– No me has hablado de ella… No sabía que te habías casado.
– No te lo he dicho, ¿para qué? Tu vida y la mía tomaron rumbos diferentes. En realidad debo agradecerte que me dejaras por Max. No sé si habría soportado todo lo que he hecho sin el apoyo de Mery. Ella me daba fuerzas, y ante cada operación, ante cada peligro, siempre me decía que tenía que salir bien para volver con ella.
– Tus padres estarían contentos, es lo que querían para ti.
– Y tenían razón, tú y yo nunca habríamos sido felices, y no sólo porque no me querías lo suficiente.
– ¿Sabes?, hace años que quiero preguntarte algo: ¿qué es lo que te ha hecho cambiar tanto?
– La guerra, Amelia, la guerra. Tú tenías razón, no se podía ser neutral, te lo reconocí hace unos años cuando nos encontramos después de la guerra. Me metí en esto y cuando quise darme cuenta, ni podía ni debía volver atrás.
– Y has venido para despedirte…
– Todos estos años hemos trabajado juntos, pero nuestra relación ha sido tensa, como si estuviéramos enfrentados por algo. Nunca he sabido por qué. Tú estabas con Max y yo con Mery, los dos habíamos elegido, y sin embargo no hemos sido capaces de ser amigos. Ahora que tengo la certeza sobre la cercanía de mi muerte no quiero irme sin reconciliarme contigo. Has sido muy importante en mi vida; antes de casarme con Mery, fuiste la mujer que más he querido y me parecía imposible amar a nadie como te amaba a ti. Después descubrí un amor superior y diferente y te estuve agradecido por haberme abandonado. Pero eres parte de mi historia, Amelia, mi vida no la puedo contar sin ti, y necesito reconciliarme contigo para poder morir en paz conmigo mismo.
Se abrazaron. I estuvieron abrazados, Amelia lloraba y a Albert se le notaba que hacía esfuerzos para reprimir las lágrimas.
– Ya somos mayores, Amelia, es hora de descansar. Hazlo tú también y… sé que no debería decírtelo, pero ¿no has pensado en regresar a España para estar con los tuyos?
– No hay un solo día en que no piense en mi hijo, en mi hermana, en mis tíos, en Laura… pero no puedo dar marcha atrás. El día en que me fui con Pierre… ese día terminé con lo mejor de mí misma. Claro que les echo de menos, Javier será un hombre, se habrá casado, tendrá hijos y se habrá preguntado por qué le abandoné…
– Si quieres, puedo intentar sacarte de aquí; será peligroso, pero podemos intentarlo.
– No, nunca dejaré a Max, nunca.
– Has sacrificado tu vida por él.
– Yo le quité la suya, es justo que le dé la mía.
– No continúes atormentándote por lo que sucedió en Atenas, tú no sabías que Max iba en ese convoy, no tuviste la culpa.
– Yo apreté el detonador, fui yo quien apretó el detonador a su paso.
– En la guerra hay víctimas inocentes; miles de niños, mujeres y hombres han perdido su vida. Al menos Max está vivo.
– ¿Vivo? No, tú sabes que murió aquel día. Le quité la vida. ¿Cómo puedes decir que está vivo? Vive confinado a esa silla de ruedas, sin salir de esa habitación. No le queda familia y tampoco ha querido que buscáramos a alguno de sus antiguos amigos. Sé que la mayoría están muertos, pero acaso quede alguien… Sin embargo no ha querido, no soportaría que nadie que le conociera del pasado le viese reducido a un pedazo de carne sobre una silla de ruedas. Y yo he sido quien le ha condenado a estar en esa silla de ruedas.
Amelia fue en busca de mi padre para que se despidiese de Albert, y luego me llamó a mí. Hice un esfuerzo para no evidenciar mis sentimientos. Estaba en estado de shock: acababa de saber que Amelia había causado la desgracia de mi padre. Yo sabía que él había perdido las piernas en un acto de sabotaje de la Resistencia griega, pero ahora también sabía que quien había apretado el detonador había sido Amelia.
