Paul Auster - La Noche Del Oráculo

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Sidney Orr es escritor, y está recuperándose de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Y cada mañana, cuando su esposa Grace se marcha a trabajar, él, todavía débil y desconcertado, camina por la ciudad. Un día compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que le seduce, y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, también enfermo, también poseedor de otro de los exóticos cuadernos azules portugueses, le ha hablado de Flitcraft, un personaje que aparece fugazmente en El halcón maltés y que, como Sidney, sobrevivió a un íntimo roce con la muerte, creyó comprender que no somos más que briznas que flotan en el vacío del azar, y abandonó, sin despedirse, mujer, trabajo, identidad y se inventó otra vida en otra ciudad. En la novela que Sidney Orr está escribiendo en su cuaderno azul, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte cuando una gárgola de piedra se desprende de un viejo edificio y cae donde él había estado un segundo antes, también parte sin despedidas rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita y perdida durante mucho tiempo de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, Orr va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y su matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce.

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– ¿Por qué no vienes mañana? Ya estaré bien. Más me vale, joder.

Salí de casa a las once y media y fui andando hasta la calle Bergen, donde cogí la línea F del metro hacia Manhattan. Por el camino se produjo una serie de misteriosos problemas técnicos -una prolongada espera en un túnel, un apagón en el vagón que duró el lapso de cuatro paradas, una travesía insólitamente lenta dé la estación de la calle York al otro lado del río-, y cuando llegué a la oficina de Mary, ella había salido a comer. Dejé la sinopsis a Angela, una chica gordita, fumadora empedernida, que contestaba al teléfono y enviaba los paquetes y que ahora me sorprendió levantándose de detrás de su escritorio para despedirme con un beso: uno en cada mejilla, en realidad, a la italiana.

– Lástima que estés casado -musitó-. Tú y yo habríamos hecho muy buenas migas juntos, Sid.

Angela siempre andaba tomándome el pelo con esas cosas, y al cabo de tres años de asidua práctica habíamos elaborado un numerito muy logrado. Cumpliendo con mi papel, le di la respuesta que esperaba.

– Nada es eterno. Ten un poco de paciencia, ángel mío, y antes o después acabaré siendo libre.

No tenía sentido volver a Brooklyn inmediatamente, así que decidí dar mi paseo vespertino en el Village, y luego rematar la excursión tomando un bocado en cualquier sitio antes de coger el metro y volverme a casa. Dejé la Quinta Avenida y me encaminé en dirección oeste, dando una vuelta por la calle Doce, con sus bonitas casas de piedra rojiza y sus arbolitos bien cuidados, y al pasar por delante de la Escuela Nueva y acercarme a la Sexta Avenida ya estaba completamente absorto en mis pensamientos. Bowen seguía atrapado en la habitación y, con los inquietantes detalles del sueño de Grace aún resonando en mi cabeza, se me habían ocurrido varias ideas nuevas sobre la historia. En algún momento perdí la noción de dónde estaba, y durante treinta o cuarenta minutos deambulé como un ciego por las calles, más en aquella estancia subterránea de Kansas City que en Manhattan, prestando muy escasa atención a las cosas que me rodeaban. Y no fue hasta que me encontré en la calle Hudson, pasando sin prisas por delante del escaparate de la Taberna del Caballo Blanco, cuando mis piernas dejaron finalmente de moverse. Me había entrado apetito, descubrí de pronto, y una vez que fui consciente de ello, dejé de pensar y centré la atención en el estómago. Ya podía sentarme a comer. [11]

En una época frecuenté asiduamente el Caballo Blanco, pero hacía años que no entraba, y en cuanto abrí la puerta me alegré de ver que nada había cambiado. Seguía siendo la misma tasca de siempre, con sus paneles de madera, el ambiente lleno de humo, las mesas llenas de marcas y las sillas tambaleantes, el serrín por el suelo, el reloj en la pared del fondo. Todas las mesas estaban ocupadas, pero en la barra había algún que otro hueco. Me senté en un taburete y pedí una hamburguesa y una cerveza. Rara vez bebía durante el día, pero el hecho de encontrarme en el Caballo Blanco me produjo nostalgia (el recuerdo de todas aquellas horas pasadas allí entre los diecinueve y los veintiún años), y decidí brindar por los viejos tiempos. Sólo después de haber pedido la consumición al camarero miré a un lado y me fijé en el parroquiano sentado a mi derecha. Lo había visto de espaldas al entrar en la taberna, un individuo delgado con un jersey marrón, encogido sobre un vaso, y algo en su postura activó una señal en mi cabeza. No supe por qué. Porque lo conocía, tal vez. O por un motivo aún más recóndito: la memoria de otro parroquiano con jersey marrón que años atrás había visto sentado en la misma postura, un fragmento liliputiense del remoto pasado. Aquel hombre tenía la cabeza inclinada y la mirada fija en el vaso, que estaba medio lleno de whisky escocés o de bourbon. Sólo podía verlo de perfil, parcialmente oculto por la mano izquierda, pero no cabía la menor duda de que aquel rostro era el de alguien a quien había creído que no volvería a ver nunca más. M. R. Chang.

