Julian Barnes - Inglaterra, Inglaterra

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Sir Jack Pitman, un magnate de aquellos que sólo la vieja Albión puede producir, mezcla de Murdoch, Maxwell y Al Fayed, emprende la construcción de la que será su obra magna. Convencido de que en la actualidad Inglaterra no es más que una cáscara vacía de sí misma, apta sólo para turistas, él creará una «Inglaterra, Inglaterra» mucho más concentrada, que de manera más eficaz contenga todos los lugares, todos los mitos, todas las esencias e incluso todos los tópicos de lo inglés, y que por consiguiente será mucho más rentable. En el mismo día se podrán visitar la torre de Londres, los acantilados de Dover, los bosques de Sherwood (con Robin Hood incluido en la gira) y los megalitos de Stonehenge. y para construir su Gran Simulacro, el parque temático por excelencia para anglófilos de todo el mundo, Sir Jack elige la isla de Wight y contrata aun selecto equipo de historiadores, semiólogos y brillantes ejecutivos.
El proyecto es monstruoso, arriesgado y, como todo lo que hace Sir Jack, tiene un éxito fulgurante. Mediante hábiles maniobras políticas, consigue que la isla de Wight se independice de la vieja Inglaterra, e incluso miembros de la casa real se trasladan al nuevo país para ejercer de monarquía de parque temático. Pero en un giro inesperado, el país de mentirijillas se vuelve tanto o más verdadero que el país de verdad, las ambiciones imperiales se desatan y los actores que representaban a personajes míticos, a filósofos, a gobernantes, y cuya función era «parecer», comienzan a «ser»…

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Funcionaría. Todo funcionaba en la isla, porque no se consentía que surgieran complicaciones. Las estructuras eran sencillas, y el principio de acción subyacente consistía en que las cosas se hacían haciéndolas. En consecuencia, no había delitos (descontando percances como el descrito) y por ende no existía ni sistema judicial ni cárceles: por lo menos, no prisiones de verdad. No había gobierno -solamente un gobernador sin derecho a voto- y, por consiguiente, no había políticos ni elecciones. No había abogados, salvo los de Piteo. No había más economistas que los de Piteo. No había otra historia que la historia de Piteo. Quién hubiese adivinado, en los tiempos de Pitman House (I), cuando contemplaban el mapa desplegado sobre la mesa de batalla y bromeaban sobre la mala calidad del cappuccino, lo que finalmente acabarían creando: un espacio de oferta y demanda sin trabas, un lugar que llenaría de gozo el corazón de Adam Smith. Se estaba generando riqueza en un reino pacífico: ¿qué más podían pedir, fueran filósofos o ciudadanos?

Quizá fuese realmente un reino pacífico, un nuevo tipo de Estado, un cianotipo del futuro. Si el Banco Mundial y el FMI así lo creían, ¿por qué desmentir tu propia publicidad? Los lectores de The Times , tanto electrónicos como retros, descubrían noticias sobre la isla inmaculadamente buenas, noticias mixtas sobre el mundo en general y noticias incesantemente negativas sobre la Vieja Inglaterra. Al decir de todos, este país había entrado en una situación de caída libre, se había convertido en un pozo de basura económica y moral. Al rechazar porfiadamente las verdades establecidas del tercer milenio, su población decreciente sólo conocía la ineficacia, la pobreza y el pecado; la depresión y la envidia eran a todas luces sus emociones primarias.

Por el contrario, en la isla había evolucionado velozmente un brillante y moderno patriotismo: no uno basado en cuentos de conquista y recitales sentimentales, sino un patriotismo que -como acaso habría expresado Sir Jack- estaba aquí, ahora, y era mágico. ¿Por qué no dejarse impresionar por sus propios logros? Al resto del mundo les había pasmado. Este patriotismo replanteado engendró una nueva insularidad orgullosa. En los primeros meses después de la Independencia, cuando había amenazas jurídicas y rumores de un bloqueo, para los isleños resultaba audaz embarcar en un transbordador subrepticio a Dieppe, y para los ejecutivos cruzar el Canal de Solent en un helicóptero de Piteo. Pero esto no tardó en parecer erróneo: antipatriótico e inútil. ¿Por qué volverse voyeurs de la tensión social? ¿Por qué vivir como gente agobiada por el fardo del ayer, el anteayer, el anteanteayer? ¿Y por el de la historia? Aquí, en la isla, la gente había aprendido a ocuparse de la historia, había aprendido el modo de cargársela tranquilamente a la espalda y atravesar el páramo con la brisa en la cara. Viajar ligero: era tan cierto para las naciones como para los andariegos.

De modo que Martha y Paul trabajaban a quince metros de distancia uno de otro en la Pitman House (II) y pasaban su tiempo de asueto -parte de él de calidad, parte no- en un apartamento para ejecutivos de Piteo con una vista excelente sobre lo que los mapas denominan todavía el Canal de la Mancha. Había quienes pensaban que habría que rebautizar las aguas, cuando no replantearlas totalmente.

– ¿Una mala semana? -preguntó Paul. Era poco más que una pregunta ritual, puesto que compartía todos los secretos profesionales de Martha.

– Oh, mediana. He hecho de celestina para el rey de Inglaterra. He intentado despedir al Dr. Max y no he podido. Amén del asunto del contrabando. Que por lo menos hemos zanjado.

