Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– Soy periodista, sin trabajo a causa de los avatares de la política. No sé cómo serán las cosas en Italia, pero en mi país si quieres escribir sobre política o estás con la derecha, o estás con la izquierda o eres nacionalista de algo, o de lo contrario estás en el paro. Yo estoy en el último caso.

– ¿No es usted de nada?

– Sí, me considero de izquierdas, pero tengo la manía de pensar por libre, y de no repetir las consignas de nadie, lo que me convierte en un individuo poco de fiar.

– No se crea que en Italia es muy distinto… Yo de usted me dedicaría a escribir de otras cosas que no fueran de política.

– En eso estoy, lo malo es que ya me he creado fama de díscolo y ni siquiera se fían de mí para escribir reseñas culturales.

– Pues sí que lo tiene usted mal.

– Sí, la verdad es que sí.

Francesca se apiadó de mí y me invitó a quedarme a cenar para seguir hablando de Carla y Amelia.

– Ellas se conocieron en una travesía hacia Buenos Aires. Dígame, ¿qué pasó cuando llegaron allí?

– Puede imaginarse el revuelo que se organizó en el puerto cuando el barco atracó. Decenas de periodistas esperaban impacientes a Carla Alessandrini. Ella nunca defraudaba a sus seguidores, de manera que bajó del barco envuelta en un abrigo de martas cibelinas agarrada del brazo de su marido, el guapísimo Vittorio. Se instalaron en una suite en el hotel Plaza, y durante los cuatro días siguientes se dedicó a participar en los ensayos, conceder entrevistas y acudir a algunos actos sociales. El embajador de Italia ofreció un cóctel en su honor al que acudieron todas las personas relevantes de la ciudad, así como miembros del cuerpo diplomático de otros países, y por cierto, por indicación de Carla, Amelia y Pierre también fueron invitados. Ya le he dicho que Carla no simpatizaba con el régimen de Mussolini, pero cuando viajaba al extranjero solía aceptar el homenaje que se le tributaba en todas las embajadas de Italia. Permítame insistirle en que ha de leer mi libro. Creo que el profesor Soler le ha recomendado que vaya a Buenos Aires para hablar con el profesor Muiños y, en mi opinión, entre lo que le cuente Muiños y lo que lea en mi libro, podrá escribir su propio relato.

Acepté la propuesta de Francesca.

Mi madre me despertó a las ocho de la mañana sacándome de un sueño profundo.

– ¡Pero mamá que no son horas…! -protesté.

– Es que no puedo dormir pensando en ti. Mira, hijo, creo que debes terminar con esa tontería de investigar el pasado de la abuela. Por muy interesante que resulte, lo que no puede ser es que estés perdiendo tu carrera.

– ¿Qué carrera, madre?

– ¡Vamos, no seas cabezota! Eres muy orgulloso y crees que los demás tienen que llamar a tu puerta, pero las cosas no funcionan así, de manera que no te queda más remedio que ir a llamar a la puerta de las empresas para encontrar trabajo.

– ¡Son las ocho, estoy en Roma, me he acostado tarde y te he explicado mil veces que me duelen los nudillos de tanto llamar a la puerta de las empresas!

– Pero hijo…

– Mira madre, ya hablaremos, ya te llamaré luego.

Colgué el teléfono malhumorado. Mi madre no me daba ni un respiro a cuenta del trabajo. Decidí irme ese mismo día a Buenos Aires, allí al menos me llamaría menos dado el coste de las llamadas transoceánicas.

Enchufé el ordenador y me conecté a internet para ver si tenía algún correo que responder. Para mi sorpresa allí estaban las respuestas del profesor Soler. Me dije que a pesar de mi madre el día no empezaba nada mal. De manera que me puse manos a la obra, escribí una entradilla para la entrevista y un final, puse los titulares y se la envié a Pepe, el jefe de cultura del periódico digital, recordándole el compromiso asumido con el profesor Soler.

