Julian Barnes - Inglaterra, Inglaterra

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Sir Jack Pitman, un magnate de aquellos que sólo la vieja Albión puede producir, mezcla de Murdoch, Maxwell y Al Fayed, emprende la construcción de la que será su obra magna. Convencido de que en la actualidad Inglaterra no es más que una cáscara vacía de sí misma, apta sólo para turistas, él creará una «Inglaterra, Inglaterra» mucho más concentrada, que de manera más eficaz contenga todos los lugares, todos los mitos, todas las esencias e incluso todos los tópicos de lo inglés, y que por consiguiente será mucho más rentable. En el mismo día se podrán visitar la torre de Londres, los acantilados de Dover, los bosques de Sherwood (con Robin Hood incluido en la gira) y los megalitos de Stonehenge. y para construir su Gran Simulacro, el parque temático por excelencia para anglófilos de todo el mundo, Sir Jack elige la isla de Wight y contrata aun selecto equipo de historiadores, semiólogos y brillantes ejecutivos.
El proyecto es monstruoso, arriesgado y, como todo lo que hace Sir Jack, tiene un éxito fulgurante. Mediante hábiles maniobras políticas, consigue que la isla de Wight se independice de la vieja Inglaterra, e incluso miembros de la casa real se trasladan al nuevo país para ejercer de monarquía de parque temático. Pero en un giro inesperado, el país de mentirijillas se vuelve tanto o más verdadero que el país de verdad, las ambiciones imperiales se desatan y los actores que representaban a personajes míticos, a filósofos, a gobernantes, y cuya función era «parecer», comienzan a «ser»…

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Martha llamó por el interfono a su secretaria personal.

– Vicky, cuando llame Biggin Hill pidiendo el número de teléfono de Godiva 2, puedes dárselo. Godiva 2, no Godiva 1. Gracias.

Vicky. Suponía un cambio con respecto a la sucesión de Susies de Sir Jack. Insistir en el verdadero nombre de la secretaria personal había sido una de las primeras iniciativas de Martha al convertirse en presidenta ejecutiva. Había asimismo dividido el refugio del doble cubo en una cafetería y unos urinarios de hombres. El mobiliario del gobernador -o los muebles considerados de la empresa más que propiedad personal- habían sido dispersados. Había habido una discusión a propósito del Brancusi. El Palacio había solicitado las chimeneas bávaras, que ahora se utilizaban como porterías domésticas de hockey para la sala de deportes.

Martha había reducido el personal al servicio del gobernador, le había limitado el transporte a un simple landó y le había reinstalado en un alojamiento más adecuado. Paul había protestado de que algunas de las acciones de Martha -como insistir en que el nuevo secretario privado de Sir Jack fuese un varón- eran meramente vengativas. Había habido peleas. Los mohines de Sir Jack habían sido cuasi victorianos, sus rabietas teatrales, su factura de teléfono wagneriana. Martha se había negado a autorizarla. Igualmente le había negado el permiso de conceder entrevistas, ni siquiera a los periódicos de los que todavía era el propietario. Le consentía usar su uniforme y su título y cumplir determinadas funciones protocolarias. A su entender, ya era suficiente.

La disputa sobre los derechos y privilegios de Sir Jack -o los embargos y humillaciones, como él prefiriese- había contribuido a eclipsar el hecho de que el nombramiento de Martha como presidenta ejecutiva en realidad cambiaba muy poco las cosas. Había sido un acto de autodefensa necesario para reemplazar a una autocracia egomaníaca por una oligarquía relativamente responsable de sus actos; pero el Proyecto en sí mismo apenas había sufrido alteraciones. Las estructuras financieras habían sido obra de un experto que lucía los tirantes del Tesoro de Su Majestad; los ajustes introducidos en el desarrollo del Proyecto y en la selección de visitantes eran mínimos. El impasible Jeff y el titilante Mark habían permanecido en sus puestos. La principal diferencia entre el presidente antiguo y la presidenta actual era que Sir Jack creía vocingleramente en su producto, mientras que Martha Cochrane, en privado, no creía en él.

– Pero si un Papa venal pudo gobernar el Vaticano… -había dicho ella, como de pasada, al término de una jornada fatigosa. Paul le había dirigido una mirada de censura. Desaprobaba toda frivolidad acerca de la isla.

– Creo que esa comparación es estúpida. Y, de todos modos, yo no diría que el Vaticano haya funcionado mejor con un Papa corrupto. Al contrario.

Martha había suspirado para sus adentros.

– Supongo que tienes razón.

En su momento habían hecho causa común contra Sir Jack, lo cual debería haber fortalecido su vínculo mutuo. Al parecer, el efecto había sido el opuesto. ¿Creía Paul sinceramente en «Inglaterra, Inglaterra»? ¿O era su lealtad un signo de culpa remanente?

