Paul Auster - La Noche Del Oráculo

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Sidney Orr es escritor, y está recuperándose de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Y cada mañana, cuando su esposa Grace se marcha a trabajar, él, todavía débil y desconcertado, camina por la ciudad. Un día compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que le seduce, y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, también enfermo, también poseedor de otro de los exóticos cuadernos azules portugueses, le ha hablado de Flitcraft, un personaje que aparece fugazmente en El halcón maltés y que, como Sidney, sobrevivió a un íntimo roce con la muerte, creyó comprender que no somos más que briznas que flotan en el vacío del azar, y abandonó, sin despedirse, mujer, trabajo, identidad y se inventó otra vida en otra ciudad. En la novela que Sidney Orr está escribiendo en su cuaderno azul, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte cuando una gárgola de piedra se desprende de un viejo edificio y cae donde él había estado un segundo antes, también parte sin despedidas rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita y perdida durante mucho tiempo de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, Orr va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y su matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce.

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[4]John era la única persona en el mundo que la seguía llamando Gracie. Ni siquiera sus padres lo hacían ya, y en cuanto a mí, que estaba con ella desde hacía más de tres años, jamás había utilizado tal diminutivo. Pero John la conocía de toda la vida -literalmente, desde el día en que nació-, y el paso del tiempo le había ido otorgando una serie de privilegios especiales que extraoficialmente lo habían hecho pasar de amigo a miembro de la familia. Era como si hubiera alcanzado el rango de tío favorito; o, si se quiere, de padrino sin cartera.

John quería mucho a Grace, y como Grace también le tenía mucho cariño y yo era el hombre de su vida, John me había acogido en el círculo íntimo de sus afectos. Durante el periodo de mi postración, había dedicado mucho tiempo y energías a ayudar a Grace a sobrellevar la crisis, y cuando al fin me recobré, después de haber visto la muerte de cerca, empezó a venir todas las tardes al hospital para sentarse junto a mi cama y hacerme compañía; para que no desertara (según comprendí más tarde) del reino de los vivos. Cuando Grace y yo fuimos a cenar a su casa aquella noche (18 de septiembre de 1982), dudo que John tuviese en Nueva York amigos más íntimos que nosotros. Y nosotros tampoco teníamos un amigo tan entrañable como él. Eso explicaría por qué daba tanta importancia a nuestras noches del sábado y por qué se había negado a cancelar la cita pese al problema de su pierna. Vivía solo, y como rara vez asistía a acontecimientos sociales, el vernos constituía su principal forma de entretenimiento, su única oportunidad verdadera de disfrutar de unas horas de conversación ininterrumpida.

[5]Tina era la segunda mujer de John. Su primer matrimonio duró diez años (de 1954 a 1964) y acabó en divorcio. Nunca hablaba de ello en mi presencia, pero Grace me había contado que en la familia de ella nadie había tenido mucho cariño a Eleanor. Los Tebbetts la consideraban una pretenciosa, la típica estudiante de Bryn Mawr y descendiente de un antiguo linaje aristocrático de Massachusetts, una persona desdeñosa que siempre había mirado por encima del hombro a la familia trabajadora de John, los Paterson de Nueva Jersey. Poco importaba el hecho de que Eleanor fuese una pintora respetada, de fama casi tan considerable como la de John. No se sorprendieron cuando el matrimonio acabó, y nadie lamentó el día que se perdió de vista. Lo único malo, decía Grace, era que John se había visto obligado a seguir en contacto con ella. No porque quisiera, sino por las continuas payasadas de su hijo Jacob, de personalidad totalmente inestable.

Más adelante John conoció a Tina Ostrow, bailarina y coreógrafa doce años más joven que él, y cuando se casó con ella en 1966 los Tebbetts aplaudieron su decisión. Tenían la plena confianza de que John había encontrado finalmente la mujer que se merecía, y el tiempo les dio la razón. La menuda y vibrante Tina era una persona adorable, y había amado a John (según palabras textuales de Grace) «hasta el punto de la veneración». El único problema con aquel matrimonio fue que Tina no vivió lo suficiente para cumplir los treinta y siete años. Un cáncer de útero se la fue llevando poco a poco en el espacio de dieciocho meses, y después de enterrarla, proseguía Grace, John se apagó de pronto, «simplemente se quedó paralizado y fue como si dejara de respirar». Se marchó un año a París, luego a Roma, y seguidamente a un pueblecito de la costa norte de Portugal. En 1978, cuando volvió a Nueva York y se instaló en el apartamento de la calle Barrow, habían pasado tres años desde la publicación de su última novela, y corría el rumor de que no había escrito una palabra desde la muerte de Tina. Ya habían transcurrido otros cuatro años, y seguía sin producir nada; al menos, nada que se dignara enseñar. Pero estaba trabajando. Yo sabía que estaba haciendo algo. El mismo me lo había dado a entender, pero ignoraba el tipo de trabajo que era por la sencilla razón de que no había encontrado el valor de preguntárselo.

