– ¿Podemos pasar? -preguntó, al tiempo que lo apartaba y entraba.
Pablo se encogió de hombros mientras me miraba extrañado por la situación.
– Es que no está mi madre, ni tampoco Josep.
– ¿Quién es Josep? -preguntó mi tío Juan.
– Mi padre.
– ¿Y le llamas Josep? -La pregunta de mi tío no pareció sorprender al niño.
– Sí, todos le llaman Josep, aunque a veces también le llamo papá, depende de cómo me dé.
A estas alturas de la conversación ya estábamos en la pequeña estancia que hacía las veces de sala y de dormitorio de Pablo. La buhardilla sólo tenía dos piezas: una era en la que estábamos y la otra, aún más pequeña, donde solían dormir Lola y Pablo cuando no estaba Josep, además de un minúscula cocina iluminada por un tragaluz. Carecían de cuarto de baño; al igual que el resto de los vecinos, tenían que utilizar un retrete situado en el descansillo.
Mi tío Juan buscó con la mirada una silla donde poder sentarse. Mi padre y yo nos quedamos de pie, mientras Pablo se sentaba en otra silla esperando a que le dijéramos qué queríamos.
– Bien, dinos exactamente dónde está Amelia -ordenó mi tío.
– Ya se lo he dicho: en Francia, con Pierre.
– ¿Y quién es Pierre? -insistió mi tío.
– El novio de Amelia… bueno, no sé si es su novio, porque Amelia está casada, pero si no lo es, es algo parecido. Se quieren y Amelia le va a ayudar.
Mi tío Juan empezó a sudar, mientras mi padre, atónito por lo que Pablo decía, decidió sentarse.
– Pablo, no digas esas cosas… Amelia y Pierre son sólo amigos… Amelia le va a ayudar a hacer la revolución -intervine yo mirando angustiada a Pablo, intentando decirle con los ojos que no dijera una palabra más.
– ¡Cállate! -El tono de voz de mi padre me cortó en seco-. Y tú, niño -añadió-, nos vas a decir todo lo que sepas.
Pablo pareció asustarse de repente, y comprendió que había hablado más de la cuenta.
– ¡Yo no sé nada! -alcanzó a decir, angustiado.
– ¡Claro que sabes! Y nos lo vas a decir. -Mi padre se había levantado plantándose delante del niño, que le miraba asustado.
– Cuanto antes nos cuentes lo que sabes, antes nos iremos -lo apremió mi tío Juan.
– ¡Pero si no sé nada! ¡Por favor, Laura, diles que me dejen en paz!
Bajé los ojos avergonzada. No podía hacer ni decir nada, ni mi padre ni mi tío iban a permitirme intervenir para evitar que el niño hablara.
– Mi madre dice que no soy un esclavo, que no tengo que humillarme ante los capitalistas de mierda -dijo Pablo, intentando darse valor a sí mismo.
– Si no nos cuentas lo que sabes, te llevaremos a la comisaría, la policía buscará a tu madre y luego ya veremos lo que pasa -amenazó mi padre.
Pablo, al que cada vez le brillaban más los ojos por la fiebre y el susto, empezó a gimotear.
– Mi madre es una revolucionaria, y ahora no gobiernan los fascistas. -Fue el último intento de Pablo antes de comenzar a hablar.
– Bien, vámonos a la comisaría; por lo que sé, tu madre tiene algunas cuentas pendientes con la policía, y por muy revolucionaria que sea, la ley es la ley para todo el mundo -afirmó mi padre.
Pablo volvió a buscar mi mirada solicitando ayuda, pero yo no podía decirle nada, aunque rezaba para que el niño no diera ninguna pista que pudiera frustrar la fuga de Amelia.
– Amelia vino anoche a casa, la estaba esperando Pierre. Dijeron que iban a coger el tren, que primero irían a Barcelona y luego a Francia.
– ¿A Barcelona? -preguntó mi tío Juan.
– Pierre tiene que ver a unos amigos de mi padre -alcanzó a decir Pablo.
– ¿Dónde vive tu padre? -quiso saber mi tío Juan.
– En una calle del Ensanche.
– ¿Y cuál es el apellido de tu padre? -insistió mi tío.
– Soler.
– Dime, ¿quién es Pierre? -Mi padre hablaba ahora con un tono de voz suave, intentando tranquilizar a Pablo.