Me enamoré de Buenos Aires en el trayecto entre el aeropuerto v el hotel. ¡Qué ciudad! Al final iba a tener que agradecer a la tía Marta el encargo que me había hecho, porque, la verdad sea dicha, estaba viviendo una experiencia la mar de interesante conociendo a personas insospechadas y visitando una ciudad como la que se abría a mis ojos en esa mañana del otoño austral. Mientras en España caminábamos hacia el verano, en Buenos Aires se estaban instalando en el otoño. Pero la de mi llegada era una mañana soleada y tibia.

La agencia de viajes me había reservado un hotel en la zona céntrica de la ciudad. Una vez instalado telefoneé al profesor Muiños, que ya había recibido la llamada pertinente del profesor Soler. Me dio cita para el día siguiente por la tarde, se lo agradecí porque eso iba a permitirme superar el desfase horario y conocer un poco la ciudad.

Con un plano que me dieron en la recepción del hotel me lancé a la calle dispuesto a descubrir los mejores rincones de la ciudad. En primer lugar me dirigí a la plaza de Mayo, que tantas veces había visto en televisión porque allí es donde se reúnen esas valerosas mujeres, las Abuelas de Mayo, para protestar por la desaparición de sus hijos y nietos, víctimas de la dictadura militar.

Estuve un buen rato en la plaza, sin perder detalle, sintiendo la fuerza de aquellas mujeres que con sus pañuelos blancos y pacíficamente habían plantado cara de la manera más eficaz a aquel atajo de asesinos que formaron parte de la Junta Militar.

Luego visité la catedral, y me dejé llevar por el tránsito humano de las calles porteñas hasta que a eso de las seis de la tarde el jet lag me impidió seguir avanzando. Paré un taxi y regresé al hotel, me metí en la cama y no me desperté hasta el día siguiente.

Lo primero que hice fue llamar a mi madre, convencido de que si no daba señales de vida era muy capaz de llamar a la Interpol para denunciar la pérdida de su querido hijo, o sea, yo. Son los inconvenientes de ser hijo único, y de haber crecido sin padre, puesto que el mío murió cuando yo era un niño.

La casa del profesor Muiños estaba situada en el elegante barrio de Palermo, y tenía dos plantas. Nada más abrirme la puerta respiré el aroma de la madera encerada y de los libros que se apilaban a lo largo y ancho de las paredes, que no eran sino una enorme biblioteca que ocupaba toda la casa.

Me abrió la puerta una mucama boliviana, de aspecto tímido, que me condujo de inmediato al despacho del profesor.

Andrés Muiños era lo que uno esperaba que fuera un viejo profesor. Vestía de manera informal, con chaqueta de punto, llevaba el cabello blanco peinado hacia atrás y tenía ese aire distraído de los sabios y la afabilidad de quien ya lo ha visto todo y nada puede sorprenderle.

– ¡Así que usted es el periodista español! -me dijo a modo de saludo.

– Pues sí… Muchas gracias por recibirme -respondí.

– Me lo ha pedido Pablo Soler, un buen amigo y colega. Coincidimos en Princeton.

– Sí, eso me contó don Pablo.

– Puestos a escribir sobre vidas extraordinarias, la de Pablo lo es, pero sé que el objeto de su investigación es Amelia Garayoa, su bisabuela, si no he entendido mal.

– Pues sí, Amelia Garayoa fue mi bisabuela, aunque en la familia se sabe muy poco sobre ella, prácticamente nada.

– Sin embargo, fue una mujer importante, mucho más de lo que usted se pueda imaginar; la suya fue una vida de aventuras y peligros, digna de una novela de Le Carré.

– La verdad es que me voy llevando alguna que otra sorpresa. Pero he de decirle que lo que sé de ella hasta ahora no la convierte en una mujer interesante, más bien me parece alguien que se dejaba dominar por los acontecimientos sin que ella pudiera controlarlos.

– Por lo que me ha contado Pablo, usted sabe de Amelia hasta que se vino con Pierre Comte a Buenos Aires. En aquel entonces era una joven de unos veinte años, y no sé usted, pero yo no conozco a nadie interesante de esa edad, ni siquiera de la edad que tiene usted ahora: ¿treinta, treinta y tantos, quizá?

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