Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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A partir de ese día se convirtieron en inseparables. Vittorio, que sobre todo era un bon vivant, simpatizó de inmediato con Pierre, que parecía compartir con él el gusto por las cosas buenas de la vida. Carla, que tenía un desarrollado sentido dramático de la vida, se sintió impresionada por aquella historia de amor entre Amelia y Pierre, que les llevaba a huir a otra latitud para rehacer sus vidas.

La diva tenía previsto permanecer un mes en Buenos Aires, ya que debía actuar en el Teatro Colón interpretando Carmen, lo que sin duda favorecía los planes de Pierre, que pensaba que la pareja formada por Carla y Vittorio podría abrirles muchas puertas.

Llegaron a Buenos Aires en pleno invierno. Los últimos días de navegación no habían sido agradables. Las olas barrían la cubierta, y la mayoría de los pasajeros tenían que permanecer en sus camarotes a causa del mareo. Curiosamente, al contrario que sus respectivas parejas, ni Carla ni Amelia parecían afectadas por el oleaje. Vittorio se lamentaba de su suerte y le aseguraba a Carla que estaba a punto de morir. Pierre se limitaba a quedarse en el camarote, sin apenas ingerir alimentos, pese a la insistencia de Amelia. Esa circunstancia hizo que las dos mujeres estrecharan aún más los lazos de amistad, y así para cuando llegaron a puerto, Amelia creía haber encontrado en Carla una segunda madre y ésta a la hija que nunca había tenido.»

– Bien, Guillermo, ¿me permite que le llame por su nombre? Llegados aquí, lo mejor es que hable con la señora Venezziani y con el profesor Muiños -concluyó Pablo Soler.

– ¿Y ésos quiénes son? -pregunté, decepcionado.

– Francesca Venezziani es la máxima autoridad en ópera de todo el mundo. Ha escrito varios libros sobre este mundo y sus principales protagonistas. En una biografía sobre Carla Alessandrini, habla de Amelia Garayoa por su amistad con la diva. En el libro incluso hay varias fotografías de ambas juntas.

Debí de poner cara de tonto a causa de lo sorprendente de su revelación.

– No se extrañe, ya le he dicho que Francesca Venezziani es toda una autoridad en materia operística. He hablado con ella en un par de ocasiones intentando saber si Carla llegó a sospechar que Pierre Comte era un agente soviético, pero no ha encontrado nada en las cartas de ella ni en los testimonios de quienes la conocieron. En todo caso, si yo fuera usted, iría a Roma para hablar con la señora Venezziani, y a continuación viajaría a Buenos Aires para hacer otro tanto con el profesor Muiños.

– ¿Y quién es Muiños?

– Por su apellido deducirá que es de origen gallego. Don Andrés Muiños es profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires; coincidí con él en Princeton donde enseñaba historia del continente iberoamericano. Ha publicado varios libros, y entre ellos, dos muy destacados que son una referencia indispensable para quienes quieran profundizar en el exilio nazi en América Latina y otro sobre los espías soviéticos en la zona.

– ¿Y cuál es su ideología?

– Veo que le preocupa sobremanera la ideología de los demás…

– Es para saber con quién voy a hablar y depurar aquello que me cuente.

– Tiene usted muchos prejuicios, señor Albi.

– No, simplemente soy precavido; viviendo en este país, sientes el peso de las ideologías. Aquí o eres de unos o eres de otros, o no tienes nada que hacer, y, claro, la historia no la cuentan igual desde todos los lados. Usted debería saberlo mejor que nadie, porque además de historiador ha sido un testigo privilegiado de lo que sucedió en nuestra última guerra civil.

– El profesor Muiños es un erudito, estoy seguro de que lo encontrará interesante. Doña Laura coincide conmigo en que es imprescindible que hable con él. Me tomé la molestia de llamarle anoche mismo, después de hablar con ella y estará encantado de recibirle.

Pablo Soler me entregó una tarjeta con la dirección y el teléfono de Francesca Venezziani en Roma y del profesor Muiños en Buenos Aires.