– O sea, podríamos llamar a tu infrautilizado compadre Dr. Max y preguntarle su opinión sobre si las grandes organizaciones políticas y religiosas las dirigen mejor idealistas o cínicos o personas prosaicamente prácticas. Estoy seguro de que tendría criterios larguísimos.

– Olvídalo. Tienes razón. Aquí no estamos dirigiendo la Iglesia católica.

– Es perfectamente evidente.

Ella no soportaba su tono, que le parecía pedante y farisaico.

– Mira, Paul, esto se ha convertido ya en una discusión, y no sé por qué. No suelo saberlo en los últimos tiempos. Pero si estamos hablando de cinismo, pregúntate hasta dónde hubiese llegado Sir Jack sin una buena dosis del mismo.

– Eso es cínico también.

– Entonces desisto.

Ahora, en su despacho, ella pensó: Paul tiene razón en un sentido. Considero la isla poco más que un medio verosímil y bien planeado de ganar dinero. Aunque probablemente la dirijo como habría hecho Pitman. ¿Eso es lo que ofende a Paul?

Se acercó a la ventana y contempló el panorama principal que antes había pertenecido a Sir Jack. A sus pies, en una calle de adoquines sobrevolada por un entramado de madera, los visitantes se alejaban de mercachifles y buhoneros amables para observar a un pastor que conducía su rebaño al mercado. A la media distancia, el sol destellaba sobre los paneles solares de un autobús de dos pisos estacionado junto al Monumento Marital Stacpoole; detrás, en el prado comunal, un jugador corría para lanzar la bola en una partida de criquet. Arriba, en la única zona a la vista que no era propiedad de Piteo, un avión isleño se escoraba para ofrecer a los pasajeros una panorámica de adiós a Tennyson Down.

Martha se apartó de la ventana con el ceño fruncido y la mandíbula rígida. ¿Por qué todo marchaba a contrapié? Hacía que el Proyecto funcionara, aun cuando no creyese en él; luego, al final de la jornada, volvía a casa con Paul para recobrar algo en lo que sí creía o quería e intentaba creer, pero que no parecía resultar en absoluto. Estaba allí sola, sin defensas, sin distancias, sin ironía ni cinismo, estaba sola, en simple contacto, ansiosa, ávida, buscando la felicidad lo mejor que podía. ¿Por qué no llegaba?

Martha llevaba meses intentando despedir al Dr. Max. No debido a alguna violación observable del contrato; de hecho, la puntualidad y las actitudes positivas del historiador del Proyecto habrían impresionado a cualquier asesor de la empresa. Además, Martha le tenía afecto, y hacía mucho que había visto más allá de la espinosa ironía del Dr. Max. Ahora le veía como a una persona asustada de la simplicidad, y ese temor la conmovía.

Los aspavientos con que había dimitido a causa de la recreación de Robin Hood habían resultado ser, por suerte, una mera rabieta, un acto de rebeldía que, en todo caso, había reforzado su lealtad al Proyecto. Pero esa misma lealtad había acabado por convertirse en un problema. Habían contratado al Dr. Max para que colaborase en el desarrollo del concepto, pero una vez que éste se había desarrollado y Pitman House se había trasladado a la isla, él simplemente se incluyó en el traslado. Actuando en la sombra, el ratón de campo había transferido su artículo al The Times of London (que se publicaba en Ryde). Nadie, por lo visto, lo advirtió o puso reparos; ni siquiera Jeff. El historiador, por tanto, ocupaba actualmente un despacho dos plantas más abajo que el de Martha, y tenía plenos poderes de investigación al alcance de sus uñas pulidas y a veces pintadas. Cualquier miembro de la empresa o visitante podía acudir a su despacho en busca de datos sobre cualquier tema histórico. Su presencia y su cometido se anunciaban en el folleto informativo de todas las habitaciones de hotel. Un cliente aburrido de la oferta de fin de semana más barata podía ir a ver al Dr. Max y debatir la estrategia sajona en la Batalla de Hastings todo el tiempo que quisiera y sin pagar nada.

Lo malo era que nadie iba a verle. La isla había alcanzado su propia dinámica; el intercambio entre los visitantes y las experiencias precisaba más un ajuste pragmático que teórico; y en consecuencia la función del historiador del Proyecto había pasado a ser… meramente histórica. Esto, en cualquier caso, era lo que Martha, en su calidad de presidenta ejecutiva, se disponía a comunicar al Dr. Max cuando le convocó en su despacho. El entró, como siempre hacía, apreciando de reojo la magnitud del auditorio presente. ¿Sólo la señorita Cochrane? Pues entonces se trataba de una entrevista a alto nivel. El porte de Mr. Max era acicalado y risueño; parecía de mala educación recordarle que su existencia era precaria y marginal.

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