– ¡Por favor, no me malinterprete! A veces los periodistas somos así de impulsivos, decimos las cosas a lo bruto, olvidándonos de los matices, pero le aseguro que a la hora de escribir esta historia lo haré con ecuanimidad y cariño, al fin y al cabo fue mi bisabuela.
Temí que me dijera que me marchara, pero no dijo nada. Esperó a que el ama de llaves, que acababa de entrar, nos sirviera el café.
– Bien, usted dijo que tenía unas cuantas preguntas que hacernos. ¿Qué más quiere saber?
– En realidad son ustedes quienes me tienen que decir de qué hilos debo tirar. Reconozco que sin su ayuda sería muy difícil poder desentrañar la historia de mi bisabuela. También me gustaría que me contara qué sucedió cuando regresó Santiago, mi bisabuelo.
– No le compadezca. Santiago fue un hombre de una pieza, que sufrió, sí, por la pérdida de Amelia, pero que supo sobreponerse con enorme dignidad.
– Pues de eso quería que me hablara, al fin y al cabo ustedes eran la familia más cercana de Amelia.
– Bien, le contaré algunos detalles, pero no tome por costumbre que seamos nosotras quienes le demos información; ese no es el trato. Además, hay cosas que aunque quisiéramos no podríamos contarle porque las ignoramos. Aunque, como usted dice, sabemos de qué hilos tirar. Le tengo preparadas un par de entrevistas más.
Me acomodé en el sillón dispuesto a escuchar a doña Laura, que se había quedado en silencio, como si estuviera pensando por dónde comenzar…
«Al día siguiente de la fuga de Amelia, Edurne me trajo la carta que había escrito mi prima. Era un domingo de finales de marzo de 1936 y todos estábamos en casa. La tengo aquí para enseñársela. En ella, Amelia me decía que se había enamorado de Pierre, que no soportaba la idea de que él se marchara y no volver a verlo, que prefería morir antes que perderlo. También me suplicaba que fuera yo quien explicara a sus padres y a Santiago su ausencia; insistía en que la verdadera causa no era Pierre, sino sus ideales revolucionarios. Pedía perdón a todos y me rogaba que hiciera lo posible para evitar que su hijo la odiara; también decía que algún día regresaría en busca de Javier. Y me pedía que cuidara de Edurne, porque temía que Santiago la pudiera despedir.
Se puede imaginar mi estado de conmoción cuando leí aquella carta. Me sentía desolada, perdida, e incluso traicionada, porque Amelia, además de mi prima, era mi mejor amiga. Desde pequeñas habíamos compartido hasta las confidencias más intrascendentes, estábamos más unidas la una a la otra que a nuestras propias hermanas.
Edurne estaba aterrorizada. Pensaba, y no le faltaba razón, que podía quedarse sin trabajo, que tendría que regresar al caserío. Lloraba pidiéndome que la ayudara. Yo me sentía desbordada por la situación, puesto que con dieciocho años, y en aquella época, se puede usted imaginar lo poco que sabíamos del mundo, y mi prima se había fugado delegando en mí una responsabilidad para la que no estaba preparada. Lo primero que hice fue tratar de tranquilizar a Edurne y prometerle que nada le sucedería, y le dije que regresara a casa de Amelia, y si alguien le preguntaba por Amelia tenía que responder que no sabía dónde había ido. Luego fui a ver a mi madre, que en aquel momento estaba con la cocinera dándole instrucciones porque esa noche teníamos invitados.
– Necesito hablar contigo.
– ¿No puedes esperar? No creas que es fácil organizar una cena para doce comensales.
– Mamá, es muy urgente, necesito hablar contigo -insistí.
– ¡Cómo sois las niñas de hoy de impacientes! Los mayores tenemos que dejarlo todo para complaceros. En fin, vete a la salita que ahora voy.
Mi madre tardó aún un buen rato en reunirse conmigo; para cuando lo hizo, yo ya me había mordido todas las uñas.
– ¿Qué pasa, Laura? Espero que no sea ninguna tontería de las tuyas.
– Mamá, Amelia se ha ido.
– ¿Tu hermana? Claro que se ha ido, ha ido a visitar a su amiga Elisa.
– No me refiero a mi hermana Melita sino a mi prima.
