Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Pierre no dejaba de observar a Amelia, que parecía encantada hablando con el barón Von Schumann, y se sintió fastidiado cuando Gloria, con la excusa de que así podrían hablar en su idioma, indicó a Amelia que se sentara junto al alemán durante la cena.

Amelia impresionó a Max von Schumann. Le conmovía su fragilidad, la tristeza que emanaba de toda su persona.

Estuvieron toda la velada hablando y a Gloria la reconfortó ver a su amiga animada, y sobre todo verla reír, pero se sintió en la obligación de advertir a Amelia.

– Hacía mucho tiempo que no te veía tan contenta -le dijo en voz baja en un momento en que Max era requerido por Martin.

– Sabes, no me apetecía venir, pero ahora me alegro de haberlo hecho -le confesó Amelia.

– ¿Te gusta Max? -le preguntó Gloria, sonriendo al ver cómo Amelia se ponía roja.

– ¡Qué cosas dices! Es muy amable y simpático, y… bueno, me hace sentir bien.

– ¡Me alegro! Pero… bueno… te recuerdo que está a punto de casarse con la condesa Ludovica von Waldheim. Martin dice que es una joven muy bella y que hacen muy buena pareja.

Gloria no quería que Amelia pudiera llegar a sentirse atraída por Max y de nuevo se llevara una decepción, de manera que había preferido situar a su amiga en la realidad.

– Gracias, Gloria -respondió Amelia, molesta por la advertencia de su amiga.

– Sólo quería que lo tuvieras en mente… En fin… Parece que Max y tú habéis simpatizado.

– Puesto que me habéis sentado a su lado porque hablo alemán, he procurado ser amable.

– ¡No quiero que sufras!

– No veo por qué voy a sufrir por hablar con tu invitado -respondió Amelia con voz cortante.

– Max pertenece a una vieja familia prusiana y tiene un acusado sentido del deber.

– Sí, eso deduzco de la conversación que hemos mantenido durante la cena.

Martin y Max se acercaron a las dos mujeres y de inmediato iniciaron una nueva charla sobre la difícil situación por la que atravesaba Alemania.

– ¡Es Navidad y deberíamos hablar de cosas más alegres! -se quejó Gloria.

– ¡Han desaparecido tantos amigos! Por lo que Max cuenta el país se está dejando arrastrar aún más por la locura de Hitler… -se lamentó Martin.

– Lo peor es que Chamberlain está empeñado en una política de distensión con Hitler y Mussolini, y eso hace que el Führer se sienta cada vez más seguro.

– Pero los ingleses no pueden apoyar a los nazis -respondió Amelia.

– El problema es que Chamberlain no quiere problemas y eso engorda los sueños de Hitler -apuntó Max.

– ¿Cómo puede usted servir en el Ejército de Hitler? -preguntó Amelia sin ocultar un cierto enfado.

– Yo no sirvo en el Ejército del Führer, sirvo en el Ejército de Alemania, como lo hizo mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo… La mía es una familia de soldados, y el deber para con los míos es continuar la tradición.

– ¡Pero usted me ha dicho que aborrece a Hitler! -respondió Amelia en tono quejoso.

– Y así es. Siento un profundo desprecio por ese cabo austríaco cuyos sueños de grandeza no sé dónde van a terminar, y temo por mi patria.

– ¡Entonces, deje el Ejército! -le instó Amelia.

– Me han educado para servir a mi país por encima de las coyunturas. No puedo marcharme porque no me guste Hitler.

– Usted mismo me ha explicado la persecución de la que son víctimas los judíos…

Max se sentía incómodo con la conversación y Martin decidió cambiar de tema.

– Amelia, a veces nos vemos obligados a hacer cosas que no nos gustan y, sin embargo, somos incapaces de escapar, no podemos hacerlo por más que lo deseemos. La vida de todos los hombres está llena de claroscuros… Dejemos a mi amigo Max disfrutar de la Navidad o nunca más querrá volver a compartirla conmigo.

