Pronto descubrí que a Grace no le gustaba hacer confidencias. En los diez meses que salimos juntos antes de casarnos, jamás reveló un secreto ni aludió a enredos anteriores con otros hombres. Tampoco le pedí nunca que me contara algo de lo que no pareciera dispuesta a hablar. Tal era la fuerza del silencio de Grace. Si uno pretendía amarla de la forma en que quería ser amada, era preciso aceptar la línea que había trazado entre ella y las palabras.
(Una vez, en una de las primeras conversaciones que mantuve con ella sobre su infancia, recordó su muñeca favorita, que sus padres le habían regalado cuando tenía siete años. La llamaba Pearl, la consideraba su mejor amiga y durante cuatro o cinco años la llevó consigo a todas partes. Lo extraordinario de Pearl consistía en que era capaz de hablar y entender todo lo que se le decía. Pero Pearl jamás pronunciaba palabra en presencia de Grace. No porque no pudiera hablar, sino porque prefería no hacerlo.)
Había alguien en su vida cuando yo la conocí -estoy seguro-, pero nunca averigüé su nombre ni si los sentimientos que ella le profesaba eran lo bastante serios. Muy serios, diría yo, porque los seis primeros meses resultaron ser una época tempestuosa para mí, y acabaron mal, con Grace diciéndome que quería romper y que no vol viera a llamarla más. A través de todas las decepciones de aquellos meses, sin embargo, de todas las efímeras victorias y las minúsculas efusiones de entusiasmo, a lo largo de todos los altibajos de aquel noviazgo fallido y desesperado, Grace siempre fue un ser mágico para mí, un luminoso punto de contacto entre el deseo y el mundo: el implacable amor. Mantuve mi palabra y no la llamé, pero seis o siete semanas después, cuando menos me lo esperaba, se puso en contacto conmigo y me dijo que había cambiado de opinión. No me ofreció explicación alguna, pero supuse que el hombre que había sido mi rival ya no contaba para nada. No sólo deseaba empezar a verme otra vez, añadió, sino que quería que nos casáramos. Matrimonio era la única palabra que yo no había pronunciado en su presencia. Me había estado rondando por la cabeza desde el primer momento en que la vi, pero nunca me había atrevido a decirla por temor a que se asustara y se apartara de mí. Ahora Grace me pedía que me casara con ella. Justo cuando me había resignado a pasar el resto de mi existencia con el corazón hecho pedazos, me venía diciendo que, en cambio, podía vivir con ella toda la vida… todo entero.
[7]Kansas City era una elección arbitraria para el destino de Nick; fue el primer sitio que me vino a la cabeza. Posiblemente porque estaba muy lejos de Nueva York, una ciudad perdida en lo más profundo del país: Oz, con toda su maravillosa fantasía. Sin embargo, una vez que puse a Nick de camino a Kansas City, me acordé del desastre del Hyatt Regency, un hecho real que había sucedido catorce meses antes (en julio de 1981). En aquel momento había unas dos mil personas en el vestíbulo, un inmenso atrio al aire libre de unos mil quinientos metros cuadrados. Todos miran hacia lo alto, están viendo un concurso de baile que se celebra en una de las pasarelas colgantes (también denominadas «pasillos flotantes» o «galerías aéreas»), cuando las grandes vigas que soportan la estructura se desprenden de sus amarres y se derrumban, cayendo desde cuatro pisos de altura y estrellándose en el vestíbulo. Veintiún años más tarde, se sigue considerando una de las peores catástrofes ocurridas en un hotel en toda la historia de Estados Unidos.
[8]* En español en el original. (N. del T)
[9]Levantando la tapa, de Patrick GordonWalker (Londres, 1945). Más recientemente, la misma historia fue contada de nuevo por Douglas Botting en Desde las ruinas del Reich: Alemania, 1945-1949 (Crown Publishers, Nueva York, 1985), p. 43.
A propósito, también debo mencionar que casualmente poseo un ejemplar de la guía telefónica de Varsovia de 1937/38. Me la regaló un amigo periodista que fue a Polonia en 1981 a cubrir el movimiento Solidaridad. Al parecer la encontró en algún rastro de por allí, y sabiendo que mis abuelos paternos habían nacido en Varsovia, me la regaló cuando volvió a Nueva York. Yo la denominaba mi libro de fantasmas. Al final de la página 220, encontré un matrimonio cuya dirección se daba como Wejnerta, 19: Janina y Stefan Orlowscy. Así se escribía en polaco el apellido de mi familia, y aunque no estaba seguro de si esas dos personas estaban o no emparentadas conmigo, me pareció que había bastantes posibilidades de que sí lo estuvieran.
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ROK 1937/38
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1936/37 r, do craso ogloazenía w •gaaetacb
o uruchomlenin centran w Mokotowíe.
