– De acuerdo, pero dime por qué tienes que ir a Roma y a Buenos Aires.
– Porque en Roma tengo que ver a la mayor experta del mundo en ópera y en Buenos Aires a un profesor que lo sabe todo sobre espías soviéticos y nazis.
– ¡Pero qué tonterías estás diciendo!
– Te digo que nuestra antepasada no se dedicó a bordar, y que se vio envuelta en historias alucinantes.
– ¿No serás tú el que se las está inventando para tomarnos el pelo?
– Pues no, tía, no; te puedo asegurar que no tengo tanta imaginación como para estar a la altura de las cosas que hizo tu abuela. ¡Menuda señora!
Tía Marta aceptó hacer un nuevo ingreso en mi cuenta después de amenazarme con que me iba a enterar si estaba tomándole el pelo.
– Hablaré con Leonora para decirle que no te voy a consentir ni una broma con este asunto.
– Harás bien en hablar con mi madre, porque ella quiere que deje esta investigación; piensa que estoy perdiendo el tiempo.
Mi madre se preocupó cuando le dije que primero me iba a Roma y luego a Buenos Aires.
– Hijo, a mí todo esto me parece una tontería. Dile a la tía Marta que se guarde su dinero, y busca un trabajo como es debido.
– ¿No sientes curiosidad por saber qué hizo tu abuela?
– ¿Qué quieres que te diga? Sí… pero no a cambio de que tú pierdas oportunidades.
Llegué a Roma aquella misma noche y me instalé en el hotel d'Inghilterra, en el corazón de la ciudad, a pocos pasos de la piazza de Spagna y de la embajada española ante el Vaticano.
El hotel era carísimo, pero Ruth me lo había aconsejado. No sé si mi amiga lo utilizaba muy a menudo ya que su compañía de lowcost no destacaba, precisamente, por su generosidad a la hora de alojar al personal en hoteles de categoría. Pensé en llamarla para saber qué estaba haciendo en ese momento, pero decidí no hacerlo porque eso sería tanto como comportarme como un novio celoso y paranoico. Como se dice siempre en estos casos, ojos que no ven, corazón que no siente.
Cuando a la mañana siguiente telefoneé a Francesca Venezziani, conseguí una cita para verla esa misma tarde. El profesor Soler había hablado con ella recomendándome.
Puestos a llevarme sorpresas, la verdad es que tuve una bien grande al ver a Francesca: guapísima, alta, morena, de unos treinta y cinco años y vestida de Armani, o sea que el traje de chaqueta que llevaba valía una pasta. Me recibió en su casa, un precioso ático en via Frattini, a pocos metros de mi hotel.
– Así que está usted investigando la vida de Amelia Garayoa…
– Era mi bisabuela -respondí a modo de excusa.
– ¡Qué interesante! ¿Y qué quiere saber que desconozca habida cuenta de que fue su antepasada?
– Aunque le parezca extraño, en la familia no sabemos nada sobre ella, desapareció un buen día dejándolos a todos plantados, incluido a su hijo de pocos meses, mi abuelo.
– Yo sólo le puedo hablar de Amelia Garayoa en relación con Carla Alessandrini. En realidad, su bisabuela sólo me ha interesado en la medida que la gran Carla la trataba como a una hija.
– Si fuera usted tan amable de contarme todo lo que sepa, se lo agradeceré.
– Haré algo mejor, le regalaré mi libro sobre la Alessandrini. Usted se lo lee y si tiene alguna duda me llama.
– Me parece bien, pero ya que he venido a Roma, me gustaría no irme sin nada…
– Se va a ir usted con mi libro. ¿Le parece poco?
– No, no, me parece estupendo, pero ¿no podría contarme algo de la relación entre Carla y Amelia?
– Le estoy diciendo que está todo escrito en este libro. Mire, hay incluso algunas fotos de Carla con Amelia. ¿Ve?, ésta es en Buenos Aires, esta otra en Berlín, y éstas en París, en Londres, en Milán… Y en el entierro de Carla, Amelia leyó un poema de despedida. Carla Alessandrini fue una mujer excepcional, además de la más extraordinaria cantante de ópera de todos los tiempos.
– ¿Por qué congenió con Amelia?
