Julian Barnes - Inglaterra, Inglaterra

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Sir Jack Pitman, un magnate de aquellos que sólo la vieja Albión puede producir, mezcla de Murdoch, Maxwell y Al Fayed, emprende la construcción de la que será su obra magna. Convencido de que en la actualidad Inglaterra no es más que una cáscara vacía de sí misma, apta sólo para turistas, él creará una «Inglaterra, Inglaterra» mucho más concentrada, que de manera más eficaz contenga todos los lugares, todos los mitos, todas las esencias e incluso todos los tópicos de lo inglés, y que por consiguiente será mucho más rentable. En el mismo día se podrán visitar la torre de Londres, los acantilados de Dover, los bosques de Sherwood (con Robin Hood incluido en la gira) y los megalitos de Stonehenge. y para construir su Gran Simulacro, el parque temático por excelencia para anglófilos de todo el mundo, Sir Jack elige la isla de Wight y contrata aun selecto equipo de historiadores, semiólogos y brillantes ejecutivos.
El proyecto es monstruoso, arriesgado y, como todo lo que hace Sir Jack, tiene un éxito fulgurante. Mediante hábiles maniobras políticas, consigue que la isla de Wight se independice de la vieja Inglaterra, e incluso miembros de la casa real se trasladan al nuevo país para ejercer de monarquía de parque temático. Pero en un giro inesperado, el país de mentirijillas se vuelve tanto o más verdadero que el país de verdad, las ambiciones imperiales se desatan y los actores que representaban a personajes míticos, a filósofos, a gobernantes, y cuya función era «parecer», comienzan a «ser»…

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– Dr. Max -comenzó Martha-, ¿está feliz con nosotros?

El historiador del Proyecto se rió entre dientes, adoptó una postura profesoral, se cepilló una miga probablemente inexistente de una solapa de pata de gallo, insertó sus pulgares en el chaleco de gamuza gris tormenta y cruzó las piernas de una manera que presagiaba una estancia mucho más larga en su silla de lo que Martha tenía intención de concederle. A continuación hizo algo que pocos empleados de Piteo habrían hecho, desde el palurdo más secundario de la escenografía hasta el vicegobernador Sir Percy Nutting: se tomó la pregunta tal cual era.

– La fe-licidad, señorita Cochrane, es muy interesante desde un punto de vista his-tórico. En mis tres decenios como uno de los… no diré preeminentes, pero sin duda conspicuos escultores de mentes juveniles, me he familiarizado con una gran variedad de errores intelectuales, de broza que hay que quemar antes de plantar la semilla en la tierra de la mente, de paparruchas y franca basura. Las categorías del error tienen tantos tonos como la túnica de José, pero el más grande y craso suele residir en la ingenuidad siguiente: que el pasado es en realidad el presente disfrazado. Si lo despojamos de esos polisones y miriñaques, de jubones y calzas, de esas togas que parecen de alta costura, ¿qué descubrimos? Personas notablemente semejantes a nosotros, cuyo corazón en esencia bondadoso late exactamente como el de mamá. Fisgas dentro de esos cerebros ligeramente subiluminados y descubres una gama de nociones en germen que, cuando están plenamente formadas, se convierten en el soporte de nuestros orgullosos estados democráticos modernos. Examinas su visión del futuro, te imaginas sus esperanzas y sus miedos, sus pequeños sueños sobre cómo será la vida muchos siglos después de su muerte, y ves una versión tenuemente percibida de nuestras propias vidas placenteras. Por decirlo crudamente, quieren ser nosotros. Paparruchas y basura, por supuesto. ¿Voy demasiado deprisa para usted?

– Le sigo hasta ahora, Dr. Max.

– Bien. Pues he tenido el placer, aunque en ocasiones un placer harto brutal, pero no seamos demasiado moralistas condenándolo, de empuñar mi hoz leal y erradicar parte de esa broza de un cerebro en desarrollo. Y en las praderas del egregio error ninguno es más tenaz, más inextirpable (uno piensa en la enredadera más antigua, no, mejor aún, en la omnívora kuzu ), que la suposición de que el corazoncito flaqueante que repiquetea dentro del cuerpo moderno ha estado siempre ahí. Que sentimentalmente somos inmutables. Que el amor cortés no era más que un tosco precursor del besuqueo en los matorrales, si es lo que siguen haciendo los jóvenes, a mí no me lo pregunte.

»Bien, examinemos esa Edad Me-dia que, huelga decir, no se considera a sí misma me-dia. Por afán de precisión, tomemos Francia entre los siglos x y xiii. Una civilización sutil y olvidada que construyó la grandes catedrales, estableció las ideas caballerescas, domesticó por un tiempo a la perversa fiera humana produjo las chansons de geste (que no constituyen la idea más común de una buena velada pasada fuera de casa, pero en fin) y, en suma, forjó una fe, un sistema político, modales, gusto. Y todo con qué fin, pregunto a los pobladores de los matorrales. ¿Con qué finalidad comerciaban, se casaban, construían y creaban? ¿Porque querían ser felices? Se habrían reído de la inanidad de semejante ambición. Buscaban la salvación, no la dicha. De hecho, habrían juzgado que nuestra idea moderna de la felicidad se aproxima al pecado, y que sin duda representa un obstáculo para la salvación. Mientras que…

– Dr. Max…

– Mientras que, si apretamos el botón de avance rápido…

– Dr. Max.

