– Mi padre se empeñó en que estudiáramos inglés y alemán, v pasamos algún verano en Alemania, en casa de un socio suyo, herr Itzhak Wassermann.
El ruso le pidió que le hablara de herr Itzhak, y Amelia se explayó relatando escenas de su infancia en Berlín, con su amiga Yla.
– Desgraciadamente, la llegada de Hitler al poder ha supuesto un duro revés para el negocio de mi padre. A los judíos les han ido quitando todo cuanto tenían. Mi padre ha insistido a herr Itzhak para que abandone Alemania, pero él se resiste, dice que es alemán. Espero que al final haga caso a mi padre, no quiero imaginar a Yla llevando una estrella amarilla cosida en la solapa y tratada como si fuera una delincuente.
– Si en algo coincido con el señor Comte es en el peligro que resulta Hitler para toda Europa, la suya es la peor cara del fascismo -dijo Krisov.
– ¡Oh! Es peor que el fascismo, se lo puedo asegurar -respondió ingenuamente Amelia.
Una hora después Pierre cortó la reunión aduciendo que sus padres los esperaban para cenar.
– Espero que nos volvamos a ver -dijo Krisov a Amelia en la despedida.
– Mi querido amigo, eso será difícil porque mañana salimos para Le Havre, nuestro barco nos espera para poner rumbo a Buenos Aires -apostilló Pierre.
Esa noche, después de la cena, Pierre alegó que tenía una cita ineludible con unos camaradas.
– Mi madre te puede ayudar a cerrar el equipaje…
– No, prefiero hacerlo sola. ¿Tardarás mucho?
– Espero que no, pero ya que vamos a Buenos Aires, quiero saber si puedo ser útil a nuestra causa. Ya sabes que suelo colaborar con la Internacional Comunista.
Amelia aceptó sin desconfianza la excusa de Pierre; casi prefería quedarse sola.
Pierre se reunió con Igor Krisov, su controlador, delante de la puerta de la iglesia de Saint-Germain.
– Y bien, ¿qué le ha parecido? -preguntó a Krisov.
– Triste y encantadora -respondió éste.
– Sí, no resulta fácil estar con ella.
– Pues yo, amigo mío, le envidio, es muy bella. Le será útil a donde va, su inocencia es un buen parapeto. Pero tenga cuidado, no es tonta, y algún día puede salir del letargo de la melancolía…
– ¿Quién se hará cargo de mis contactos en España? -quiso saber Pierre, inquieto como estaba por el estallido de la rebelión militar.
– No se preocupe. En Moscú ya tienen toda la información sobre lo que está pasando. Ahora concéntrese en lo que se le ha encargado.
– No discuto las órdenes, pero dada la situación, ¿no sería más útil en España?
– Eso, amigo mío, no lo puedo decidir yo. El departamento ha decidido ampliar nuestra red de inteligencia en Sudamérica, y eso es lo que hay que hacer.
– Ya, pero en vista de las circunstancias, insisto en que soy más necesario en España.
– Usted es necesario allí donde Moscú decida. No estamos en este oficio para satisfacción nuestra, si no por una idea grandiosa. Hay asuntos sobre los que no le corresponde pensar; usted tiene sus órdenes, obedezca, ésa es la regla principal. ¡Ah! Ya sabe que debe ponerse en contacto con la embajada soviética, pero tómese su tiempo para hacerlo; todo tiene que resultar casual. No puede usted presentarse en la embajada ni llamar por teléfono. No le diré cómo debe hacerlo, usted es un profesional y ya encontrará la manera.
– Con todo el respeto, camarada, no termino de entender la importancia de mi misión.
