Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– Te he odiado por lo que le hiciste a mi padre.

– Es justo. No podías hacer otra cosa.

– ¿No te importa?

– Me importa más no pagar mis deudas y haber tenido que arrastrar esa impostura sobre mi conciencia.

– Eres una mujer extraña, Amelia.

– Ahora estamos en paz.

La vida continuó transcurriendo con la monotonía de la cotidianidad. Yo tuve otros dos hijos, mientras mi padre se moría un poco más todos los días.

A finales de los ochenta, los alemanes del Este sentíamos que algo iba a cambiar, la Perestroika rusa estaba trastocando lo que parecía un orden inalterable.

En octubre de 1989, cuando nos disponíamos a celebrar el cuadragésimo aniversario de la República Democrática de Alemania, las manifestaciones y protestas se sucedían por las calles. Por si fuera poco, Gorbachov llegó a decir que sólo continuaría apoyando a la Alemania de la República Democrática si iniciaba una vía de reformas. Aquel día entendimos que estábamos ante el fin de una época.

Los dirigentes del partido comenzaron a preocuparse; tanto, que incluso hicieron público un documento anunciando ciertas reformas. De esa manera trataban de acotar el deseo de cambio de los alemanes. Pero Erich Honecker no estaba de acuerdo y se empeñaba en mantener una línea dura, utilizando la policía para reprimir el descontento que se evidenciaba en las calles.

Un grupo de dirigentes del partido decidió que había que jubilar a Honecker y hacerse con el control del país. El 17 de octubre de 1989 se celebró una reunión del Politburó en el que se fijaron las bases para destituir a Honecker. Al final tuvo que ceder y presentar su dimisión bajo el eufemismo de «motivos de salud». El Comité Central designó a Egon Krenz como secretario general del partido, presidente del Consejo de Estado y del Comité de Defensa Nacional.

Sin embargo, la elección de Krenz no fue recibida como una señal de apertura, y aunque propuso iniciar una nueva etapa no logró que la gente confiara en él.

Todos nosotros seguíamos los acontecimientos con el anhelo del cambio, y empezábamos a atrevernos a hablar con menos cuidado.

A mi padre todos estos acontecimientos parecían dejarle indiferente. Algunos días, tras desayunar, permanecía absorto escuchando las emisoras extranjeras a través de una radio de onda corta que Amelia guardaba como un tesoro. Pero ni los comentarios de ella ni los nuestros parecían interesarle.

El 1 de noviembre recayó y le llevamos al hospital, pero mis colegas dijeron que no había nada que se pudiera hacer y que era mejor dejarle morir tranquilo en casa, de manera que le volvimos a trasladar.

Amelia no se separaba de él ni un minuto. Creo que aquellos días envejeció rápidamente. Hasta entonces, a pesar de que ya tenía setenta y dos años, parecía más joven. Siempre iba correctamente vestida y con el cabello blanco recogido en un moño.

La tarde del 9 de noviembre Amelia me telefoneó para pedirme que fuera de inmediato a casa. Mi padre estaba comenzando a agonizar.

La agonía duró unas horas, con períodos de lucidez en los que pude despedirme de él y decirle cuánto le quería y lo feliz que había sido a su lado.

– No habría querido otra vida que la que he vivido contigo -le dije a mi padre.

Había anochecido y en la calle cientos de personas iban de un lado a otro. Las autoridades habían anunciado que a partir de medianoche se permitiría traspasar la frontera sin permisos especiales.

Miré el muro que se alzaba frente a nuestra casa, ya me había acostumbrado a él y pensé en lo extraño del destino. Mi padre se moría y en la calle miles de personas parecían celebrar algo.

Era cerca de la medianoche cuando Amelia me hizo un gesto para que me acercara a la cama de mi padre. Había abierto los ojos y cogido la mano de Amelia, vi amor en su mirada, luego mi padre me cogió también a mí la mano, y uniendo las de los tres sobre su pecho, expiró.