– Porque lo único que Carla no había tenido era un hijo. Lo sacrificó todo por su carrera, y cuando conoció a Amelia estaba en esa edad, pasados los cuarenta, en que las mujeres se preguntan qué han hecho con su vida. Amelia hizo que aflorara en ella un fuerte sentimiento de protección; era la hija que habría podido tener, y la veía tan desvalida que, emocionalmente, la adoptó. La protegió, la ayudó en distintos momentos de su vida, y nunca le pidió nada excepto lo que Amelia le daba, un inmenso cariño, un afecto sincero. Carla le tendía siempre la mano cuando la veía a punto de naufragar. Se convirtió en un refugio seguro para Amelia, y Carla, que era una mujer generosa, nunca le hizo preguntas que no pudiera responderle. En el fondo no quena saber más allá de lo que veía en la joven española.
– Y el marido de Carla, Vittorio Leonardi, ¿qué opinaba de esa relación maternofilial?
– Vittorio era un caradura, buena persona pero un caradura muy guapo y simpático además de listo. Era el manager de Carla, sabía cuidar de sus intereses, la mimaba hasta el infinito y la conocía muy bien. Sabía que en algunos asuntos era inútil oponerse a sus deseos. De manera que aceptó con naturalidad a Amelia, de la misma forma que en otras ocasiones cerraba los ojos a las aventuras amorosas de su esposa. Vittorio tenía lo puesto cuando conoció a Carla y pasó de ser un gacetillero que no llegaba a fin de mes a vivir rodeado de todos los lujos imaginables junto a una mujer a la que todos deseaban y adoraban. Pasó del cero al infinito y nunca puso en juego su relación con Carla; curiosamente él siempre le fue fiel.
– ¿Y qué opinaba Carla Alessandrini de Pierre Comte?
– Precisamente eso es lo que quería saber el profesor Soler cuando me telefoneó hace un par de años; estaba preparando una reedición de su libro sobre los espías soviéticos en España. Realmente me sentí muy halagada de que una autoridad académica como Soler me pidiera mi opinión. Bueno, respondiendo a su pregunta, a Carla no le gustaba mucho Pierre Comte, y ayudó a Amelia cuando ésta decidió romper con él. Creo que desconfiaba del francés, que por lo que he leído en los libros del profesor Soler, era nada menos que un espía soviético. Desde luego Carla nunca lo supo, o al menos no hay ningún testimonio ni documento que nos haga pensar que lo sabía. En todo caso no simpatizaba con él, no porque fuera comunista, sino porque Amelia no era feliz; no sé si sabrá que Carla Alessandrini fue una mujer notable que además se mantuvo firme contra Mussolini y que no se recataba de despreciar a Hitler en público. En una ocasión en que actuó en la ópera de Berlín y Hitler quiso ir a felicitarla al camerino, Carla se negó a recibirle objetando un fuerte dolor de cabeza. Como comprenderá, en aquel entonces nadie se atrevía a contrariar a Hitler por mucho que le doliera la cabeza. Lo que sí sabía Carla es a qué se dedicaría Amelia años después.
Y no porque ésta se lo dijera, sino porque era una mujer inteligente.
– ¿Y a qué se dedicó Amelia años después? -pregunté, mosqueado.
– ¡Ah! Eso tendrá que ir descubriéndolo. El profesor Soler me ha dicho que tiene usted que ir paso a paso, que así se lo han pedido a él. No sé de qué se trata, pero al parecer alguien quiere que sea usted el que junte el rompecabezas de la vida de Amelia Garayoa, que como ya le he dicho para mí tiene un interés relativo, puesto que el objeto de mis investigaciones ha sido Carla Alessandrini. Por cierto, ¿le gusta la ópera?
– No he ido en mi vida a ver ninguna, y si le soy sincero, no tengo ni un CD de ópera.
– ¡Una pena! Usted se lo pierde.
– ¿Y cómo es que a usted le interesa tanto?
– Quería ser cantante, me imaginaba como una nueva Carla Alessandrini, pero… la verdad es que no tengo ni la voz ni el talento de ella ni de ninguna de las grandes. Me costó aceptarlo, pero decidí que si no podía ser la mejor entonces era preferible dejarlo. Estudié musicología al tiempo que iba a clases de canto, y actué como parte del coro en tres o cuatro obras, por las que pasé sin pena ni gloria. Mi tesis se centró en la figura de Alessandrini, investigando aspectos poco conocidos de su vida. El profesor que dirigió mi doctorado tiene relaciones con el mundo editorial, y estaba convencido de que mi tesis podía convertirse en un libro interesante. Y así fue. Ahora me dedico a escribir libros sobre música, pero sobre todo de ópera, y colaboro en periódicos de medio mundo. He logrado ser alguien, que es de lo que se trataba. Bueno, ya lo sabe casi todo de mí, cuénteme ahora algo sobre usted.
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