– Pues la tiene, camarada Comte, la tiene. Moscú necesita oídos en todas partes. Su misión es conseguir agentes que estén bien situados en los aledaños del poder, preferiblemente en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Personas cuyo trabajo sea seguro, funcionarios, que no dependan de las vicisitudes de la política. En Buenos Aires trabajará con tranquilidad, puesto que las grandes potencias no lo consideran un terreno de juego para sus intereses. Sin embargo, al Ministerio de Exteriores argentino llegarán comunicaciones de sus embajadores en todo el mundo revelando pequeños secretos, conversaciones mantenidas con los altos dirigentes de los países en que están acreditados, análisis de la situación. Todos esos informes serán un material importante para nuestro departamento. En este momento ni Estados Unidos, ni Francia, ni Gran Bretaña, ni Alemania tienen ningún interés estratégico en la zona, de manera que no le será difícil llevar adelante y con éxito la misión. Las batallas no se libran solamente en el frente.
Durante los primeros días Amelia disfrutó de la travesía. Viajaban en un elegante camarote de primera clase y compartían las veladas con un pasaje formado por comerciantes, hombres de negocios, familias e incluso una diva del bel canto, Carla Alessandrini, que desde el comienzo del viaje se convirtió en el centro de atención tanto de los pasajeros como de la tripulación.
Fue en el tercer día de navegación cuando, durante un paseo por cubierta, Amelia entabló conversación con Carla Alessandrini. La diva italiana era una mujer de unos cuarenta años, rellenita pero sin llegar a estar gorda, alta, de cabello rubio y ojos de un azul intenso. Había nacido en Milán, de padre milanés y madre alemana, a la que debía el haberse convertido en una gran estrella de la ópera, porque fue ella la que contra viento y marea, es decir, imponiéndose a la opinión del padre, no paró hasta lograr que su hija fuera abriéndose paso y llegara a ser la diva que era entonces.
Carla Alessandrini viajaba con su representante y a la vez marido, Vittorio Leonardi, un perspicaz romano dedicado en exclusiva a rentabilizar la voz de su esposa.
Amelia y Carla estaban muy cerca la una de la otra, apoyadas en la barandilla, mirando la lejanía y perdidas en sus pensamientos, cuando Vittorio, el marido de la diva, las sacó de su ensimismamiento.
– ¡Las dos mujeres más bellas del barco están aquí, solas y en silencio! ¡No puede ser!
Carla se volvió sonriente hacia su marido y Amelia miró intrigada al despreocupado italiano.
– Mirando al mar una se siente tan insignificante… -dijo Carla.
– ¿Insignificante tú? Imposible, querida, hasta el mar se ha rendido ante ti, llevamos tres días navegando y no hemos visto ni una ola, parece que navegamos por un lago. ¿No es verdad, señorita? -dijo, dirigiéndose a Amelia.
– Sí, realmente el mar está tranquilo y es una suerte, así no nos mareamos -respondió ella.
– Vittorio Leonardi para servirla, señorita…
– Amelia Garayoa.
– Mi esposa, la divina Carla Alessandrini -dijo para presentarla Vittorio-. ¿Viaje por placer, para ver a la familia, por negocios?
– ¡Vamos, Vittorio, no seas tan curioso! No le haga caso, señorita, mi marido es un poco indiscreto -intervino Carla.
– No se preocupe, no me molestan sus preguntas. Supongo que viajo para iniciar una nueva vida.
– ¿Y cómo es eso? -continuó preguntando Vittorio sin ningún recato.
Amelia no supo qué responder. Le daba vergüenza decir que huía con su amante, y que en realidad no esperaba nada del porvenir.
– ¡Por favor, Vittorio, no pongas en apuros a la señorita! Ven, vamos al camarote, se está levantando viento y no quiero que me afecte a la garganta. Disculpe a mi marido señorita, y no crea que todos los italianos son tan expansivos como él.
La diva y su marido se alejaron de la cubierta, y Amelia pudo escuchar cómo Carla regañaba cariñosamente a su esposo, que la miraba arrepentido.
Esa noche el capitán ofrecía un cóctel de bienvenida a los pasajeros de primera y, para sorpresa de Pierre, Carla Alessandrini y su esposo Vittorio se acercaron a Amelia. Ella se los presentó, y Pierre derrochó simpatía, consciente de que la pareja podía resultarle de utilidad. Charlaron despreocupadamente y a la hora de la cena Vittorio propuso que compartieran mesa.
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