Amelia y yo permanecimos sin movernos, con nuestras manos sobre su pecho, el pecho de mi padre. Su corazón había dejado de latir y los nuestros latían acelerados por la emoción del momento. Los gritos de la calle nos sacaron de nuestro ensimismamiento. Amelia suavemente le besó en los labios.

Volvimos a escuchar más alboroto y nos acercamos a la ventana. No podíamos creer lo que estábamos viendo. Eran miles de personas acercándose al Muro, muchos llevaban en las manos picos, martillos y cinceles, y comenzaban a golpearlo con fuerza ante la mirada de los soldados. Permanecimos en silencio viendo aquel espectáculo, hasta que Amelia me miró a los ojos.

– Te vas -dije sabiendo que eso es lo que iba a hacer.

– Sí. Ya no tengo nada que hacer aquí.

– Lo entiendo.

Cogió una bolsa y metió algunas prendas de vestir. Luego abrió un cajón de la cómoda y buscó una caja que me entregó.

– Aquí está todo el dinero que gané cuando trabajaba para los norteamericanos. Son dólares, te vendrán bien. También están los documentos que acreditan las posesiones que tuvo tu familia. Quién sabe…

Se acercó a la cama y se puso de rodillas junto al cuerpo de Max. Le acarició el rostro y colocó su cabeza sobre su pecho. Cerró los ojos durante unos segundos, luego se levantó. Nos abrazamos y sentí que mis lágrimas mojaban sus mejillas y que las suyas empapaban las mías.

Se marchó sin que nos dijéramos adiós, aunque ambos sabíamos que se iba para siempre.

La vi salir del portal y acercarse al Muro. Se unió a los miles de berlineses que estaban derribándolo y con sus propias manos comenzó a arrancar pedazos de hormigón y de ladrillo. Al fin los manifestantes habían hecho un gran agujero, y buena parte del Muro estaba derruido. Observé cómo saltaba entre los cascotes y caminaba erguida hacia el otro lado de Berlín donde otros berlineses gritaban y cantaban de alegría. No se volvió, aunque estoy convencido de que sabía que yo estaría mirando. No me moví de allí hasta que la vi perderse entre la gente.»Friedrich se quedó en silencio. Estaba emocionado y había logrado que yo también lo estuviera. Me di cuenta de que Ilse nos observaba desde la puerta, no sé cuánto tiempo llevaba allí.

– Y nunca más volvió -concluyó Use.

– No, nunca más.

– Pero ¿no le dijo adonde iba, o qué pensaba hacer?

– No, no dijo nada, simplemente se marchó.

– Alguna vez le ha escrito, le ha telefoneado…

– No, nunca. Tampoco lo esperaba. Aquella noche ella también recuperó la libertad.

Cené con Friedrich von Schumann y su esposa Ilse y especulamos sobre dónde podía haber ido Amelia, pero como decía Friedrich, mi bisabuela era imprevisible.

– No tengo ni idea de dónde murió ni dónde está enterrada. Si lo supiera, iría a poner flores sobre su tumba y a rezar -me aseguró Friedrich.

Les di las gracias a los dos por su generosidad al recibirme, y sobre todo por lo que me habían contado. Les prometí que si averiguaba el lugar donde estaba la tumba de Amelia, se lo comunicaría.

No podía hacer mucho más en Berlín. Nadie podía darme razón de dónde se había ido mi bisabuela, de manera que regresé a Londres convencido de que si le insistía al mayor Hurley y a lady Victoria, terminarían contándome qué había sido de Amelia. Estaba seguro de que ellos lo sabían.

El mayor Hurley pareció sorprendido cuando le telefoneé.

– Ya le dije que no podía contarle nada más. No puedo desvelar secretos oficiales.

– No le pido que me desvele ningún secreto de Estado, sólo que me oriente sobre adonde se fue mi bisabuela. Como comprenderá, a estas alturas a nadie le importa lo que pudiera hacer en 1989 una señora de setenta y dos años que ya estará muerta.

– No insista, Guillermo. No tengo más que decirle.

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