– ¿Qué tal está, señor Chang? -lo saludé.

Al oír su nombre, Chang volvió la cabeza con expresión abatida. Parecía estar un poco borracho y al principio no se acordaba bien de mí, pero luego sus rasgos se fueron iluminando poco a poco.

– Ah -dijo-. Señor Sidney. Señor Sidney O. Buen tipo. -Ayer volví a su tienda -respondí-, pero todo había desaparecido. ¿Qué ha pasado?

– Gran problema -contestó Chang, que, al borde de las lágrimas, sacudió la cabeza y bebió un trago de su copa-. El dueño subió alquiler. Dije que tenía contrato, pero él rió y dijo que embargaba mercancía con juez si no pagaba dinero en mano lunes mañana. Así que recogí tienda sábado noche y me fui. Todos mafiosos en ese barrio. Te matan a tiros si no haces lo que mandan.

– Debería contratar a un abogado y denunciarlo.

– Nada de abogado. Mucho dinero. Mañana busco otro local. En Queens o Manhattan, quizá. Adiós Brooklyn. Palacio de Papel, fracaso. Gran sueño americano, fracaso.

No debí dejarme llevar por la compasión, pero cuando Chang me invitó a una copa, no tuve valor para decir que no. Ingerir whisky escocés a la una de la tarde no estaba en la lista de las múltiples terapias prescritas por el médico. Peor aún, ahora que Chang y yo habíamos hecho amistad y estábamos en plena conversación, me sentí obligado a corresponder y pedí otra ronda. Lo cual acabó siendo una cerveza y dos whiskys dobles en una hora aproximadamente. No lo suficiente para llegar a la embriaguez total, pero sí para tener una agradable sensación de levedad, y con mi habitual reserva debilitándose progresivamente a medida que pasaba el tiempo, empecé a hacer a Chang una serie de preguntas personales acerca de su vida en China y de cómo había venido a parar a Estados Unidos: algo a lo que jamás me hubiera atrevido de no haber bebido unas copas. Muchas de las cosas que me dijo me dejaron perplejo. Su capacidad de expresarse en inglés fue deteriorándose en proporción directa con su ingestión de alcohol, pero entre la plétora de historias sobre su infancia en Pekín, la revolución cultural y su peligrosa fuga del país a través de Hong Kong, hay una que destaca en particular, sin duda porque me la contó al principio de la conversación. [12]

– Mi padre era profesor de matemáticas -empezó diciendo-, y daba clases en Instituto de Enseñanza Media Número Once de Pekín. Cuando llega revolución cultural, dicen que es de la Banda Negra, individuo burgués y reaccionario. Un día, guardias rojos ordenan a Banda Negra que saquen de la biblioteca todos los libros no escritos por presidente Mao. Los azotan con cinturones para obligarlos a hacerlo. Son libros malos, afirman. Divulgan ideas capitalistas y revisionistas, y hay que quemarlos. Mi padre y demás profesores de Banda Negra llevan los libros al campo de juego. Guardias rojos gritan y los golpean para que vayan deprisa. Una y otra vez cargan con grandes montones, y hacen una enorme montaña de libros. Guardias rojos les prenden fuego, y mi padre se pone a llorar. Y por eso lo azotan con sus cinturones. Luego el fuego crece y da mucho calor, y guardias rojos empujan a Banda Negra hasta borde de llamas. Los obligan a bajar cabeza, a inclinarse. Dicen que el fuego de la gran revolución cultural es su juez. Es un caluroso día de agosto, con sol tremendo. Mi padre tiene ampollas en cara y brazos, heridas y cardenales en toda la espalda. En casa, mi madre llora al verlo. Mi padre llora. Todos lloramos, señor Sidney. A la semana siguiente, detienen a mi padre y nos mandan a todos a trabajar al campo. Entonces empiezo a odiar a mi país, a mi China. Desde aquel día, no hago más que soñar con Estados Unidos. En China tengo mi gran sueño americano, pero en América no hay sueño. Este país también es malo. En todos sitios igual. Gente mala y podrida. Todos los países malos y podridos."

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