Paul Auster - La Noche Del Oráculo

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Sidney Orr es escritor, y está recuperándose de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Y cada mañana, cuando su esposa Grace se marcha a trabajar, él, todavía débil y desconcertado, camina por la ciudad. Un día compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que le seduce, y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, también enfermo, también poseedor de otro de los exóticos cuadernos azules portugueses, le ha hablado de Flitcraft, un personaje que aparece fugazmente en El halcón maltés y que, como Sidney, sobrevivió a un íntimo roce con la muerte, creyó comprender que no somos más que briznas que flotan en el vacío del azar, y abandonó, sin despedirse, mujer, trabajo, identidad y se inventó otra vida en otra ciudad. En la novela que Sidney Orr está escribiendo en su cuaderno azul, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte cuando una gárgola de piedra se desprende de un viejo edificio y cae donde él había estado un segundo antes, también parte sin despedidas rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita y perdida durante mucho tiempo de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, Orr va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y su matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce.

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En un principio la causa de la muerte se atribuyó a un ataque al corazón, pero tras el examen posterior el forense dictaminó que fue debida a una embolia pulmonar. El coágulo de sangre que había estado inmovilizado en la pierna de John durante dos semanas se soltó, remontándose por su organismo hasta alcanzar el blanco. La pequeña bomba acabó estallando en su interior, y mi amigo murió a los cincuenta y seis años. Muy pronto. Treinta años antes de tiempo. Demasiado pronto para agradecerle que me enviara aquel dinero y tratara de salvarme la vida.

La muerte de John se anunció al término de las noticias locales de las seis. En circunstancias normales, Grace y yo habríamos encendido la tele mientras poníamos la mesa y preparábamos la cena, pero ya no teníamos televisión, así que nos quedamos sin saber que John yacía en el depósito de cadáveres, sin saber que su hermano Gilbert ya había abordado un avión en Detroit con destino a Nueva York, sin saber que Jacob andaba suelto. Después de cenar, fuimos al cuarto de estar y nos tumbamos juntos en el sofá, hablando de la próxima cita de Grace con la doctora Vitale, una tocóloga recomendada por Betty Stolowitz, que había dado a luz su primer hijo en el mes de marzo. La consulta estaba prevista para el viernes por la tarde, y dije a Grace que quería acompañarla y que pasaría a buscarla a su oficina, en la calle Novena Oeste, a las cuatro en punto. Mientras hacíamos esos planes, Grace se acordó de pronto de que Betty le había dado aquella mañana un libro sobre el embarazo -uno de esos voluminosos compendios en rústica llenos de gráficos e ilustraciones-, de manera que se levantó de un salto del sofá y fue a la habitación a cogerlo del bolso. Cuando salió del cuarto de estar, llamaron a la puerta. Supuse que sería algún vecino que venía a pedir una linterna o una caja de cerillas. No podía ser nadie de fuera, porque el portal siempre estaba cerrado, y quien no tuviera llave y quisiera entrar debía llamar al timbre de abajo y anunciarse por el portero automático. Recuerdo que estaba descalzo, y que cuando me levanté del sofá y fui a abrir la puerta, me clavé una pequeña astilla en la planta del pie izquierdo. También me acuerdo de que miré el reloj y vi que eran las ocho y media. No me molesté en preguntar quién era. Simplemente abrí la puerta y, en ese momento, el mundo dio un vuelco. No sé de qué otra manera decirlo. Abrí la puerta, y lo que había estado incubándose en mi interior durante los últimos días cobró cuerpo de pronto: el futuro estaba delante de mí.

Era Jacob. Se había teñido el pelo de oscuro y llevaba un largo abrigo negro que le llegaba a los tobillos. Con las manos hundidas en los bolsillos, saltando impaciente sobre la punta de los pies, parecía un enterrador futurista que hubiera venido a llevarse un cadáver. El payaso de pelo verde con quien había hablado el sábado ya era lo bastante inquietante, pero aquella nueva criatura me asustaba, y no quería dejarlo entrar.

– Tienes que ayudarme -me instó-. Estoy en un verdadero lío, Sid, y tú eres mi último recurso.

Antes de que pudiera decirle que se marchara, me apartó de un empujón, entró en casa y cerró la puerta tras él.

– Vuelve a Smithers -le aconsejé-. No puedo hacer nada por ti.

– No puedo volver. Ellos han descubierto que estaba en ese sitio. Si vuelvo allí, soy hombre muerto.

– ¿Quiénes son ellos? ¿De qué estás hablando?

– Esos tíos, Richie y Phil. Afirman que les debo dinero. Si no les llevo cinco mil dólares, me matarán.