A duras penas logré apretar la mano de Albert para la despedida. Cuando se marchó me encerré en mi habitación y comencé a llorar. La odiaba, la odiaba con toda mi alma, y la quería, la quería con toda mi alma, y me odiaba a mí mismo por quererla.
Tomé una decisión. Hacía tiempo que había terminado la carrera y trabajaba como médico en el hospital de Berlín. En aquellos años había consolidado mi relación con Use, quien me insistía en que nos casáramos o nos fuéramos a vivir juntos. Yo me resistía porque me parecía que dejar a Amelia y a Max era tanto como desertar. El era un inválido cuya salud empeoraba día a día y Amelia le dedicaba cada minuto de su vida. Hasta aquella noche había creído que les unía un amor que no conocía límites, pero ahora sabía que lo que les unía era más fuerte y doloroso que el amor.
Hacía tiempo que Ilse había dejado de vivir con sus padres, y decidí marcharme a su casa aquella misma noche. Busqué un par de bolsas y metí algo de ropa. Salí de la casa sin hacer ruido.
Al día siguiente fui con Ilse a recoger el resto de mis cosas. Mi padre no entendía que hubiera adoptado una decisión tan repentina.
– Me parece bien, pero así… sin decirnos nada -se lamentó.
– O lo hago así o nunca seré capaz de marcharme.
– Friedrich tiene derecho a buscar su propio camino y a tener su propia vida. Hemos tenido la suerte de tenerle con nosotros más tiempo del que podíamos esperar -intervino Amelia-, pero te echaremos de menos.
Me callé y no dije que yo también les extrañaría a ellos, porque en aquel momento necesitaba alejarme.
– Vendremos a menudo, ¿verdad, Use? -Pues claro que sí. Además, mi estudio no está tan lejos de aquí, andando no se tarda más de media hora.
Pero mis visitas fueron espaciándose, y me sentía culpable por ello. Necesitaba encontrarme a mí mismo, poner en orden mis sentimientos. Sabía que mi padre sufría porque no iba a verle y que eso deterioraba su salud, pero no era capaz de cambiar mi actitud. Incluso cuando nació mi primer hijo tampoco hice nada para que mi padre disfrutara de su condición de abuelo.
Una noche, Amelia me telefoneó alarmada. Mi padre parecía estar sufriendo un ataque y me pedía que fuera cuanto antes.
Cuando llegué creía que se moría, estaba sufriendo una crisis cardíaca, afortunadamente llegamos a tiempo al hospital.
Mis colegas del departamento de cardiología me habían advertido de que no tuviera muchas esperanzas, pero no contaban con la voluntad de mi padre de seguir viviendo. Estuvo hospitalizado un mes y luego le dieron el alta. A partir de ese momento me impuse a mí mismo no hacerle sufrir más de lo que ya sufría y convertí en costumbre visitarle todas las tardes cuando salía del hospital y antes de ir a casa.
Con Amelia mi relación había cambiado desde la noche en que la oí hablar con Albert, y me daba rabia que ella no me reprochara mi cambio de actitud. Simplemente lo aceptaba como parecía aceptar todo lo que le había sucedido a lo largo de su vida.
A mi padre le alegró que Ilse y yo comenzáramos a llevar a los niños con frecuencia. Le gustaba leerles cuentos y enseñarles a jugar al ajedrez. Amelia, por su parte, ejercía como la mejor de las abuelas. Pero ella seguía siendo algo más que una apacible abuela.
Ilse trabajaba en un instituto de Investigación, donde algunos de sus compañeros científicos eran contrarios al régimen. Ella conocía y simpatizaba con muchos de los opositores, pero se mantenía alejada de sus actividades.
Hasta que un día se vio implicada en un suceso.
Fue a primera hora de la mañana, porque a Ilse siempre le gustaba llegar una hora antes que el resto de sus compañeros, decía que así tenía tiempo para organizar la jornada. Creía estar sola, cuando uno de sus colegas entró en la sala.
– Hola, Erich. ¿Qué haces tan temprano aquí?
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