– Con la señora Venezziani aún no he hablado, pero no se preocupe, lo haré.

Mientras don Pablo me hablaba, yo dudaba en si atreverme o no a solicitarle una entrevista tal y como me había propuesto el redactor jefe del periódico digital, y aunque temía que me despidiera con cajas destempladas, encontré el valor para decírselo.

– Me gustaría pedirle un favor, naturalmente no quiero que se sienta obligado…

– Joven, a estas alturas de la vida no me siento obligado por nada ni por nadie, así que dígame usted.

– Ya sabe que soy periodista, y… bueno, ¿sería mucho atrevimiento que me concediera una entrevista para hablar sobre sus libros, sobre todo el que está a punto de publicar?

– ¡Ah, los periodistas! No me fío mucho de ustedes… y además no hago entrevistas.

– Lo entiendo, pero tenía que intentarlo -dije rindiéndome, sin dar batalla.

– ¿Tan importante es para usted conseguir una entrevista conmigo?

– Pues la verdad es que sí, me marcaría un buen tanto ante mi jefe y me ayudaría a conservar mi precario empleo. Pero entiendo que no debo abusar de su amabilidad, y que usted me está ayudando mucho con lo de mi bisabuela, que al fin y al cabo es la razón por la que estoy aquí.

– Hágame llegar un cuestionario y contestaré a todo lo que me pregunte; procuraré ser breve en las respuestas, pero el pacto es que ustedes no pondrán ni una coma ni cortarán una línea por problemas de espacio. Si su jefe acepta el trato, en cuanto me entregue el cuestionario, lo responderé.

No sabía si darle dos besos además del apretón de manos, pero lo cierto es que siempre le agradeceré aquella entrevista.

Cuando salí de la casa de don Pablo, llamé a Pepe a la redacción para explicarle que aquél accedía a la entrevista si no le poníamos ni quitábamos una coma. Le insistí en que se lo dijera al director, pues no estaba dispuesto a que me crearan un problema con Soler.

– Mira, Pepe, le conozco por cosas de familia y no puedo quedar mal con él. Sabes que no da entrevistas y que nos apuntaremos un buen tanto, pero o es como él quiere o prefiero no correr riesgos.

Pepe me pasó con el director, quien me garantizó que aunque fuera un memorando no cortarían ni una palabra de la entrevista.

– Si de verdad la consigues, hablaremos de tu futuro aquí -me dijo a modo de gancho.

– Lo primero que tenemos que hablar es de cuánto me vas a pagar, porque no pensarás que lo vas a solventar con cien euros.

– No, hombre, no, si de verdad la consigues te pagaré trescientos euros por la entrevista.

– Pues va a ser que no. En cualquier suplemento cultural o en un dominical me darían más del doble por ella.

– ¿Cuánto quieres?

– No la hago por menos de seiscientos euros.

– De acuerdo, mándala en cuanto la tengas.

Media hora después le adjunté el cuestionario por correo electrónico y me prometió que me devolvería las respuestas en breve.

Llamé a tía Marta para decirle que iba a necesitar más fondos, porque me iba a Roma y después a Buenos Aires.

– ¿Cómo que te vas a Roma y a Buenos Aires? Así como quien coge el metro… Tendrás que darme alguna explicación.

– Porque tu abuela Amelia, es decir, mi bisabuela, tuvo una vida de lo más movidita, y si quieres que te escriba la historia no tengo más remedio que ir a donde me llevan las pistas. No creas que esta investigación está resultando un camino de rosas.

– No sé si será un camino de rosas, pero lo que sí parece es un camino bastante caro.

– Oye, eres tú la que quiere saber qué fue de tu abuela; como comprenderás, a mí me da lo mismo. Si quieres que lo deje, así lo haré.

Tía Marta dudaba si mandarme a paseo, y yo crucé los dedos pidiendo que no lo hiciera, porque sinceramente no quería perderme la historia de Amelia Garayoa.

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