– Es un amigo de mis padres, es un revolucionario de París. Trabaja para llevar la revolución a todas partes, y nos está ayudando.
– ¿Es el novio de Amelia? -Mi padre hizo la pregunta sin mirarnos ni al tío Juan ni a mí.
– Sí- musitó Pablo-, ayer cuando Amelia llegó se besaron.
Ella lloraba mucho, pero él le prometió que nunca tendría que arrepentirse por irse con él. Pierre la besaba todo el rato, y Amelia también a él. Se besaban como se besan mis padres… y Amelia le dijo que le seguiría hasta la muerte.
Empecé a toser. La mía era una tos nerviosa, lo único que quería es que Pablo se callara, que no dijera una palabra más, que mi padre y mi pobre tío Juan no siguieran oyendo aquellas cosas.
Mi tío Juan estaba pálido y con el cuerpo tan rígido que parecía un cadáver. Escuchaba a Pablo con los ojos muy abiertos, y en ellos no sólo había sufrimiento, también vergüenza y estupor. ¿Cómo podía imaginar a Amelia besándose con un hombre que no fuera su marido? ¿Era posible que ella se comprometiera con otro hombre hasta la muerte? Parecía como si lo que estuviera escuchando no fuera posible, que se tratara de una extraña, no de su propia hija. De repente parecía darse cuenta de que no la conocía, de que la mujer de la que le hablaban nada tenía que ver con su primogénita, con su hija del alma.
Mi padre se acercó a mi tío invitándole a marcharnos. A duras penas mi tío Juan se puso en pie. Parecía un autómata. Mi padre lo cogió del brazo, ayudándole a dirigirse hacia la puerta. Salieron sin despedirse de Pablo.
– Mañana me voy a Barcelona -me dijo el niño a modo de despedida.
– ¿A Barcelona? ¿Y verás a Amelia? -pregunté en voz baja.
– No lo sé, pero mi madre dice que vamos a vivir con mi padre. Está muy contenta. A mí me da pena irme de Madrid, aunque aquí no tenemos a nadie. Bueno, a mi abuela, pero mi madre no se lleva bien con ella.
– Si ves a Amelia dile… dile… dile que sea muy feliz y que la quiero mucho.
Pablo asintió sin decir palabra, y yo salí deprisa, para alcanzar a mi padre y a mi tío Juan.
De regreso a mi casa, mi tía Teresa continuaba llorando. Mi madre le había dado dos tilas y un vasito de agua del Carmen, pero no le habían hecho ningún efecto. Mi madre había llamado a mi prima Antonietta, que estaba sentada, muy seria, sin decir palabra.
– ¿La habéis encontrado? -preguntó impaciente mi madre.
Mi padre le contó sin mucho detalle que habíamos estado con Santiago y luego en casa de Lola, y que al parecer Amelia se había ido a Barcelona aunque su destino final era Francia.
Mi tía Teresa lloró con más fuerza y desconsuelo al escuchar el relato de las últimas horas, y sólo alcanzaba a pedir que le devolvieran a su hija.
No sabíamos qué hacer, ni qué decir; aquél fue el día más largo de mi vida.
A media tarde, mi padre, Melita y yo acompañamos a mis tíos y a mi prima a su casa. Estábamos de duelo, pero mi madre había decidido que no podía suspender la cena de aquella noche, ya que entre los invitados se encontraba un matrimonio con dos de sus hijos, uno de los cuales pretendía a mi hermana Melita, y sabíamos que aquella noche iba a pedir oficialmente permiso para cortejarla.
Yo me hubiese quedado de buena gana con mis tíos y Antonietta, pero ellos preferían estar solos.
La cena resultó ser una pesadilla. Mi padre estaba distraído; mi madre, nerviosa, y mi hermana, conmocionada por lo sucedido, apenas prestaba atención a su pretendiente. Bien es verdad que el chico no se desanimó por lo inusual del ambiente y, apoyado por su padre, terminó pidiendo permiso al mío para iniciar relaciones con mi hermana. Mi padre se lo dio sin mostrar ningún entusiasmo. Años después, le contamos a Rodrigo lo que había pasado aquel día. Aunque ahora no venga al caso, le diré que, poco después de comenzar la guerra civil, Rodrigo se casó con mi hermana Melita.
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