– Yo des-des-pediré al Dr. Max por ti -dijo Paul, con tono entusiástico.

– No, le necesitamos.

– ¿Sí? Tú has dicho que no va a verle nadie. Nadie quiere saber nada de la vieja historia del Dr. Max.

– Es un inocente. Creo que probablemente es la única persona inocente de toda la isla.

– Mar-tha. ¿Estamos hablando del mismo individuo?: un tipo de la tele o, mejor dicho, un ex tipo de la tele, maniquí de sastre, voz impostada, maneras afectadas. ¿Es un inocente?

– Sí -contestó Martha, tercamente.

– Vale, vale, en mi calidad de captador de ideas de Martha Cochrane, por la presente consigno en el acta su opinión de que el Dr. Max es un inocente. Firmado y archivado.

Martha dejó que la pausa se prolongara.

– ¿Echas de menos tu antiguo trabajo?

Por lo cual ella entendía: tu antiguo jefe, cómo eran las cosas antes de que yo llegara.

– Sí -respondió a secas Paul.

Martha esperó. Esperó adrede. En los últimos tiempos casi instaba a Paul a decir cosas que luego empeoraban la opinión que ella tenía de él. ¿Simple perversidad o, en la práctica, un deseo de muerte? ¿Por qué dos años con Paul le parecían a veces como veinte?

Parte de Martha, por tanto, se quedó satisfecha cuando él prosiguió:

– Sigo pensando que Sir Jack es un gran hombre.

– ¿Culpa del parricida?

Paul apretó la boca, apartó la vista de Martha y su tono cobró un filo pedante.

– A veces eres demasiado inteligente para tu propio bien, Martha. Sir Jack es un gran hombre. Todo este proyecto fue idea suya, de principio a fin. ¿Quién te paga el sueldo, en realidad? El es quien te viste.

Demasiado inteligente para tu propio bien. Martha se hallaba de regreso en la infancia. ¿Te estás poniendo insolente? No olvides que el cinismo es una virtud solitaria. Al mirar a Paul frente a ella, recordó el momento en que se fijó en él cuando removía con una pajita su bebida.

– Bueno, quizá el Dr. Max no es el único inocente que hay en la isla.

– No me trates con esa condescendencia, Martha.

– No lo hago. Es una cualidad que aprecio. No abunda demasiado por aquí.

– Sigues siendo condescendiente.

– Y Sir Jack sigue siendo un gran hombre.

– Que te jodan, Martha.

– Ojalá lo hiciera alguien.

– Bueno, esta noche no cuentes conmigo, muchas gracias.

En otra ocasión, habría podido conmoverle la costumbre de Paul de añadir una coletilla cortés. Te odio, si me perdonas la expresión. Púdrete en el infierno, vaca asquerosa, disculpa mi francés. Pero no aquella noche.

Más tarde, en la cama, mientras fingía dormir, Paul sucumbió a pensamientos que no conseguía acallar. Me hiciste traicionar a Sir Jack y ahora me traicionas tú. No amándome. O no amándome bastante. O no gustándote. Transformaste las cosas en reales. Pero sólo por un tiempo. Ahora hemos vuelto a la tesitura de antes.

Martha también fingía dormir. Sabía que Paul estaba despierto, pero su cuerpo y su mente estaban alejados de él. Pensaba en su vida. Lo hacía del modo normal: errática, reprensiva, tierna, escrutadoramente. En el trabajo, frente a un problema o una decisión, su cerebro actuaba con claridad, lógica y, de ser necesario, cinismo. De noche, esas cualidades parecían haberse evaporado. ¿Por qué era más fácil meter en vereda al rey de Inglaterra que a sí misma?

¿Y por qué últimamente era tan dura con Paul? ¿Era simplemente su decepción consigo misma? La pasividad actual de Paul le parecía una provocación. Ella quería pincharle, sacarle de sus casillas. No, de algo más que de sus «casillas», sacarle de sí mismo, como si (contra toda evidencia) hubiese otro hombre distinto emboscado en su interior. Sabía que aquello no tenía sentido. Prueba con la lógica profesional, Martha. Si provocas irritación en alguien pasivo, ¿qué obtienes? Una persona anteriormente pasiva, ahora irritada y pronto nuevamente pasiva. ¿De qué sirve?

También sabía que aquella misma deferencia, aquella falta de ego -que ella ahora tachaba de pasividad-, había sido uno de los principales atractivos de Paul. Había pensado… ¿qué exactamente? Pensaba (ahora) que había pensado (entonces) que aquél era un hombre que no trataría de imponerse a ella (bueno, era cierto), que la dejaría ser ella misma. ¿Lo había pensado realmente o era más bien una versión posterior? Fuera como fuese, era falso. «Sé tú misma»: era lo que la gente decía, pero no querían decir eso. Querían decir -ella quería decir-: «llega a ser tú misma», fuese lo que fuese, y comoquiera que se llegase a serlo. Lo cierto era, Martha -¿no era así?-, que estabas esperando que la mera presencia de Paul actuase como una hormona de crecimiento para el corazón, ¿no es eso? Siéntate ahí en el sofá, Paul, e irrádiame tu amor; así me convertiré en la persona hecha y derecha que siempre he querido ser. ¿No podrías ser más egoísta y más ingenuo? ¿O, en realidad, más pasivo? ¿Quién dijo que los seres humanos maduraban de todos modos? Quizá solamente se hacían viejos.

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