial de ambas cámaras parlamentarias le había nombrado primer barón Pitman de Fortuibus. La moción se aprobó nem con , y Sir Jack admitió que hubiese sido arrogante no aceptar el honor. El Dr. Max confeccionó un árbol genealógico verosímil para el nuevo barón, cuya mansión comenzaba a rivalizar con el palacio de Buckingham en esplendor y número de visitantes. Sir Jack recorría con la mirada el Mall desde el extremo opuesto y reflexionaba que su última gran idea, su Novena Sinfonía, le había deparado merecida riqueza, fama mundial, el aplauso del mercado y un feudo privado. Verdaderamente le aclamaban como innovador y hombre de ideas.
Pero incluso en la hora de su muerte había mantenido su beligerancia. Llegado el momento de designar su mausoleo, la perspectiva de compartir un suelo con jugadores de inferior categoría le pareció un tanto indigna del fundador. La iglesia de St. Mildred, en Whippingham, propiedad eclesial de la casa Osborne, fue demolida y reedificada en lo alto de Tennyson Down, cuyas populares extensiones de terreno tal vez fuesen rebautizadas en años futuros, aunque por supuesto sólo en caso de que así lo expresara firmemente la voluntad de la isla. La hectárea que ocupaba el cementerio fue tapiada por un muro de manipostería sin mortero, revestido de lápidas de mármol que reproducían algunos de los dicta más inmortales de Sir Jack. En el centro, sobre un pequeño túmulo, se alzaba el mausoleo Pitman, necesariamente ornado pero fundamentalmente simple. Los grandes hombres debían ser modestos en la muerte. De todas maneras, sería negligente no atender las peticiones de los visitantes en un futuro enclave singular de Inglaterra, Inglaterra.
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