– Lo siento, pero es que siento un odio inmenso hacia Hitler -confesó Amelia.

– Hace un tiempo precioso, y he pensado que hagamos alguna excursión fuera de Buenos Aires; si Pierre y tú os queréis unir a nosotros nos encantaría que mañana nos acompañarais… -terció Gloria.

Amelia y Pierre no fueron a la excursión planeada por Gloria, porque cuando, de madrugada, regresaron a su casa, se encontraron una nota debajo de la puerta. El controlador de Pierre le conminaba a ponerse en contacto con él de inmediato.

A las nueve de la mañana Pierre salió de casa para dirigirse hacia el edificio Kavanagh, un rascacielos de treinta pisos inaugurado en 1935 del que los porteños se sentían especialmente orgullosos.

Detrás del edificio, un pequeño pasaje se abría a la calle San Martín, donde estaba situada la iglesia del Santísimo Sacramento; éste era el lugar de la cita de Pierre con su controlador.

El ruso estaba sentado en la última fila y parecía leer un breviario siguiendo la misa que en ese momento estaba oficiando un sacerdote ante una treintena de personas, cuyos rostros reflejaban el cansancio fruto de los excesos gastronómicos de la Nochebuena.

Pierre se sentó junto a su controlador y aguardó a que éste le hablara.

– Tiene que ir a Moscú -le anunció el ruso.

– ¿Cuándo? -En la respuesta de Pierre se traslucía el temor.

– Pronto, el Ministerio de Cultura está organizando un congreso de intelectuales europeos y norteamericanos para que conozcan la gloriosa realidad de la Unión Soviética. Usted formará parte del comité encargado de organizar este evento. La visita es muy importante, ya sabe que hay grupos fascistas empeñados en desprestigiar la revolución. Nuestros mejores aliados son los intelectuales europeos.

– ¿Y qué puedo hacer yo?

– Usted conoce a muchos intelectuales franceses, españoles y británicos, a algún alemán… En fin, siempre se ha movido en esos ambientes. Necesitamos información personal sobre ellos… Todo el mundo tiene algún punto débil…

– ¿Punto débil? No le entiendo…

– Se lo explicarán en Moscú. Prepárese para el viaje.

– ¿Y qué diré a la gente de aquí?

– Sus colaboradores tendrán que pasarme a mí la información, en cuanto a sus amigos… ya se le ocurrirá algo, al fin y alcabo usted siempre ha viajado en busca de ediciones especiales.

– ¿Y Amelia?

– Lo acompañará.

– Pero podría no querer hacerlo… Últimamente está muy preocupada por la marcha de la guerra en España. Sufre por su familia…

– Un comunista no piensa en sus deseos personales sino en lo que conviene a la revolución, a nuestra causa. Creía que ella era una buena comunista…

– ¡Y lo es! ¡No lo dude!

– Entonces no habrá ningún problema con la camarada Garayoa. Lo acompañará. Para ella será un honor conocer Moscú.

Cuando Pierre regresó a casa, Amelia le estaba esperando sentada ante una taza de café. Antes de que él le dijera nada ella pudo leer la angustia que emanaba de su mirada, la crispación en la sonrisa con que la saludó.

– ¿Qué te han dicho? -preguntó ella sin esperar a que Pierre se sentara.

– Me han ordenado ir a Moscú. Tengo que ir en quince o veinte días.

– Krisov dijo…

– ¡Ya sé lo que dijo ese traidor! -El tono de voz de Pierre delataba su preocupación, mezclada con miedo.

– ¿Por qué quieren que vayas?

– Están preparando un congreso de intelectuales, van a invitar a escritores, periodistas y artistas del mundo entero. Los intelectuales son los mejores propagandistas de la revolución. Tienen autoridad moral en sus países. En Moscú quieren que colabore con el comité que está organizando el congreso.

– Ya. Te sacan de Buenos Aires, donde has establecido una base de espionaje, y te llevan a Moscú a formar parte de un comité… No vayas, Pierre.

– No puedo negarme.

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