– Si no la has encontrado es que habrá salido a casa de sus padres o a visitar a alguien, lo mismo está con esa Lola…
– Se ha ido para siempre.
Mi madre se quedó callada intentando digerir lo que acababa de oír.
– Pero ¿qué dices? ¡Qué tontería es ésa! Ya sé que está enfadada con Santiago por su último viaje… la verdad es que Santiago debería ser más considerado y no marcharse así por las buenas… pero Amelia ya sabe cómo es su marido…
– Mamá, Amelia ha dejado a Santiago.
– ¡Pero qué dices, niña! ¡Basta de tonterías!
Mi madre se había puesto roja del sofoco. Le costaba asimilar lo que le estaba diciendo.
– Se ha marchado porque… porque cree en la revolución, y se va a sacrificar para construir un mundo mejor.
– ¡Dios mío! ¡No puedo creer que Lola le haya lavado el cerebro hasta esos extremos a tu pobre prima! Vamos, dime dónde está, llamaré a tu padre, tenemos que ir a buscarla de inmediato… imagino que se habrá ido a casa de esa Lola.
– Se ha ido a Francia.
– ¿A Francia? ¡Qué estás diciendo! Explícame qué ha pasado, pero ¿cómo puedes decir que Amelia se ha ido a Francia…?
Mi padre entró en la salita alertado por los gritos de mi madre. Se asustó al verla moviéndose de un lado para otro haciendo aspavientos.
– Pero ¿qué pasa? Elena, ¿qué sucede? ¿Te encuentras mal? Espero, Laura, que no le hayas dado ningún disgusto a tu madre, y menos hoy, que tenemos invitados a cenar…
– Papá, Amelia se ha ido a Francia. Ha dejado a Santiago y a su familia aunque algún día volverá a por Javier.
Lo dije todo seguido, sin preámbulos.
Mi padre se quedó mudo, mirándome fijamente, como si no entendiera lo que le estaba diciendo. Mi madre había roto a llorar desconsoladamente.
Les conté la fuga de Amelia a trompicones, intentando no traicionarla, sin nombrar en ningún momento a Pierre.
Mi padre no terminaba de creerse que su sobrina, por atolondrada que fuera, se hubiese ido a Francia a hacer la revolución.
– Pero ¿qué revolución? -insistía mi padre.
– Pues la revolución. Sabes que los comunistas quieren llevar la revolución a todas partes… -respondí sin excesiva convicción.
Durante más de una hora mi padre estuvo preguntándome sin darme tregua, mientras mi madre hablaba y hablaba de la influencia de Lola.
– Tenemos que llamar a Juan y a Teresa. ¡Qué disgusto les vamos a dar! Y tú, Laura, enséñame esa carta que te ha escrito Amelia -me reclamó mi padre.
Les mentí. Juré que, a causa de los nervios, sin darme cuenta la había roto. No podía entregársela puesto que en la carta Amelia contaba toda la verdad, es decir, que se había enamorado de Pierre.
– ¡No te creo! -dijo mi padre reclamando la carta.
– Te aseguro que la he roto sin darme cuenta -protesté llorando.
Mis tíos Juan y Teresa llegaron a mi casa apenas media hora después. Mi padre les había insistido en que era urgente que vinieran. Para él suponía un gran sufrimiento tener que decirle a su hermano que su hija se había escapado.
Mi padre me pidió que les contara cuanto sabía, y yo, entre lágrimas, fui diciendo lo que podía.
Mi tía Teresa se desmayó y mi madre tuvo que atenderla, lo que propició que mi padre, mi tío Juan y yo nos refugiáramos en su despacho, donde ambos me insistieron en que les contara cuanto sabía.
No di mi brazo a torcer, y achaqué a la revolución la causa de la fuga de mi prima Amelia.
– Bien -aceptó mi tío Juan-, entonces iremos a ver a esa Lola, que ha sido la causante de meter en la cabeza de Amelia estas ideas extremistas. Ella sabrá dónde está, no creo que le haya dado tiempo a llegar a Francia; en todo caso, nos tendrá que decir dónde encontrarla. Pero primero iremos a casa de Amelia, hay que procurar no alertar al servicio sobre lo que está sucediendo. Espero que Edurne no diga ni una palabra.
Читать дальше