– No te creo, Jacob.

– Me metí en Smithers por ellos. No fue por mi madre, sino para esconderme de ellos.

– Sigo sin creerte. Pero aunque te creyera, no estaría en condiciones de ayudarte. No tengo cinco mil dólares. Ni siquiera quinientos. Llama a tu madre. Si ella te los niega, llama a tu padre. Pero no nos metas en esto a Grace y a mí.

Oí la cisterna del retrete al final del pasillo, señal de que Grace volvería al cuarto de estar en cualquier momento. El ruido llamó la atención de Jacob, que volvió la cabeza hacia aquel lado del apartamento, y al verla entrar con el libro sobre el embarazo en la mano le dedicó una amplia sonrisa.

– Qué hay, Gracie -la saludó-. Cuánto tiempo. Grace se detuvo en seco.

– ¿Se puede saber qué hace aquí? -inquirió, dirigiéndose a mí.

Parecía estupefacta, y en su voz había una especie de rabia contenida. Procuraba no mirar directamente a Jacob.

– Quiere que le prestemos dinero -le contesté.

– Vamos, Gracie -dijo Jacob en un tono medio irritado, medio sarcástico-. ¿Es que ni siquiera vas a decirme hola? Oye, que un poco de educación no cuesta nada, ¿no te parece?

Al verlos allí a los dos, me fue imposible no pensar en la fotografía rota que habían dejado en el sofá el día del robo. Se habían llevado el marco, pero sólo alguien con un antiguo y profundo rencor hacia la persona retratada se habría tomado la molestia de romper la foto en pedazos. Un ladrón profesional la habría dejado intacta. Pero Jacob no era un profesional; era un chico desquiciado, ofuscado por la droga, que se había tomado muchas molestias para perjudicarnos: para hacer daño a su padre atacando a dos de sus más íntimos amigos.

– Ya vale -le dije-. Ella no quiere hablar contigo, y yo tampoco. Tú eres quien entró a robarnos la semana pasada. Te metiste por la ventana de la cocina, destrozaste el apartamento y luego te largaste con todos los objetos de valor que pudiste encontrar. Una de dos, o te marchas o cojo el teléfono y llamo a la policía. Tú eliges. Me gustaría mucho llamarla, créeme. Presentaré una denuncia contra ti, y terminarás en la cárcel.

Esperaba que negase la acusación, que fingiese estar ofendido por el hecho de que se me pudiera ocurrir algo así de él, pero el chico era demasiado listo para eso. Emitió un suspiro de remordimiento maravillosamente bien calibrado, y luego se sentó en una butaca, moviendo despacio la cabeza de arriba abajo, como indignado por su propia conducta. Era la misma manifestación de desprecio hacia sí mismo que había mencionado el sábado cuando se ufanaba de sus dotes teatrales.

– Lo lamento -dijo-. Pero lo que te he dicho de Richie y Phil es verdad. Andan detrás de mí, y si no les doy sus cinco mil dólares, me van a meter un balazo en la cabeza. El otro día vine con idea de llevarme prestado tu talonario de cheques, pero no lo encontré. Así que, en cambio, cogí otras cosas. Fue una estupidez. Lo siento mucho. Lo que me llevé no valía la pena, no debí haberlo hecho. Si quieres, mañana mismo os lo devuelvo. Todavía lo tengo en mi apartamento, os lo traeré a primera hora de la mañana.

– Gilipolleces -objetó Grace-. Ya has vendido todo lo que podías vender, y has tirado todo lo demás. No nos vengas con ese numerito de niño bueno arrepentido, Jacob. Ya eres muy mayor para eso. Entraste a robarnos la semana pasada y ahora vienes por más.

– Esos tíos están dispuestos a acabar conmigo -respondió él-, y quieren su dinero mañana mismo. Ya sé que no andáis muy boyantes, pero joder, Gracie, tu padre es juez federal. No va a rechistar si le pides un préstamo. O sea, ¿qué son cinco mil dólares para un anciano caballero del Sur?

– Ni lo sueñes -le advertí-. Nada de mezclar en esto a Bill Tebbetts.

– Sácalo de aquí, Sid -me dijo Grace, la voz tensa de ira-. No lo aguanto más.

– Creí que éramos de la familia -replicó Jacob, mirando fijamente a Grace, casi obligándola a devolverle la mirada.

Había empezado a poner mala cara, pero de una forma curiosamente falsa, como si quisiera burlarse de ella y utilizar en beneficio propio la aversión que sentía por él.

– Al fin y al cabo, eres algo así como mi madrastra extraoficial, ¿verdad? O por lo menos lo has sido. Eso cuenta para algo, ¿no?

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