[10]Cuatro años antes, había hecho una adaptación cinematográfica de un relato de mi primer libro, Tabula rasa, para un joven director llamado Vincent Frank. Se trataba de una película de bajo presupuesto sobre un músico que se recupera de una larga enfermedad y va rehaciendo su vida poco a poco (una historia profética, según resultó), y cuando se estrenó, en junio de 1980, funcionó bastante bien. Tabula rasa se proyectó únicamente en algunos cines de arte y ensayo desperdigados por el país, pero fue considerada un éxito de crítica y -según le gustaba recordar a Mary- contribuyó a dar mi nombre a conocer entre un público más amplio. Las ventas de mis libros empezaron a mejorar un poco, es cierto, y cuando entregué mi siguiente novela nueve meses después, Breve diccionario de las emociones humanas, negoció un contrato con Holst y McDermott por el doble del importe que había recibido por mi libro anterior. Aquel adelanto, junto con la modesta suma que había ganado con el guión, me permitió dejar mi plaza de profesor en el instituto, trabajo con el que me había ganado la vida durante los últimos siete años. Hasta entonces había sido uno de esos oscuros y esforzados autores que escriben entre las cinco y las siete de la mañana, además de por la noche y los fines de semana, que nunca salen de vacaciones y se pasan el verano en casa, encerrados en un sofocante apartamento de Brooklyn, para recuperar el tiempo perdido. Ahora, año y medio después de casarme con Grace, me encontraba en la lujosa posición de ser un escritorzuelo independiente, autónomo. No disfrutábamos precisamente de lo que podría llamarse una posición acomodada, pero yo seguía produciendo a un ritmo sostenido, y con los ingresos de ambos siempre lográbamos salir adelante. Tras el estreno de Tabula rasa, vinieron unas cuantas ofertas para escribir más películas, pero los proyectos no me interesaban y los rechacé para seguir dedicándome a mi novela. Pero cuando Holst y McDermott sacó el libro en febrero de 1982, yo no me enteré de su publicación. Para entonces ya llevaba cinco semanas en el hospital, y no era consciente de nada: ni siquiera de que los médicos estaban convencidos de que mi fallecimiento era cuestión de días.
[11]No había hecho avances dignos de tal nombre, pero caí en la cuenta de que podía mejorar un poco la situación de Bowen sin tocar la idea central de la narración. La bombilla del techo se había fundido, pero ya no parecía necesario mantener a Nick en la oscuridad total. Podía haber otras fuentes de iluminación en el refugio antiatómico de Ed, tan bien provisto de todo. Cerillas y velas, por ejemplo, una linterna, un quinqué: algo que evitara que Nick se sintiera como enterrado vivo. Eso pondría a cualquiera al borde de la locura, y lo último que quería era convertir la apurada situación de Bowen en un estudio sobre el terror y la demencia. Me había apartado de Hammett, pero eso no significaba que quisiera sustituir la historia de Flitcraft por una nueva versión de Enterrado vivo. Dar luz a Nick, pues, y permitirle un jirón de esperanza. Y aun después de consumirse las velas y cerillas, incluso agotada ya la energía de las pilas de la linterna, Nick podrá abrir la puerta de la blanca nevera esmaltada y alumbrar la habitación con la pequeña bombilla encendida en su interior. Y estaba lo más importante, la cuestión del sueño de Grace. Cuando me lo contó por la mañana, me quedé tan impresionado por las semejanzas que guardaba con la historia que estaba escribiendo, que no capté la cantidad de diferencias que también había. La habitación de ella era una especie de santuario, un paraíso erótico que compartían dos personas. Mi cuarto era una celda lóbrega, habitada por un hombre solo con el único deseo de escapar. Pero ¿y si lograba que Rosa Leightman se reuniera allí con él? Nick ya estaba enamorado, y si se veían atrapados en la misma habitación durante cierto tiempo, ella quizá empezara a corresponder a sus sentimientos. Rosa era el doble físico y espiritual de Grace, y por tanto tendría sus mismos apetitos sexuales: la misma temeridad, la misma falta de inhibición. Nick y Rosa podrían pasar el tiempo leyendo pasajes en voz alta de La noche del oráculo, abriéndose mutuamente el corazón, haciendo el amor. Mientras hubiese comida suficiente para sustentarse, ¿por qué iban a sentir el menor deseo de escapar? Ésa era la pequeña fantasía que iba alimentando mientras callejeaba por el Village. Pero incluso cuando esas imágenes iban desfilando por mi mente, comprendí que la historia fallaba por su base. El sueño erótico de Grace me había estimulado, pero por tentador que resultase no era más que otro punto muerto. Si Rosa puede entrar en la habitación, entonces Nick también estará en condiciones de salir, y una vez que se le presente la ocasión, no vacilará en aprovecharla. Pero el caso es que no puede salir. Le había dado un poco de luz, pero seguía encerrado en aquella cámara sombría, y sin las herramientas adecuadas que le permitieran excavar un túnel, acabaría muriendo allí dentro.
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