Paul Auster - La Noche Del Oráculo

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Sidney Orr es escritor, y está recuperándose de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Y cada mañana, cuando su esposa Grace se marcha a trabajar, él, todavía débil y desconcertado, camina por la ciudad. Un día compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que le seduce, y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, también enfermo, también poseedor de otro de los exóticos cuadernos azules portugueses, le ha hablado de Flitcraft, un personaje que aparece fugazmente en El halcón maltés y que, como Sidney, sobrevivió a un íntimo roce con la muerte, creyó comprender que no somos más que briznas que flotan en el vacío del azar, y abandonó, sin despedirse, mujer, trabajo, identidad y se inventó otra vida en otra ciudad. En la novela que Sidney Orr está escribiendo en su cuaderno azul, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte cuando una gárgola de piedra se desprende de un viejo edificio y cae donde él había estado un segundo antes, también parte sin despedidas rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita y perdida durante mucho tiempo de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, Orr va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y su matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce.

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Cuando apuré el segundo Cutty Sark, dije a Chang que era hora de marcharme y le estreché la mano. Eran las dos y media, le expliqué, y tenía que volver a Cobble Hill y hacer la compra para la cena. Chang pareció decepcionado. Yo no sabía lo que esperaba de mí, pero quizá pensaba que estaba dispuesto a pasarme el día de juerga con él.

– Ningún problema -acabó diciendo-. Lo llevaré a casa.

– ¿Tiene coche?

– Pues claro. Todo el mundo tiene coche. ¿Usted no?

– No. En realidad, en Nueva York no es necesario.

– Vamos, señor Sid. Usted me da ánimos, me devuelve alegría. Y ahora yo lo llevo a casa.

– No, gracias. En su estado no se debe conducir. Tiene una buena merluza.

– ¿Merluza?

– Ha bebido mucho.

– Tonterías. M. R. Chang está sobrio como un juez.

Sonreí al escuchar esa expresión tan norteamericana, y, al ver que me hacía gracia, Chang se echó de pronto a reír. Era el mismo estallido entrecortado del sábado, cuando soltó aquellas carcajadas en la papelería. Jajaja. Jajaja. Una hilaridad que resultaba desconcertante, seca e impersonal a la vez, sin ese timbre vibrante y cadencioso que suele oírse en la risa de la gente. Para demostrar su afirmación, se bajó de un salto del taburete y empezó a andar de un lado para otro por el local, exhibiendo su capacidad de mantener el equilibrio y caminar en línea recta. Para ser justos con él, debo reconocer que pasó la prueba. Sus movimientos eran espontáneos y naturales, y parecía estar en pleno dominio de sus facultades. Comprendiendo que no había forma de convencerlo, que su apasionada decisión de llevarme a casa era inquebrantable, cedí de mala gana y acepté su ofrecimiento.

Tenía el coche aparcado a la vuelta de la esquina, en la calle Perry: un flamante Pontiac rojo con ruedas blancas y techo corredizo. Le dije a Chang que me recordaba a un tomate maduro, pero no le pregunté cómo era posible que alguien como él, un sedicente fracasado americano, hubiera podido comprarse un vehículo tan costoso. Con evidente orgullo, me abrió la puerta y me hizo subir al asiento del pasajero. Luego, dando unas palmaditas al capó mientras daba la vuelta por la parte delantera del coche, subió a la acera y abrió la otra puerta. Una vez que se instaló al volante, se volvió hacia mí y sonrió.

– Chapa maciza -observó.

– Sí -respondí-. Muy impresionante.

– Póngase cómodo, señor Sid. Asientos reclinables. Se tumban del todo.

Se inclinó para enseñarme el botón que debía apretar y, efectivamente, el asiento empezó a echarse hacia atrás y no se detuvo hasta describir un ángulo de cuarenta y cinco grados.

– Eso es -aprobó Chang-. Siempre mejor viajar cómodamente.

Eso no se lo podía discutir, y en mi estado ligeramente achispado era agradable encontrarse en una posición distinta de la vertical. Chang puso el motor en marcha y yo cerré los ojos un momento tratando de adivinar lo que le apetecería cenar a Grace y lo que debía comprar al volver a Brooklyn. Aquello resultó ser un gran error. En lugar de volver a abrir los ojos para ver la dirección que tomaba Chang, me quedé dormido al instante: igual que un borracho cualquiera en una parranda de mediodía.

No me desperté hasta que el coche se detuvo y Chang apagó el motor. Dando por sentado que estaba de vuelta en Cobble Hill, me disponía a darle las gracias por el paseo y abrir la puerta cuando me di cuenta de que me encontraba en otro sitio: una calle comercial abarrotada de gente en un barrio desconocido, sin duda lejos de donde yo vivía. Cuando me senté en la forma adecuada para mirar mejor a mi alrededor, vi que la mayoría de los letreros estaba en chino.

– ¿Dónde estamos? -pregunté.

– En Flushing -contestó Chang-. El Segundo Barrio Chino.

– ¿Por qué me ha traído aquí?