[6]La mayor parte de su trabajo gráfico se inspiraba en la contemplación de obras de arte, y antes de que cayera enfermo a principios de año solíamos pasar los sábados por la tarde recorriendo galerías y museos. En cierto sentido, el arte hizo posible nuestro matrimonio, y sin su intervención dudo que hubiera tenido el valor de pretenderla. Fue una suerte que nos conociéramos en Holst y McDermott, un entorno neutral de trabajo. Si nos hubiéramos conocido de cualquier otra forma -en una cena, por ejemplo, en la parada del autobús o en un avión-, no habría tenido ocasión de volver a verla sin exponerle mis intenciones, e instintivamente comprendí que a Grace había que acercársele con cautela. Si cargaba la mano demasiado pronto, estaba casi seguro de que jamás volvería a tener otra oportunidad.

Afortunadamente, tenía una excusa para llamarla. Le habían encargado la cubierta de mi libro, y con el pretexto de que tenía que discutir una idea nueva con ella llamé a su despacho dos días después de nuestro primer encuentro y le pregunté si podía ir a verla. «A cualquier hora», me contestó, «cuando quiera.» A cualquier hora resultó un poco dificil. Por entonces yo tenía un trabajo fijo (profesor de Historia en el Instituto John Jay de Brooklyn), y no podía ir a su oficina antes de las cuatro. Daba la casualidad de que Grace estaba ocupada el resto de la semana hasta última hora de la tarde. Cuando sugirió que nos viéramos el lunes o martes siguiente, le dije que debía marcharme de la ciudad para una gira de presentación de mi novela (lo que por otra parte era verdad, aunque probablemente habría dicho lo mismo si no lo hubiera sido), de manera que Grace cedió y me dijo que podía dedicarme un poco de tiempo el viernes, después del trabajo. «Tengo que estar en un sitio a las ocho», me advirtió, «pero no hay problema en que quedemos a las cinco y media y nos veamos durante una hora o así.»

Yo había tomado prestado el título de mi libro de un dibujo a lápiz de 1938 de Willem de Kooning. Autorretrato con hermano imaginario es una obra de factura delicada que representa a dos muchachos juntos y de pie, uno de ellos con un par de años más que el otro, el mayor con pantalón largo, el menor con bombachos. El dibujo me gustaba mucho, pero lo que me interesaba era el título, y no lo utilizaba como voluntaria referencia a De Kooning, sino por la frase en sí, que me parecía enormemente evocadora y apropiada para la novela que había escrito. Unos días antes, en el despacho de Betty Stolowitz, había sugerido poner el dibujo de De Kooning en la portada. Y ahora pensaba decir a Grace que no me parecía tan buena idea: los trazos a lápiz eran demasiado tenues y no iban a resaltar lo suficiente, con lo que el efecto quedaría difuminado. Pero en realidad me importaba un bledo. Si en el despacho de Betty me hubiera manifestado en contra de reproducir el dibujo, ahora me habría mostrado a favor. Lo único que quería era una ocasión de ver de nuevo a Grace, y el arte era el medio de propiciarla, el único tema que no comprometía mis verdaderos propósitos.

Su ofrecimiento de verme después del horario de trabajo me dio esperanzas, pero al mismo tiempo la noticia de que había quedado a las ocho destruía toda expectativa. No cabían muchas dudas de que estaba citada con otro (las mujeres guapas siempre quedan con alguien el viernes por la noche), pero era imposible saber la hondura de las relaciones que mantenían. Podía ser la primera vez que salían juntos, pero quizá era una cena tranquila con su novio o el hombre con quien vivía. Yo sabía que no estaba casada (eso ya me lo había dicho Betty cuando Grace salió de su despacho el día que nos conocimos), pero existía toda una serie de otras múltiples y variadas intimidades. Cuando pregunté a Betty si Grace tenía novio, me contestó que no lo sabía. Grace no hablaba mucho de su vida privada, y en la editorial nadie tenía ni la más ligera idea de lo que hacía fuera de la oficina. Desde que empezó a trabajar allí, dos o tres compañeros la habían invitado a salir, pero ella los había rechazado a todos.

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