– Martha sintió que necesitaba un timbre…, no, un claxon, una sirena de ambulancia-. Dr. Max, tendremos que avanzar a todo trapo, me temo. Y, sin ánimo de parecer uno de sus alumnos, debo pedirle que responda a mi pregunta.

El Dr. Max se sacó los pulgares del chaleco, se cepilló ambas solapas de bacterias fantasmas y miró a Martha con aquella irritación escénica -en apariencia risueña pero que implicaba una lése-majesté severa- que había perfeccionado en su lucha con las prisas que le metían los locutores de televisión. -¿Que, si me permite la in-solencia, era?

– Sólo quería saber, Dr. Max, si estaba contento con nosotros.

– Precisamente a e-so i-ba. Aunque sinuosamente, a juicio de usted. Para simplificar lo que constituye una postura esencialmente complicada, si bien comprendo, señorita Cochrane, que usted no tiene broza en el cerebro, respondería así. No estoy «contento» en el sentido del besuqueo entre matas. No soy feliz tal como el mundo moderno entiende la felicidad. De hecho, diría que soy feliz porque encuentro irrisoria esa concepción moderna. Soy feliz, por usar el vocablo inevitable, justamente porque no busco la felicidad.

Martha guardó silencio. Qué extraño que una paradoja tan efervescente y jubilosa le produjese una sensación de gravedad y simplicidad. Con sólo un leve asomo de burla, preguntó:

– ¿Entonces busca usted la salvación, Dr. Max?

– Cielo santo, no. Soy demasiado pagano para eso, señorita Cochrane. Busco… placer. Es mucho más fiable que la felicidad. Mucho mejor definido y, sin embargo, tanto más complicado. Sus insatisfacciones tienen perfiles tan hermosos. Accedería a que me llamase, si usted quiere, un pagano pragmático.

– Gracias, Dr. Max -dijo Martha, levantándose. Era evidente que él no había entendido el sentido de la pregunta de Martha; no obstante, su respuesta había sido la que ella, sin saberlo, necesitaba.

– Confío en que haya disfrutado de nuestra pequeña char-la -dijo el Dr. Max, como si él hubiese sido el anfitrión. Uno de sus placeres más fiables consistía en hablar de sí mismo, y además creía que los placeres debían compartirse.

Martha sonrió ante la puerta cerrada. Envidiaba la despreocupación del Dr. Max. Cualquier otra persona habría adivinado por qué la convocaban. Tal vez el historiador oficial desdeñase la salvación en su sentido más alto, pero involuntariamente acababa de obtener una versión inferior y transitoria de la misma.

– Algo bastante infrecuente, me temo.

Ted Wagstaff estaba sentado delante del escritorio de Martha Cochrane. Aquella mañana ella vestía un traje de color aceituna con una blusa blanca sin cuello, sujeto por un pasador de oro; sus pendientes eran una copia de museo de oro de Bactria, sus medias las firmaba Fogal, de Suiza, y los zapatos eran de Ferragamo. Todo ello comprado en el Harrods de la Torre de Londres. Ted Wagstaff llevaba un sueste verde, un chubasquero y botas de pesca con los bordes remangados: una indumentaria lo bastante holgada para esconder una gran cantidad de material electrónico. Tenía una tez equilibrada entre lo bucólico y lo alcohólico, aunque Martha no habría sabido decir si la causa era la vida a la intemperie, la indulgencia consigo mismo o la sección de Utilería. Martha sonrió:

– Mire a lo que lleva una buena educación.

– ¿Cómo dice, señora? Su expresión de perplejidad parecía sincera. -Disculpe, Ted. Soñaba despierta. Martha estaba enfadada consigo misma. Por el simple hecho de que recordaba el curriculum vitae de Ted. Ya tenía que haber aprendido que si Ted Wagstaff, subdirector de seguridad, sección de operaciones, y coordinador de Reacción del Cliente, llegaba vestido y hablando como un guardacostas, como tal debía tratarle. El disfraz profesional se desprendería al cabo de unos minutos; le bastaba con tener paciencia.

Esta separación -o adherencia- de personalidad era algo que el Proyecto no había tenido en cuenta. Casi todas sus manifestaciones eran inocuas; de hecho, cabía entender que indicaban un elogiable celo laboral. Por ejemplo, unos meses después de la Independencia, a determinados miembros de Escenografía ya no se les podía tratar como a empleados de Piteo, sino solamente como a los personajes que les pagaban por encarnar. Su caso colectivo recibió al principio un diagnóstico erróneo. Se pensó que mostraban signos de descontento, mientras que era al contrario: ofrecían signos de satisfacción. Les hacía felices ser las criaturas a las que personificaban, y no querían ser otra cosa.

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