Paul Auster - La Noche Del Oráculo

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Sidney Orr es escritor, y está recuperándose de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Y cada mañana, cuando su esposa Grace se marcha a trabajar, él, todavía débil y desconcertado, camina por la ciudad. Un día compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que le seduce, y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, también enfermo, también poseedor de otro de los exóticos cuadernos azules portugueses, le ha hablado de Flitcraft, un personaje que aparece fugazmente en El halcón maltés y que, como Sidney, sobrevivió a un íntimo roce con la muerte, creyó comprender que no somos más que briznas que flotan en el vacío del azar, y abandonó, sin despedirse, mujer, trabajo, identidad y se inventó otra vida en otra ciudad. En la novela que Sidney Orr está escribiendo en su cuaderno azul, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte cuando una gárgola de piedra se desprende de un viejo edificio y cae donde él había estado un segundo antes, también parte sin despedidas rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita y perdida durante mucho tiempo de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, Orr va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y su matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce.

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– No sé. Pero es un nombre bonito.

– Eso es justo lo que dijiste en el sueño. Dijiste que era un nombre bonito.

– ¿Seguro que ha acabado el sueño? A lo mejor seguimos durmiendo todavía, y estamos teniendo el mismo sueño a la vez.

– No seas tonto. Íbamos en el coche de mis padres. Tú venías conmigo en el asiento de atrás, y le decías a mi madre: «Es un nombre muy bonito.»

– ¿Y luego?

– Paramos frente a una casa antigua. Era enorme, más bien una mansión, y entonces entramos los cuatro a echar una mirada. Todas las habitaciones estaban vacías, sin muebles ni nada, pero eran inmensas, como galerías de museo o canchas de baloncesto, y oíamos nuestros pasos que resonaban contra los muros. Luego mis padres decidieron subir por la escalera para ver cómo era el piso de arriba, pero yo quería bajar al sótano. Al principio tú no querías ir, pero te cogí de la mano y empecé a tirar de ti para que vinieras conmigo. Resultó ser más bonito que la planta baja, que no era más que una habitación detrás de otra, y justo en medio de la última estancia había una trampilla. La abrí de golpe y vi que había una escalera que conducía a un nivel inferior, y esta vez me seguiste sin rechistar. Entonces sentías tanta curiosidad como yo, y era como si estuviéramos viviendo una aventura. Dos críos explorando una casa extraña, ya sabes, los dos un poco asustados, pero pasándolo bien al mismo tiempo.

– ¿Era muy larga la escalera?

– No sé. Tres o cuatro metros. Algo así.

– Tres o cuatro metros… ¿Y luego?

– Estábamos en una habitación. Más pequeña que las de arriba, con el techo mucho más bajo. La sala entera estaba llena de estanterías. Metálicas, de color gris, como las que utilizan en las bibliotecas. Nos pusimos a mirar los títulos de los libros, y resultó que todos los habías escrito tú, Sid. Centenares y centenares de libros, y en cada uno de los lomos estaba escrito tu nombre: Sidney Orr.

– Terrorífico.

– No, nada de eso. Me sentí muy orgullosa de ti. Después de mirar los libros durante un rato, eché a andar de nuevo y, al final, encontré una puerta. La abrí y me encontré con un dormitorio pequeño pero al que no le faltaba nada. Era de mucho lujo, con suaves alfombras persas y cómodas butacas, cuadros en las paredes, incienso humeando sobre la mesa y una cama con almohadas de seda y un edredón de satén rojo. Te llamé y, en cuanto entraste en la habitación, empecé a besarte en la boca. Estaba de lo más caliente. Muriéndome de ganas.

– ¿Y yo?

– Tú tenías la mayor erección de tu vida.

– Como sigas así, Grace, aquí mismo me la vas a poner más grande todavía.

– Nos desnudamos y empezamos a revolcarnos en la cama, llenos de sudor y ansiosos el uno por el otro. Fue delicioso. Nos corrimos los dos a la vez, y entonces, sin detenernos a tomar aliento, empezamos a darle otra vez, echándonos uno encima del otro como animales.

– Parece una película porno.

– Fue salvaje. No sé cuánto tiempo seguimos así, pero en cierto momento oímos el coche de mis padres, que se marchaban. No nos molestamos. Ya los veremos luego, dijimos, y nos pusimos a follar otra vez. Acabamos exhaustos. Yo me dormí un rato y, cuando me desperté, estabas de pie ante la puerta, desnudo, tirando del picaporte con aire de desesperación. «¿Qué pasa?», te pregunté, y tú me contestaste: «Me parece que nos hemos quedado encerrados.»