– Conduciendo, se me ocurrió idea mejor. En siguiente manzana hay un club muy bonito, buen sitio para distraerse. Parece cansado, señor Sid. Lo llevo allí, se sentirá mejor.

– Pero ¿qué está diciendo? Son las tres y cuarto, y tengo que volver a casa.

– Sólo media hora. Le sentará la mar de bien, lo prometo. Luego lo llevo a casa. ¿Vale?

– Preferiría irme ahora. Sólo indíqueme la estación de metro más cercana y volveré solo a casa.

– Por favor. Es muy importante para mí. Quizá salga un negocio, y necesito consejo de hombre inteligente. Usted, muy inteligente, señor Sid. Puedo confiar en usted.

– No tengo la menor idea de lo que me está hablando. Primero quiere que me distraiga. Y luego necesita mi consejo. ¿En qué quedamos?

– Las dos cosas. Todo a la vez. Usted ve el local, se distrae y luego dice su opinión. Muy sencillo.

– ¿Media hora?

– No se preocupe de nada. Todo a mi cuenta, gratis. Luego lo llevo a Cobble Hill. ¿Hecho?

La tarde se iba volviendo cada vez más extraña, pero me dejé convencer y lo acompañé. En realidad no me explico por qué. Por curiosidad, tal vez, aunque puede que fuese precisamente lo contrario: una sensación de absoluta indiferencia. Chang había empezado a atacarme los nervios, y ya no podía soportar sus ruegos incesantes, sobre todo encerrado en aquel ridículo coche suyo. Si con otra media hora que pasara con él se quedaba satisfecho, entonces valdría la pena seguirle la corriente. De manera que bajé del Pontiac y lo seguí por aquella calle densamente transitada, respirando las penetrantes emanaciones y los desagradables olores de las pescaderías y verdulerías que se sucedían a lo largo de las aceras. En la primera esquina, torcimos a la izquierda, seguimos unos cuarenta metros más allá y luego volvimos a girar a la izquierda, entrando en un estrecho callejón con un pequeño edificio de bloques de hormigón al fondo, una casa pequeña, de tejado plano, una sola planta y sin ventanas. Era un sitio que ni pintado para un atraco, pero no tuve la menor impresión de amenaza. Chang estaba muy alegre, y con la habitual vehemencia que caracterizaba sus propósitos, parecía ansioso por llegar a nuestro destino.

Cuando estuvimos delante de la casa, pintada de amarillo, Chang pulsó el timbre con el dedo. Unos segundos después, la puerta se entreabrió y por la rendija asomó la cara de un chino de sesenta y tantos años. Saludó con una inclinación de cabeza cuando vio a Chang, con quien seguidamente intercambió unas frases en mandarín, y luego nos hizo pasar. El presunto club de esparcimiento resultó ser un pequeño taller clandestino. Veinte mujeres chinas se sentaban ante mesas provistas de máquinas de coser, ensamblando vestidos de colores vivos y tejidos sintéticos de aspecto ordinario. Ni una sola alzó la cabeza para mirarnos cuando entramos, y Chang pasó por delante de ellas lo más deprisa que pudo, haciendo como si no estuvieran allí. Seguimos adelante, avanzando entre las mesas, hasta que llegamos a una puerta situada al fondo del local. El chino viejo la abrió, y Chang y yo entramos en una sala tan lóbrega, tan oscura en comparación con el taller bañado de luz fluorescente que acabábamos de dejar atrás, que al principio fui incapaz de distinguir nada.

Una vez que se me habituaron un poco las pupilas, reparé en una serie de lámparas de pocos vatios que destellaban en diversos puntos de la estancia. Cada una de ellas tenía una bombilla de distinto color -rojo, amarillo, violeta, azul-, y por un momento pensé en los cuadernos portugueses de la fallida papelería de Chang. Me pregunté si aún le quedaría alguno de los que había visto el sábado y, en ese caso, si estaría dispuesto a vendérmelo. Tomé nota mentalmente de que debía preguntárselo antes de que nos despidiéramos.

Finalmente me condujo a una silla alta o taburete, de piel o imitación de piel, que giraba sobre su base y daba una agradable sensación de comodidad. Me senté, Chang hizo lo mismo a mi lado, y comprendí que estábamos en una especie de bar: delante de una barra esmaltada, de forma oval, que ocupaba la parte central de la sala. Ya empezaba a percibir el contorno de las cosas. Distinguía a varias personas sentadas un poco más allá, dos hombres con traje y corbata, un asiático con lo que parecía una camisa hawaiana, y dos o tres mujeres, ninguna de las cuales parecía llevar prenda de ropa alguna. Ah, dije para mis adentros, así que eso es este sitio. Un club de alterne. Por extraño que parezca, sólo entonces me di cuenta de que sonaba música de fondo: una melodía suave y retumbante que procedía de algún invisible sistema de sonido. Agucé la oreja para ver si reconocía la canción, pero fue imposible. Era una versión «ambiental» de un antiguo rock and roll, una canción de los Beatles, pensé, aunque a lo mejor no.

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