– Es la cosa más extraña que he oído en la vida.

– No es más que un sueño, Sid. Todos los sueños son raros.

– No me has oído hablar dormido, ¿verdad?

– ¿Qué quieres decir?

– Sé que nunca entras en mi cuarto de trabajo. Pero si lo hicieras, y te diera por abrir el cuaderno azul que compré el sábado, verías que la historia que estoy escribiendo es parecida a tu sueño. La escalera por la que se baja a la habitación subterránea, las estanterías de biblioteca, el pequeño dormitorio al fondo. Mi protagonista está encerrado ahora mismo en esa habitación, y no sé cómo sacarlo de ahí.

– Qué raro.

– Más que raro, escalofriante.

– Lo curioso es que ahí se acababa el sueño. Tú tenías cara de susto, pero antes de que pudiera acudir en tu ayuda, me desperté. Y ahí estabas, a mi lado en la cama, rodeándome con tus brazos, lo mismo que en el sueño. Ha sido maravilloso. Parecía que seguía soñando incluso mucho después de haberme despertado.

– Así que no sabes lo que nos pasó después de que nos quedamos encerrados en la habitación.

– No llegué a eso. Pero seguro que habríamos encontrado una salida. En los sueños no se muere la gente, ¿sabes? Aunque la puerta siguiera cerrada, algo habría pasado para que saliéramos. Así es la cosa. Mientras estás soñando, siempre hay salvación.

Después de que Grace salió para Manhattan, me senté ante la máquina de escribir y empecé a trabajar en la versión preparatoria del guión para Bobby Hunter. Traté de reducir la sinopsis a cuatro páginas, pero acabé escribiendo seis. Había que aclarar algunos aspectos que, en mi opinión, resultaban confusos, y no quería que la historia tuviese fallos aparentes. En primer lugar, si el viaje de iniciación estaba erizado de peligros y suponía la posibilidad de un castigo tan severo, ¿por qué iba a querer alguien correr el riesgo de viajar al pasado? Resolví que el viaje debía ser facultativo, fruto de la propia voluntad, no una obligación. Y, en segundo lugar, ¿cómo saben los del siglo XXII que el viajero ha incumplido las normas? Me inventé una brigada especial de policía que se ocupaba de esos asuntos. Los agentes del viaje a través del tiempo trabajaban en bibliotecas y examinaban libros, revistas y periódicos, y cuando un joven viajero del tiempo interfería en algún acontecimiento del pasado, los datos de los libros cambiaban. El nombre de Lee Harvey Oswald, por ejemplo, desaparecía de pronto de todos los libros sobre el asesinato de Kennedy. Imaginándome aquella escena, comprendí que tales alteraciones podrían plasmarse con unos efectos visuales asombrosos: cientos de palabras disgregándose y ordenándose de otra forma en las páginas impresas, desplazándose hacia atrás y hacia delante como chinches enloquecidas.

Cuando terminé de teclear, leí el trabajo de principio a fin, corregí un par de erratas, salí al pasillo y llamé a la Agencia Sklarr. Mary estaba ocupada, hablando por otra línea, pero le dije a su secretaria que pasaría por su despacho en una hora para entregarle el texto.

– Qué rapidez -comentó ella.

– Sí, supongo -respondí-, pero ya sabes cómo son las cosas, Angela. Cuando viajas en el tiempo, no tienes un momento que perder.

Angela se rió de mi chiste malo.

– Vale -concluyó-. Le diré a Mary que vienes para acá.

Pero no hay tanta prisa, ¿sabes? Puedes enviarlo por correo y ahorrarte el viaje.

– No me fío del correo, señora -observé, pasando a mi acento nasal de vaquero de Oklahoma-. Nunca lo he hecho y nunca lo haré.

Nada más colgar, descolgué otra vez y marqué el número de Trause. La oficina de Mary estaba en la Quinta Avenida, entre las calles Doce y la Trece, no muy lejos de donde vivía John, y se me ocurrió que podría apetecerle que comiéramos juntos. También quería saber cómo le iba la pierna. No habíamos hablado desde el sábado por la noche, y ya era hora de llamarlo y enterarme de las últimas novedades.

– Nada nuevo -me dijo-. No va peor, pero tampoco ha mejorado. El médico me ha recetado un antiinflamatorio y ayer, cuando me tomé la primera pastilla, me hizo reacción. Empezó a darme vueltas la cabeza, vomité, en fin, de todo. Y hoy todavía no he recuperado las fuerzas.

– Voy a Manhattan dentro de un rato para ver a Mary Sklarr, y he pensado pasar por tu casa. A lo mejor podemos comer juntos luego, pero no parece buen momento.

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